Translate

martes, 7 de enero de 2020

UNA VISIÓN RACIONAL DE LA NATURALEZA: COSMOS FRENTE A CAOS


Una visión racional de la naturaleza: Cosmos frente a Caos

No estamos en el centro de nada ni somos el centro de nada
Cuando la humanidad amanece en la Tierra, los animales más cercanos a nuestra especie, los más emparentados con nosotros, llevan ya mucho tiempo viendo al Sol “levantarse” y “ponerse” cada día. De una manera u otra, la vida, en la Tierra lleva más de 3500 millones de años notando su presencia. No tendrá que pasar mucho tiempo para que, poco a poco, la mirada humana se eleve a querer entenderlo todo; desde nuestra propia existencia y nuestro entorno terrestre y celeste, hasta querer tomar conciencia del universo en su totalidad, quizá no la única conciencia que exista o haya existido en él; y, así, ante la oscuridad luminosa de la noche estrellada, nos preguntamos: ¿quiénes somos? ¿De dónde venimos? ¿Adónde vamos? ¿Estamos solos? ¿Hay alguien ahí?
El pensamiento humano, en sus producciones más objetivas -la filosofía y la ciencia- ha ido elevándose, aunque con los altibajos de nuestros miedos y supersticiones, sobre la terca realidad diaria de ver al Sol salir por levante y desaparecer por poniente. Pero nuestra historia deja patente que aún más terca es nuestra visión egocéntrica de la realidad, que constantemente tiende a desenfocarla con subjetividades y egoísmos. Esta visión ha conducido a que a lo largo de la historia del conocimiento mucha inteligencia se haya puesto al servicio de intereses espurios, oponiéndose abiertamente al avance del pensamiento objetivo.

La filosofía y la ciencia en Jonia. Cosmos frente a Caos
Uno de los momentos más destacados en la historia del conocimiento se produce en la antigua Grecia, concretamente en Jonia, donde la ciencia alcanza su cenit hace más de 2500 años (entre el 600 y el 400 a. de C.), para ir languideciendo, poco a poco, hasta desaparecer violentamente en el año 415 de nuestra era, con el asesinato de Hipatia y la posterior destrucción de la gran Biblioteca de Alejandría; y, con su quema, la pérdida de lo mejor del mundo clásico, y la vuelta a la ignorancia irracional en el mundo de las ideas -en contraste con el conocimiento práctico- característica de la Edad Media.
Quizá el filósofo más representativo de este momento de esplendor de la ciencia griega sea Demócrito de Abdera, que expone un pensamiento muy próximo al de la mejor ciencia actual: “Nada existe, aparte de átomos y el vacío” (planteamiento muy semejante, en su época, a los actuales: ¿de qué está hecho el tejido espacio-tiempo?). “Los átomos constituyen el ser, y poseen movimiento propio y espontáneo en todas las direcciones, y chocan entre sí. El vacío o no ser, separa los átomos, y permite su movimiento”. Demócrito era un filósofo materialista, para él todo se podía entender, objetivamente, como propiedades de la materia en movimiento e interacción: incluso producciones de la mente como la percepción, las sensaciones y el pensamiento. No hay ningún movimiento inteligente, ni finalista; los movimientos de la materia y sus choques son resultado del azar y la necesidad. Demócrito identifica necesidad con causalidad.  
Carl Sagan comenta en el capítulo 7, “El espinazo de la noche”, de su libro Cosmos, que, al parecer, Platón -quien creía que “todas las cosas están llenas de dioses”- propuso quemar todas las obras de Demócrito (y también de Homero), quizás porque Demócrito no aceptaba la existencia de almas inmortales, o porque creía en un número infinito de mundos, algunos habitados. No queda ni una sola obra de los setenta y tres libros que se atribuyen a Demócrito. Como señala Sagan, pasamos del universo ordenado y comprensible de los jonios -al que, por ello, denominaron Cosmos-, al milenio de oscuridad de la Edad Media, donde, al revés de lo que ocurrió con los antiguos filósofos jonios, pasamos del Cosmos al Caos. Así llamaban los primitivos griegos al primer ser; creían que Caos no tenía forma, y le atribuían la creación de un universo de naturaleza impredecible, bajo el dominio de dioses caprichosos. Hace más de 2500 años, en Jonia, el pensamiento racional de sus filósofos los llevó a plantear que se puede conocer el orden interno del universo, la regularidad de sus procesos, la necesidad reglada de sus fenómenos. Así pasaron de un universo caótico a un universo ordenado, predecible y experimentable: el Cosmos.
