En la entrada anterior vimos como Monod
distinguía, como propiedades de los seres vivos, entre teleonomía e
invariancia, y –para superar la contradicción epistemológica entre el proyecto
teleonómico y el postulado de objetividad- proponía que la invariancia debía
preceder a la teleonomía. Además, asociaba los ácidos nucleicos a la
invariancia y las proteínas a las estructuras y performances teleonómicas.
Por otra parte, Monod plantea también -en el primer
capítulo de su libro El azar y la
necesidad- que “esta distinción es explícitamente o no, supuesta en todas
las teorías, en todas las construcciones ideológicas (religiosas, científicas o
metafísicas) relativas a la biosfera y a sus relaciones con el resto del
universo.” Más adelante añade que: “El problema central de la biología es esta
misma contradicción…”
En el segundo capítulo asigna de forma algo
arbitraria a la teoría sintética de la evolución -que él denomina “teoría de la
evolución selectiva”- un papel central, ya que “asegura la coherencia
epistemológica de la biología y le da un lugar entre las ciencias de la Naturaleza objetiva.” Así las cosas, agrupa a “todas
las demás concepciones…que pretenden rendir cuenta de la rareza de los seres
vivos, o…arropadas por las ideologías religiosas y la mayoría de los sistemas
filosóficos en la hipótesis inversa: que la invariancia
es protegida, la ontogenia guiada,
la evolución orientada por un
principio teleonómico inicial, del que todos esos fenómenos serían
manifestaciones.” En esta asociación distingue -con una acepción, en sus
palabras, algo particular- dos
grupos:
· Las teorías vitalistas, donde
el “principio teleonómico operaría exclusivamente en la biosfera, implicando
una distinción radical entre los seres vivos y el universo inanimado”. Aquí,
Monod incluye el vitalismo metafísico
y el vitalismo cientista.
·
Las teorías animistas, donde
operaría un “principio teleonómico universal,
responsable de la evolución cósmica, así como de la biosfera… los seres vivos
serían los productos más elaborados, más perfectos, de una evolución
universalmente orientada que ha culminado, porque debía hacerlo, en el hombre y en la humanidad.” Monod agrupa
fundamentalmente, en este apartado, al idealismo
de Hegel, a la “fuerza espiritual de
ascendencia evolutiva” de Teilhard de Chardin, y, sobre todo, al materialismo dialéctico de Marx y
Engels.
No pretendo entrar en el análisis pormenorizado
de estas teorías, ni siquiera en si están bien o mal agrupadas por Monod, fundamentalmente
quiero llamar la atención acerca de que la ciencia está siempre acompañada, en
mayor o menor medida, de la manera de ver o de interpretar la realidad, esto es
de ideología, sensu lato: filosófica y religiosa principalmente, en este caso.
Ciencia y filosofía
La ciencia y la filosofía presentan visiones
complementarias del conocimiento de la realidad. En la filosofía clásica, antes
del nacimiento de la ciencia moderna, la mayoría de los filósofos estaban también
implicados en algún campo de la ciencia de su época. Con el surgimiento de la
ciencia moderna y sus métodos, de la mano de René Descartes (1596-1650) y
Galileo Galilei (1564-1642) entre otros, a la filosofía se le plantea el dilema
de su mayor o menor dependencia del poderoso avance del conocimiento
científico, teniendo que elegir entre una filosofía de carácter más científico
o más especulativo. Algunos filósofos parece que quieren preservar a la
filosofía del desarrollo de los conocimientos científicos, intentando evitar la
zozobra de verificaciones y falsaciones a las que están expuestas las hipótesis
científicas. Por su parte, algunos científicos instalados en lo que Thomas S.
Kuhn llama ciencia y cambio normal –en oposición al concepto de cambio revolucionario
de los paradigmas científicos- supuestamente huyen de todo tipo de marco
ideológico que pudiera contaminar la
objetividad de cada investigador cuando aplica un método científico considerado como una receta aséptica y universal
para hacer ciencia.