No podemos saber por qué existe la materia y sus leyes, lo que nos importa es intentar conocerlas, descifrarlas, porque están ahí. Subimos montañas y exploramos selvas y océanos porque están ahí… y somos humanos, somos Cosmos inteligente, Cosmos consciente del Cosmos. 

De la naturaleza como agente de Dios al fisicismo
Como vimos en la entrada anterior, desde el comienzo de la Edad Media hasta finales del siglo XVI la naturaleza volvió a ser caprichosa e impredecible, mero agente de la voluntad divina. No se distinguían bien los seres vivos, ni entre sí ni entre la totalidad de los seres; se contemplaba la realidad como una cadena continua de los seres creados por Dios. El concepto de especie arranca confusamente de esa realidad de la cadena continua de los seres, y, en mayor o menor medida, ha seguido produciendo confusión a lo largo de su desarrollo. Así pues, como recordamos en la entrada anterior, el siglo XVI es un siglo sin leyes de la naturaleza: “no se distingue entre la necesidad de los fenómenos y la contingencia de los sucesos” (Jacob, 2014). También vimos que, en el siglo XVII, se comienza el descubrimiento de las claves, del orden, del código y de las causas de los fenómenos naturales; y, todo esto, se articula mediante leyes. Pero estas leyes sólo llegan a la física, donde se cambia el sistema de signos divinos (por ejemplo, en la astrología) por un sistema de signos matemáticos. Tardarán más la química y sobre todo la biología; donde la gran cantidad de sucesos contingentes e históricos hace que sea una ciencia difícil de matematizar.
En este estado de cosas, ya vimos que, durante el siglo XVII, el estudio de los seres vivos sólo pudo disfrutar del desarrollo inicial de las ciencias físicas en el ámbito del análisis de los objetos. A ello se aplicó el rigor científico que proporcionaban los instrumentos, las técnicas y los métodos adquiridos por la naciente física, pero echando de menos un desarrollo de las ideas filosóficas adecuadas para interpretar la complejidad de los seres vivos y sus procesos. La carencia de genuino pensamiento biológico propició que surgieran corrientes vitalistas enfrentadas al reduccionismo de las explicaciones fisicistas sobre los seres vivos, centrado exclusivamente en el análisis mecánico de las partes, y no del ser vivo en su totalidad.

Linneo y la clasificación de los seres vivos por comparación de sus partes visibles. La estructura es prioritaria a la función
Paradójicamente el conocimiento de las partes aisladas de los seres vivos, adquirido con el rigor metodológico de la física, fue muy útil para que naturalistas, como Linneo, pudieran describir y clasificar los seres vivos mediante la comparación de sus partes visibles. Recordemos que, buscando lo esencial de los seres vivos, Linneo lo encontró en “la generación ininterrumpida de las especies”; esto es, en sus relaciones de parentesco por filiación: en los seres que mantienen una continuidad estructural generación tras generación. Pero, como ya hemos dicho, aunque en la tarea de analizar, comparar y clasificar se incorpore el rigor metodológico de la física, la idea de generación sigue anclada en la lógica de la creación: la generación es la forma de garantizar la fijeza e inmutabilidad de las especies, que ocupan -desde su creación- su lugar en la cadena continua de los seres. En este sentido, para Linneo “contamos con tantas especies como formas creadas hubo en el principio”. Así pues, en aquel momento, las estructuras de los seres vivos -y su continuidad gradual y fijista- obedecen a un plan de actuación divino; y las funciones de los seres vivos deben explicarse por estas estructuras creadas.

El organismo definido por sus funciones vitales marca un orden interno coherente. La función es prioritaria a la estructura
Pero a finales del siglo XVIII la anatomía amplía sus objetivos: pasa de la descripción aislada de cada órgano a buscar la correlación funcional de los mismos; e igualmente a comparar los órganos de un animal determinado, o a comparar el mismo órgano en diferentes especies animales. Se establece, así, la anatomía comparada, y, con la comparación de las funciones semejantes, el carácter pasa de ser un elemento aislado a integrarse en un conjunto.