La ciencia es un producto de la actividad humana que nos permite
adquirir y acumular conocimiento acerca de la realidad. Esta actividad
científica se apoya en el razonamiento lógico, que está en la base de
procedimientos y técnicas experimentales, mediante los cuales obtenemos datos
rigurosos de la realidad; ya que, la realidad material es experimentable porque
ella es regular y experimentadora: contínuo producto de la necesidad y la
contingencia.
La acumulación de conocimiento es dinámica y la validez de dicho
conocimiento varía con el tiempo. Los datos y, sobre todo, la interpretación
teórica de los mismos es cambiante. Cada nuevo marco teórico permite plantear
nuevos problemas y conquistar nuevo conocimiento. El encadenamiento histórico
de preguntas y respuestas, y las nuevas imágenes de la realidad así logradas,
se ha conseguido con la paulatina organización de todo el conocimiento
científico para adquirir nuevo conocimiento.
El cemento que une los datos para construir la interpretación teórica
está hecho de ciencia pero también de filosofía, y los mismos datos se pueden
interpretar de maneras diferentes. Al igual que la ciencia, la filosofía se
apoya en el razonamiento lógico; pero ambas se diferencian en las cuestiones que
plantean y en la forma de abordarlas. La filosofía se plantea el sentido del
mundo: ¿por qué las cosas son? Y la ciencia el modo de ser de la realidad
material: ¿cómo son las cosas? Aunque ciencia y filosofía se plantean
cuestiones complementarias de la realidad, frecuentemente se ignoran.
Particularmente, la ciencia tiene frecuentemente una actitud vergonzante y, en
ocasiones, despectiva respecto a la filosofía, aunque en realidad esté
impregnada de ésta. Así, corrientemente, se suele tachar de filosófica
cualquier teoría alternativa a la ortodoxia de una escuela que detenta el poder
y la verdad de la época, sin admitir
que esa verdad también está
acompañada de filosofía, cuando no de religión más o menos explícita. Más adelante insistiremos en cómo la ideología, sensu lato, de los
científicos influye, en mayor o menor medida, en los planteamientos y en las
interpretaciones de sus investigaciones. Así, existe una relación biunívoca y dinámica
entre conocimiento científico y filosófico, en forma de relación recíproca,
previa y posterior (en el planteamiento y en la interpretación), entre hechos y
teoría.
La palabra teoría presenta algunos problemas y
es, al igual que la palabra filosofía, frecuentemente utilizada como arma
arrojadiza por los detractores de una determinada concepción de la realidad.
Con este argumento, supuestamente científico, los partidarios del diseño inteligente lograron que en los libros de
ciencias, de las escuelas públicas de Dover,
figurara una nota que advertía que “la teoría de la evolución es sólo
una teoría, no un hecho científico”. Como señala Stephen Jay Gould, hay que
tener en cuenta que, en inglés americano, teoría también significa suposición,
conjetura, especulación; y, frecuentemente, es considerada como “dato
imperfecto”, devaluada respecto de los hechos.
E. Schrödinger resumía la importancia de la
teoría en la ciencia con una expresiva frase: “Se trata no tanto de ver lo que
aún nadie ha visto, como de pensar lo que todavía nadie ha pensado sobre
aquello que todos ven”. Esta frase es parecida a otra previa de J. W. von
Goethe: “Todo ha sido ya pensado. El problema es pensarlo de nuevo.”
La frase de Schrödinger marca perfectamente la diferencia entre los hechos -la descripción formal de lo que
cualquiera puede ver- y la teoría –la visión mental, la elaboración conceptual, interpretativa de los
hechos. Pero, aún más, la frase de Schrödinger da un enorme valor a la teoría,
incluso por encima de los hechos. La teoría es la nueva forma de ver, y esta
nueva visión permite al científico conquistar nuevo conocimiento. Copérnico,
Galileo y toda la humanidad, anterior y posterior a ellos, ha visto, objetivamente,
como el Sol sale por el este y se pone por el oeste; pero, desde su nueva
visión (desde su teoría heliocéntrica), sabemos que no es el Sol el que gira
alrededor de la Tierra sino al revés. Este conocimiento fue la atalaya desde la
que la observación del espacio nos ha conducido a nuestra visión actual de un
universo en expansión. A este respecto, cuando Darwin, unos años después de
realizar su viaje alrededor del mundo –donde observó la mayor parte de los
hechos que le llevaron a la idea de la evolución- llegó a elaborar su teoría de
la selección natural, exclamó: “Al fin tengo una teoría desde la que poder
observar”.