Debemos tener en cuenta que entre la física y la -aún inexistente- biología está la química; y habrá que esperar hasta el nacimiento de esta última como ciencia, para poder abordar las preguntas tipo “cómo” acerca de las funciones vitales. En la entrada anterior vimos cómo el nacimiento de la química proporciona una explicación científica a la unión preferente de unas sustancias con otras, según sus afinidades relativas; y que estas propiedades características de las sustancias sirven para su ordenamiento y clasificación. Lavoisier utiliza un método similar al de Linneo para clasificar las sustancias químicas, en este caso por la forma de reaccionar las de cada grupo de características similares con las de los demás grupos. En la naciente química se abordan las preguntas de tipo “qué” respondiendo al “cómo”. Así, en el siglo XVIII las preguntas del tipo “cómo” en biología se orientan, por los avances de los métodos y los conceptos de la química, hacia el estudio de la respiración y de la digestión. La posibilidad, que facilita la química, de un enfoque funcional de los seres vivos permite vislumbrar al ser vivo como un todo integrado de órganos, aparatos y sistemas, relacionados por las funciones vitales. Pasamos, así, de ver al ser vivo como una máquina a contemplarlo como un organismo. Esta visión orgánica funcional va a permitir pasar de la visión fijista y ahistórica de la idea de generación -coherente con la idea de continuidad estructural, por determinación divina, que caracterizaba a las especies- al concepto de reproducción, como función vital, y a la idea de filiación evolutiva de las especies que experimentan cambios. Esta panorámica del organismo definido por sus funciones vitales pone de manifiesto un orden escondido en su interior. Pasamos, así, del análisis estructural de las partes visibles -donde el ser vivo aparecía como una máquina- a explicar las correlaciones funcionales entre los órganos internos en constante evolución coherente. En este nuevo enfoque, la función es prioritaria a la estructura: el ser vivo surge como unidad funcional organizada, y la evolución de sus órganos se produce siempre de forma coherente bajo la coherencia funcional del organismo. Actualmente sabemos que la organización de los seres vivos resulta de las interacciones materiales necesarias en determinados rincones del universo con condiciones fisicoquímicas adecuadas. Los organismos vivos resultan de las mismas interacciones materiales y de las mismas leyes de la naturaleza que dan orden y coherencia al Cosmos.

El abordaje funcional de los seres vivos en Buffon
Ya en el siglo XVIII, uno de los principales autores que se plantea el abordaje funcional es Georges Louis Leclerc, conde de Buffon (1707-1788). Buffon tiene bien presente las teorías físicas y químicas de Newton acerca de la atracción y la afinidad, respectivamente. Así, estas fuerzas son el resultado de interacciones invisibles entre las partículas o corpúsculos que componen la materia; y sobre ellas descansan las propiedades de los seres materiales, sea cual sea su naturaleza. La existencia de estas partículas era una exigencia lógica, que ya tenía Demócrito en su teoría atomista: “átomos y vacío”. En el siglo XVIII, los corpúsculos que forman los seres vivos se denominan de diferentes maneras: algunos se refieren a ellas como partículas vivientes, Buffon las llama moléculas orgánicas; pero para todos ellos, la situación relativa de estos corpúsculos determina la forma (o estructura) de los seres vivos, y sus propiedades. Buffon pretende explicar las propiedades de los seres vivos apoyándose en las leyes de la moderna física newtoniana; así, los seres vivos pueden exhibir una gran diversidad mediante la combinación de las partículas vivientes.
Esta enorme diversidad lleva a afirmar a Buffon: “en la naturaleza no existen más que individuos, y los géneros, los órdenes, y las clases sólo existen en nuestra imaginación”; es decir, la unicidad -el carácter único de cada individuo- nos llevaría a establecer tantos taxones como individuos. Pero, para poder operar en la investigación científica, no podemos llevar la realidad de la diversidad a estos extremos. Hay que deslindar la continuidad infinita de formas para avanzar, hay que delimitar, hay que agrupar lo semejante para hacer posible la ciencia. Se trata de encontrar un equilibrio entre el concepto de especie de Linneo, cerrado y creacionista; y el totalmente abierto de Buffon. No obstante, Buffon destaca un grave problema para la ciencia, en general, y para las clasificaciones en particular: “Este es el punto más delicado de la historia de las ciencias: saber distinguir bien lo que hay de real en un sujeto de lo que nosotros introducimos de arbitrario al considerarlo”.