Así pues, los hechos pueden mantenerse, de forma terca e invariante, y
existir una o más teorías, coetáneas o no, que los expliquen mejor o peor, y
que permitan nuevas observaciones y experimentaciones que las pongan a prueba,
esto es, las refuten o no. En este caso, tenemos la evolución biológica como hecho
y la selección natural como teoría (junto a otras) para explicar el proceso de
la evolución. Las discrepancias teóricas acerca de la evolución no merman en
absoluto el hecho de su existencia.
En su conocido libro ¿Qué es esa
cosa llamada ciencia? Alan F. Chalmers se plantea: “¿cuál es este método científico que, según se afirma,
conduce a resultados especialmente meritorios o fiables?” La palabra ciencia
vende, y vemos que cualquier actividad, por inverosímil que sea, quiere gozar de
su compañía. Chalmers advierte que “aunque algunos científicos y muchos pseudocientíficos
pregonan su apoyo a este método, a ningún filósofo de la ciencia moderno se le
escaparan por lo menos alguno de sus defectos…, de forma que no hay ningún
método que permita probar…, ni tampoco refutar de un modo concluyente las
teorías científicas.” Aunque Chalmers –como también Kuhn- advierten que,
paradójicamente para los filósofos de la ciencia, buena parte de estos
argumentos “se basan en un análisis detallado de la historia de la ciencia…y
que los episodios que se consideran más característicos de los principales
adelantos, ya sean las innovaciones de Galileo, Newton, Darwin o Einstein, no
se han producido mediante algo similar a los métodos típicamente descritos por
los filósofos.”
Para Chalmers, tanto el análisis lógico filosófico como el histórico
llevan a la conclusión de que el método científico no puede ser tomado como una
receta en la que –haciendo abstracción del conocimiento previo, y otros
intereses, del investigador- se practique el ejercicio inductivo de elevar a
leyes y teorías los hechos adquiridos a través de una observación y
experimentación totalmente objetiva y libre de cualquier juicio previo. Opina
que algún tipo de teoría precede siempre a la observación y que, por tanto, los
enunciados observacionales presuponen la teoría, y, por lo tanto, pueden ser
tan falibles como ésta.
No todos los científicos pueden ser Galileo, Newton, Darwin, Pasteur o
Einstein –por citar a algunos de los más conocidos entre los que cambiaron radicalmente
nuestra forma de pensar- pero tampoco se hace un auténtico científico sólo con
un título universitario, un doctorado o vistiendo una bata blanca. Quizá la
diferencia fundamental está en que los grandes científicos, como los antes
mencionados, no suelen dejar importantes hechos conocidos sin explicar fuera de
sus teorías; o, al menos, no los ignoran. Esa ambición de dar cuenta de todos
los hechos importantes, de explicarlo todo en una teoría lo más amplia posible,
es lo que distingue al genuino científico. Por el contrario, vemos frecuentemente
como muchos científicos, algunos prestigiosos, se dejan buena parte de la
realidad sin explicar, y muchas refutaciones de las teorías que enmarcan sus
investigaciones sin atender. Para ellos, el punto de vista de los “otros” es
sólo teoría o filosofía, mientras que “lo propio” es auténtica ciencia, resultado
de la rigurosa aplicación del denominado método
científico.
Los métodos de la ciencia
Además de lo dicho
anteriormente sobre el método científico,
podemos añadir que la palabra método define un modo ordenado y sistemático, un
procedimiento, para alcanzar un determinado fin. Aunque al hablar de el método científico sólo se habla de
las etapas del camino que hay que
seguir para adquirir conocimientos en el dominio de las ciencias, conviene
subrayar que, por definición epistemológica, el conocimiento científico no
puede tener un fin determinado: este conocimiento es resultado del camino
seguido paso a paso, no su fin. Como los diferentes campos de estudio de las
ciencias son muy variados, no se puede hablar de un único método científico, general para todas las especialidades
científicas, aunque todas compartan determinados aspectos metodológicos –matemáticos,
estadísticos, analíticos, lógicos, etc.- que les proporcionan el rigor
característico del conocimiento científico. Además, es interesante señalar que
la ciencia es un proceso dinámico de acumulación de conocimiento, y que cada
aplicación de el método científico no conduce, por riguroso que sea el seguimiento
ordenado de los pasos prescriptivos, a una verdad objetiva y absoluta. Más bien
podríamos decir –parafraseando a Machado- que el camino de la ciencia se hace
al andar, y al andar en compañía de la comunidad científica, estableciendo
verdades provisionales, y sobre todo operativas, para seguir andando, esto es, estableciendo y
explicando hechos de la realidad.
Ciencia y religión
En la traducción al español del libro de
Charles Darwin La variación de los
animales y las plantas bajo
domesticación, el traductor –Armando García González- realiza una
introducción donde habla ampliamente de la controversia que la teoría evolutiva
darwiniana ha suscitado desde su salida a la luz hasta nuestros días. Allí
analiza que, entre otros importantes frentes, el darwinismo tuvo que afrontar
los ataques de científicos creacionistas radicales –sobre todo de filiación
católica- que, desde el siglo XIX, han puesto en marcha un importante aparato
mediático, editorial, social y político para contrarrestar todo lo posible la
para ellos nefasta influencia de las teorías darwinianas.
Otros científicos creacionistas optaron por
conciliar sus creencias religiosas con la idea de la evolución biológica, defendiendo
la separación de las cuestiones filosóficas y religiosas de los problemas
científicos, sobre todo los relacionados con la evolución biológica. También
desde el lado del evolucionismo hay biólogos que creen en la ausencia de
contradicción entre ciencia y creencia, argumentando que se ocupan de campos
muy diferentes. Entre ellos podemos destacar a Francisco José Ayala, ex fraile
dominico y discípulo del genetista Theodosius Dobzhansky, uno de los padres de
la teoría sintética neodarwinista frecuentemente citado por su célebre
sentencia: Nada tiene sentido en biología
excepto a la luz de la evolución.
Igualmente, el célebre evolucionista y
divulgador científico Stephen Jay Gould también propone -en su libro Ciencia versus religión: un falso conflicto,
Barcelona, Editorial Crítica, 2000- que la evolución y la fe religiosa no son
incompatibles. Encontramos una argumentación similar en la obra del médico y
filósofo Michael Ruse, de la que podemos destacar el libro ¿Puede un darwinista ser cristiano? La relación entre ciencia y
religión, Madrid, Siglo XXI, 2007. En este libro Ruse se muestra muy
crítico con las posiciones extremas: evolucionistas materialistas como Richard
Dawkins pero también con los creacionistas partidarios del diseño inteligente -como
el bioquímico católico Michael Behe- separando de los campos de estudio de la
ciencia el mundo natural del mundo moral, como el altruismo o el egoísmo, que
no están en el ADN. Pero Ruse -en su libro El
misterio de los misterios, Tusquets (2001)- también trata el caso de algún
importante científico evolucionista que practicaba una excesiva conciliación
entre evolución y fe, como el ya citado neodarwinista T. Dobzhansky: “Desde el
principio, Dobzhansky reconoció que se dedicó a la empresa evolucionista con
una misión, en su caso religiosa: la esperanza de demostrar que la evolución
tiene un propósito divino y que el hombre es su producto más perfecto, la
apoteosis de un proceso ascendente y progresivo”. Es fácil imaginarse el
proceso ascendente, paso a paso, por la escalera de caracol que forma la doble
hélice del ADN; pero, naturalmente, todo a la luz de la evolución.