Como anunciamos más arriba, con la llegada de la anatomía comparada y con la perspectiva funcional, cada carácter pasa de ser un elemento aislado a integrarse, de forma coherente, en el conjunto del organismo. Esta nueva visión de conjunto cambia de forma notable la orientación del estudio de los seres vivos, y abre el camino a la concepción de la evolución biológica en autores como Buffon y Lamarck. Para señalar bien la importancia de esta perspectiva evolucionista vamos a saltar un momento, en este camino y desde este punto de partida, hasta Darwin y la formulación de su teoría de la evolución por selección natural. Como es bien sabido, Darwin se inspiró, entre otros hechos, en sus observaciones y experiencias acerca de la práctica de criadores de razas domésticas; y, de estos hechos le llama especialmente la atención que, en la selección artificial, el criador no se fije, de forma exclusiva y aislada, en el carácter que quiere seleccionar, sino que seleccione una constelación de variaciones, no una o unas pocas muy evidentes: “Por lo general los criadores hablan de la organización de un animal como algo plástico, que se puede modelar a voluntad…Si la selección consistiera meramente en separar una variedad muy típica, y hacer cría de ella, el principio sería tan evidente como apenas digno de mención; pero su importancia reside en el gran efecto producido por la acumulación en una dirección, durante generaciones sucesivas, de diferencias absolutamente inapreciables para el ojo no experto”. Darwin subraya la importancia de la selección mantenida en el tiempo que actúa sobre la organización de un animal (que integra un conjunto de caracteres) y que lo modela como algo plástico. En la selección artificial el medio moldeador y selector es el criador, en la selección natural el medio moldeador y selector lo constituye la propia naturaleza en evolución conjunta y coherente (ver la entrada del 4 de diciembre de 2018 de este blog).

La perspectiva funcional en Lamarck. La importancia del medio para los seres vivos
Pero volviendo de nuevo a finales del siglo XVIII, la idea de que los caracteres no pueden tomarse de forma independiente sino en su correlación funcional en los órganos que integran el organismo, está también en Lamarck: “Las relaciones son siempre incompletas cuando sólo tienen en cuenta un aspecto aislado, es decir, cuando están determinadas sólo por la consideración de una parte tomada separadamente”. En el siglo XVI y parte del XVII, desde la perspectiva creacionista, el determinismo sobre las partes y los caracteres aislados procedía del designio divino; veremos como a partir del siglo XX se instala un nuevo tipo de determinismo, el determinismo genético, que también propende a una visión parcial y aislada de los caracteres del organismo. Pero, desde la perspectiva funcional de la época, Lamarck aborda la clasificación de las plantas mediante la subordinación de los caracteres por la importancia de su función, como, por ejemplo, la reproducción: “se debe prestar una atención especial a las partes de la fructificación, es decir, el fruto, la flor, y sus dependencias…en la preeminencia que se otorga de manera natural a los órganos que encierran las promesas de la generación futura y con los que se relaciona, como con su centro, el mecanismo subalterno de las otras partes que sólo parecen existir en función de los mismos”. Lamarck establece, así, una jerarquía funcional de las estructuras, que aplica a la clasificación, distinguiendo entre la organización interior de un animal -que responde al sistema integrado de relaciones funcionales- y su forma exterior: “en los animales, la determinación de las principales relaciones se efectuará siempre según la organización interior”.