Por otra parte, la postura de la mayoría de los
científicos evolucionistas, incluido el propio Darwin, es que la evolución es
incompatible con la religión, ya que en consonancia con el postulado de
objetividad, ya mencionado, no se pueden aceptar causas sobrenaturales (Dios,
milagros) para explicar los procesos biológicos, incluido el origen del hombre.
Armando García González señala, al respecto, el supuesto dilema entre la
posición religiosa: el hombre es un producto perfecto, creado por Dios a su
imagen y semejanza, que degeneró por el pecado; o, por el contrario, según él,
la posición evolucionista: el hombre es un mono perfeccionado. Aquí yo veo que
se cuela un cierto sesgo teleológico en la posición de algunos evolucionistas –
como, por ejemplo, algunos neolamarckistas, entre otros- en cuanto a la
tendencia a la perfección de la evolución, especialmente la que conduce a la
humanidad y su destino. En el caso de Armando García González rápidamente
corrige este sesgo en la siguiente incompatibilidad entre evolución y religión.
Mientras que para la evolución no existe propósito alguno; la religión plantea
un determinado propósito divino: una vida futura, en el cielo de los católicos
y protestantes, o en la tierra, para otras confesiones.
Como señala García González, el debate es tan
importante que, en 1997, la revista Nature realizó una encuesta entre biólogos,
físicos y matemáticos sobre sus creencias religiosas, resultando que el 40% de
los científicos confesaron tenerlas, aunque también se reflejaba que otros las
ocultaban por estar mal vistas dentro de la comunidad científica.
La principal conclusión a la que llego es que
debemos preservar y ampliar esa magnífica construcción de la humanidad que
llamamos ciencia, vista más desde la grandeza de su desarrollo histórico –en
contaste lucha contra la ignorancia y el oscurantismo- que desde la perspectiva
de la filosofía o la metodología de la ciencia. Goethe en su Fausto ilustra magníficamente la contraposición entre filosofía e historia
de la ciencia, entre teoría y realidad, cuando dice: Gris
querido amigo es toda teoría y verde el árbol aureo de la vida.
Por otra parte, Chalmers opina que: “la función
más importante de mi investigación es combatir lo que podríamos llamar la ideología de la ciencia tal como
funciona en nuestra sociedad. Esta ideología implica el uso del dudoso concepto
de ciencia y el igualmente dudoso concepto de verdad que a menudo va asociado
con él, normalmente en defensa de posturas conservadoras.” Las palabras ciencia o método científico no pueden ser utilizadas para defender intereses
espurios, bien sean económicos, políticos o de cualquier otra índole. Como ya
hemos visto, el científico, como cualquier ser humano, tiene su ideología, e
incluso puede tener sentimiento religioso o no, y esta manera de ver el mundo
condicionará, inevitablemente, sus perspectivas y sus interpretaciones. Hay que
contar con ello. La existencia de una comunidad científica, el desarrollo
colectivo de la ciencia, mitiga la subjetividad. Lo que hay que evitar es la
utilización ideológica de la ciencia por parte de colectivos interesados. Por
el contrario, los científicos, individualmente y en grupo, deben poner en
práctica y exigir el máximo ejercicio de rigor metodológico y de honradez
intelectual. Criticar algunos aspectos, con apariencia de catecismo, del
denominado método científico, no
significa que todo vale o que da igual cualquier fuente de conocimiento. Desde
la perspectiva de la historia de la ciencia, debemos aprender qué es oro y qué
hojalata para el avance del conocimiento científico aplicando rigor y claridad.
Rigor en el uso de metodologías y procedimientos -lógicos, analíticos y
experimentales- bien acreditados a lo largo de la historia de la ciencia. La
utilización rigurosa de estos instrumentos da el máximo de objetividad posible en
la investigación científica. Pero también es preciso que los investigadores
aporten la mayor claridad y honradez intelectual, explicitando y explicando
todos los presupuestos teóricos que enmarcan e interpretan sus investigaciones.