En esta época emerge el concepto de organismo como integración funcional de órganos, en oposición al análisis de las partes por separado; y, esta concepción funcional lleva a establecer una relación permanente en el tiempo entre el organismo y su medio ambiente. No sólo las partes de un ser vivo no están separadas en su funcionamiento, sino que los organismos tampoco están aislados de la naturaleza que les rodea; hay una continua interacción entre cada organismo y su medio. Estos conceptos llevan a distinguir, en la antigua cadena continua de los seres, entre seres orgánicos –formados por órganos integrados alrededor de las funciones vitales, y que crecen internamente por intususcepción- e inorgánicos, que crecen por yuxtaposición o acreción de las sustancias que los forman. Se separan, al fin, los seres vivos de los seres inertes, y nace la biología como ciencia de la mano de Lamarck y otros naturalistas. Esto lleva a Lamarck a plantearse el problema del surgimiento de los seres vivos y el de su relación de adaptación, a lo largo del tiempo, con sus respectivos medios. Para Lamarck, los seres vivos actuales pueden haber surgido en tiempos distintos; y, aunque él no se cuestiona la continuidad gradual de sus formas, piensa que se pueden transformar unas en otras mediante cambios graduales. Así, Lamarck propone una teoría transformista o evolucionista -según se evalúe- que sustituya a la idea de creación divina única. El denominar la teoría de Lamarck como evolucionista o transformista no tiene mayor alcance -Darwin no enunció su teoría como evolucionista-, pero sí lo tiene el subrayar las principales características de su pensamiento, y sus diferencias con posteriores teorías evolucionistas. Lamarck creía que la continuidad gradual de los seres vivos se producía mediante una serie de transformaciones en dos dimensiones: la espacial -de adaptación al medio cambiante- y la temporal -resultado de la tendencia continua de la naturaleza a la perfección. Lamarck fue, por lo tanto, el pionero en proponer dos importantes características del ser vivo: la capacidad para generar diversidad y para adaptarse a los cambios en su medio natural. En la concepción de Lamarck, -para conciliar la coexistencia de formas sencillas unicelulares junto con seres más complejos, dentro de su idea de una tendencia continua al progreso y la perfección- los seres vivos más primitivos surgirían, continuamente, mediante generación espontánea, y evolucionarían -en el tiempo- mediante un impulso interno de cambio hacia una mayor perfección. Como resultado imperfecto de esta tendencia progresiva, se producirían desviaciones adaptativas laterales -en el espacio- frente a los cambios del entorno.
Como recoge Gould (2004), la idea de herencia de Lamarck se fundamenta principalmente en dos postulados relacionados con la interacción adaptativa entre el ser vivo y su medio:
·       Uso y desuso
·       Herencia de los caracteres adquiridos
Aunque la teoría de la herencia resumida en el segundo principio se inspira en la cultura popular de su época, la revolución de Lamarck, una de las grandes intuiciones transformadoras en la historia del pensamiento humano, reside en el principio del uso y desuso, que traduce este modo de herencia en una teoría de la evolución: la inducción del cambio corporal por alteraciones previas del comportamiento. Lamarck reconoció claramente el papel central de este postulado, porque siempre citó esta secuencia causal contraintuitiva (del entorno alterado al cambio de hábitos y a la modificación corporal) como el eje de su sistema entero. En la Philosophie zoologique vuelve a enunciar este principio igual que en las Recherches de 1802: No son los órganos, es decir, la naturaleza y forma de las partes del cuerpo del animal, lo que ha dado lugar a sus hábitos y facultades especiales, sino que son, por el contrario, sus hábitos, su modo de vida y su entorno lo que ha controlado en el curso del tiempo la forma de su cuerpo, el número y estado de sus órganos y, finalmente, las facultades que posee”.
Lamarck establece, así, una relación de causa efecto, una prioridad de la función sobre la estructura, y subraya la importancia del medio sobre el ser vivo: “…la naturaleza nos muestra en innumerables ejemplos el poder del entorno sobre el hábito y el del hábito sobre la forma, disposición y proporciones de las partes de los animales”. “Con independencia de lo que pueda hacer el entorno, no obra ninguna modificación directa en la forma y organización de los animales. Grandes alteraciones del entorno de un animal conducen a grandes alteraciones de sus necesidades, y estas alteraciones conducen necesariamente a otras alteraciones de sus actividades. Entonces, si las nuevas necesidades se hacen permanentes, los animales adoptan nuevos hábitos que duran tanto como las necesidades que los evocaron”.
Gould piensa que muchas de estas ideas de Lamarck no son tan distintas de algunas ideas de Darwin: “Este primer conjunto de ideas lamarckianas no sólo no tienen nada que pueda haber ofendido a Darwin, sino que varios de sus puntos expresan el más profundo espíritu funcionalista y adaptacionista de la visión darwiniana de la vida. Pero dos puntos clave…, adelantan y presagian dos de las seis ideas más importantes de Darwin: la uniformidad del cambio medioambiental y el primer principio funcionalista de que el cambio de hábitos abre paso a la forma alterada. Está claro que los mecanismos del cambio difieren (para Darwin, los hábitos alterados establecen nuevas presiones selectivas; para Lamarck, inducen modificaciones heredables de manera más directa), pero ambos pensadores comparten un mismo compromiso funcionalista”.