No se puede apelar al rigor y objetividad de el método científico, en una investigación aparentemente aséptica,
y luego colar de rondón ideología
interesada de bajo nivel como supuesto resultado del mismo.
Así pues, es más riguroso hablar de ciencias
que de ciencia, y de métodos que de un único método, universal y aséptico, que
nos conduzca a la verdad. No podemos considerar el método científico como si
fuera un “portero de discoteca” que diga quién puede o no puede pasar al
palacio de la ciencia, siguiendo criterios arbitrarios de filosofía de la
ciencia que no han superado nunca la perspectiva histórica. Según algunos de
esos criterios, K. Popper pone en cuestión la cientificidad de la teoría de la
evolución, entre otras cosas.
En cuanto al concepto de verdad -y recordando
las frases citadas de Goethe y Schrödinger- la descripción física del universo
resultante de las teorías de Aristóteles, Newton o Einstein es muy diferente,
al igual que también era muy diferente su metodología. El análisis histórico de
estas teorías permite reflexionar no sólo del concepto de verdad, sino también acerca
del papel relativo de la filosofía, la experimentación, las matemáticas, etc.
en el conocimiento científico; así como del ejercicio de verificación y
refutación de las teorías científicas. El avance de la ciencia no supone tanto
el añadir nuevos hechos objetivos y
sus explicaciones a conocimientos anteriores perfectamente probados, como el
ampliar la teoría incluyendo los nuevos hechos.
No sólo es difícil alcanzar la total objetividad
en la interpretación de los resultados sino también en el establecimiento de
los hechos. Los hechos, como los enunciados observacionales, tienen una carga
de subjetividad; no en vano, los hechos deben ser enunciados. El postulado de
objetividad sólo atiende a la necesidad epistemológica de evitar cualquier
explicación de la realidad en términos de proyecto sobrenatural finalista
(Dios, milagros, fuerzas vitales), no a otras interpretaciones posibles. Así, el método científico tampoco actúa como
una lupa universal que nos ofreciera una imagen única e inequívoca de la
realidad. Cada científico es una lupa distinta que ofrece imágenes diferentes,
a veces mucho, de la realidad.
Además, como demuestra la aplicabilidad de la
física newtoniana, la experimentación demuestra lo que es aplicable: cómo se
comporta, no necesariamente cómo es la realidad. Así, se puede ser científico
siguiendo todas las etapas del método canónico o participar sólo en algunas de
ellas. Lo importante es alcanzar una interpretación teórica que dé cuenta de
todos los hechos significativos. Si aparecen nuevos hechos que no caben en la
teoría vigente, hay que cambiar o ampliar la teoría. Así, se pueden elaborar
hipótesis y hasta teorías directamente, sin haber realizado experimentos
propios, pero siempre apoyándose en datos experimentales y en hechos bien
establecidos por otros científicos: modelo de la estructura del ADN de Watson y
Crick, hipótesis de Dreyer y Bennet sobre el origen genético de la diversidad
de los anticuerpos, teoría de la relatividad de Einstein, entre otros muchos
casos.
Los grandes científicos son los que han abierto
o siguen abriendo nuevos caminos. Un científico es un explorador, y un
explorador no tiene camino por delante. Parafraseando de nuevo a Machado: no hay camino para el científico, por detrás tiene las estelas del conocimiento logrado hasta
el momento, y, en su avance un mar de
ignorancia.
BIBLIOGRAFÍA
- El azar y la necesidad. Ensayo sobre la filosofía natural de la biología moderna. Jacques Monod (2016). Tusquets Editores.
- Introducción a la filosofía de la ciencia. Marx W. Wartofsky (1976). Alianza Universidad.
- Qué es esa cosa llamada ciencia? Alan F. Chalmers (1989). Siglo XXI.
- La estructura de las revoluciones científicas. Thomas S. Kuhn (1987). Fondo de Cultura Económica.
- ¿Qué son las revoluciones científicas y otros ensayos? Thomas S. Kuhn (1989). Ediciones Paidós.
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