Hemos visto cómo desde el siglo XVI al XIX se produce un enorme cambio tanto en el análisis de los objetos como en el desarrollo de las ideas que interpreten los hechos en los que aparezcan implicados; y, con frecuencia, ambos avances no se producían a la vez. Así, para pasar de la idea de generación a la de evolución ha sido fundamental la intervención de Linneo, y su concepción filiativa de las especies, pero todavía más la concepción funcional y organicista de los seres vivos -que procede de su análisis físico y, sobre todo químico, delimitando la separación entre lo orgánico y lo inorgánico- de la mano de científicos tan diversos como Buffon, Lamarck y Cuvier, entre otros.

La perspectiva funcional en Cuvier. Armonía funcional y discontinuidad estructural
Frecuentemente se simplifica y ridiculiza la aportación de muchos autores al desarrollo de la ciencia, como hemos visto con Lamarck, pero también ocurre lo mismo con su poderoso enemigo Cuvier -considerado como el malvado que le hizo la vida imposible-, al que, además, se le encasilla como creacionista y catastrofista. Sus enormes conocimientos en anatomía comparada y en paleontología le llevaron a refutar la idea medieval de la cadena continua de los seres. A diferencia de Lamarck, Cuvier ataca la idea de continuidad de los seres y la de su continua generación espontánea. Él ve saltos insalvables entre los organismos vivos y en el registro fósil, y -aunque no se plantea la transformación de unos en otros, como sí lo hace Lamarck- los explica mediante una sucesión de extinciones catastróficas, seguidas por nuevas creaciones (no divinas sino biológicas), que conducirían a los grandes tipos biológicos actuales que exhiben discontinuidades insalvables entre ellos. Cuvier introduce, así, en la biología las ideas de contingencia en los sucesos y de discontinuidad en la cadena de los seres, esenciales para los posteriores planteamientos evolucionistas de Darwin.
Pero tanto o más importante es la perspectiva funcional en Cuvier que sitúa la función delante de la estructura: “En la dependencia mutua de las funciones, en el auxilio que se prestan recíprocamente, se fundan las leyes que determinan las relaciones entre los órganos… en el estado de vida los órganos no están simplemente juntos, sino que se influyen mutuamente y todos concurren en un objetivo común… No existe función alguna que no precise de la ayuda y el concurso de casi todas las otras”. Así, para Cuvier, el organismo animal es una unidad de funciones integradas con una enorme posibilidad de diversidad estructural, fundamentalmente en la parte más externa. Se abre un mundo de semejanzas funcionales y de diferencias estructurales: alas, patas y aletas para el movimiento; escamas, pelos o plumas para la protección; branquias o pulmones para respirar; etc. Pero esa diversidad estructural no confunde a Cuvier; aunque a primera vista pueda parecer caprichosa, no lo es -no se ajusta a las interpretaciones de designio divino, que en el siglo XVI se daban a las formas visibles-, para él los órganos no están meramente agrupados, sino que integran funcionalmente el organismo; y esta nueva forma de ver transforma la anatomía comparada, ya no se comparan los órganos aislados entre sí, sino integrados en la unidad funcional del organismo. Según Cuvier, la anatomía comparada permite descifrar: “las leyes de la organización de los animales y las modificaciones que dicha organización experimenta en las distintas especies”. En la palabra modificaciones, referida a las distintas especies, podríamos ver cómo asoma en Cuvier una cierta inquietud transformista, pero que él canalizó exclusivamente en sus trabajos paleontológicos y de anatomía comparada. En cualquier caso, esa búsqueda de armonía funcional en la diversidad estructural está también muy presente, como veremos, en las teorías de Darwin. Pero, volviendo a Cuvier, él sigue su pesquisa de encontrar esa armonía en las relaciones entre los órganos que coexisten en un organismo, comparándola con la armonía funcional entre los órganos de otro organismo. De este modo, la anatomía comparada pone cierto orden en la, en principio desconcertante, diversidad estructural de la vida; y esa armonía entre órganos hace que con uno o unos pocos huesos los paleontólogos sean capaces de reconstruir el esqueleto, y de imaginar cómo sería el organismo entero. Todo esto impone, a los anatomistas comparados, la existencia de una jerarquía funcional que tiene un correlato estructural; así, para Cuvier: “Las partes, propiedades o rasgos conformacionales que tienen el mayor número de relaciones de incompatibilidad o de coexistencia, es decir, que ejercen sobre el conjunto del ser la influencia más marcada, son los caracteres importantes o dominantes. Los demás son los caracteres subordinados”. Y esta prioridad de la función sobre la estructura se aplica también como criterio clasificatorio; ya no puede combinarse, potencialmente, toda la variedad estructural conocida, sólo puede hacerlo aquella que es acorde con la necesaria armonía funcional.  Así, para Cuvier: “Las diferentes partes de cada ser deben coordinarse para hacer posible el ser total, no sólo en sí mismo, sino en sus relaciones con su entorno”.  En las relaciones con su entorno, el ser vivo se encuentra con unas determinadas “condiciones de existencia”. Aunque es Cuvier el que rompe con la cadena continua de los seres, debemos recordar que era una continuidad estructural; pero, en las “condiciones de existencia del entorno” y en sus “relaciones” con él, los seres vivos presentan una continuidad funcional. Así pues, para Cuvier existe una discontinuidad estructural debida a la contingencia, agrupada en cuatro planes o tipos básicos, y una continuidad funcional debida a las condiciones de existencia en el entorno.  La armonía funcional hace que la diversidad estructural esté en consonancia con la función que cada ser vivo realiza en su medio (lo que actualmente denominamos su nicho ecológico), en un herbívoro todas sus estructuras son acordes: dientes de herbívoro, estómago de herbívoro, pezuñas de herbívoro, etc.
Sólo las necesidades funcionales básicas dan continuidad a la vida, y no la infinitud de pequeñas diferencias graduales -en los caracteres estructurales- que contemplaba la idea de la cadena continua de los seres. Es difícil no comentar, aunque sea de pasada, el paralelismo que existe entre esta concepción medieval de la naturaleza y la actual de pequeños cambios genéticos graduales que mejoren, de forma inconexa, las estructuras vivas. La armonía funcional en la diversidad estructural se escapa a los planteamientos del programa genético, tanto en el dogma central de la biología molecular como en la nueva síntesis neodarwinista. En estos planteamientos desaparece el organismo y reaparece el análisis reduccionista e incoherente de las partes; llegando hasta el análisis de las frecuencias alélicas en alelos que, frecuentemente, sólo son cambios en las secuencias del ADN sin cambio fenotípico alguno.
Son las funciones vitales básicas -de nutrición, relación y reproducción- las que, desde la formulación de la teoría celular a mediados del siglo XIX, definen la unidad de vida. En la época de Cuvier no se tenía esta formulación tan precisa de la célula, pero si se tenían presente las funciones vitales, y sus subfunciones, en la anatomía y fisiología: alrededor de las funciones vitales, la unidad siempre presente del organismo ha ido organizando su soma en órganos, sistemas y aparatos, en función de su relación con las condiciones de existencia del entorno. Cuvier hace una jerarquía entre los órganos más o menos esenciales, y sitúa a los primeros en el interior de la estructura viva y a los segundos en el exterior: “Cuando se llega a la superficie, lugar escogido por la naturaleza de las cosas para situar precisamente allí las partes menos esenciales y cuya lesión entraña menos peligro, el número de variedades llega a ser tan grande que todos los trabajos de todos los naturalistas juntos aún no han conseguido darnos una idea”. Este enfoque me parece muy profundo, en claro contraste con el Cuvier meramente catastrofista y creacionista que nos suelen presentar. En primer lugar, la distinción entre un núcleo interno esencial, y una periferia variable está profundamente arraigada a la estructura de los principales niveles de organización de la materia: los átomos; las proteínas, como nivel biológico supramolecular; las células; y los individuos pluricelulares. Los átomos presentan un núcleo que caracteriza el elemento correspondiente en la tabla periódica. Las proteínas también presentan un núcleo hidrofóbico ordenado (core) que permite el empaquetamiento esencial del tipo de proteína, y una periferia hidrofílica que permite una variabilidad de interacciones -más o menos específicas, y con distintos grados de afinidad- en función de su plasticidad conformacional ante diferentes ligandos. Las células también se caracterizan por un núcleo portador de la información genética y epigenética esencial del tipo celular, y una periferia definida por una membrana portadora de receptores proteicos específicos de cada célula, y que interaccionan con el medio celular. En lo referente a los individuos pluricelulares me remito a lo expuesto por Cuvier; quizá tan sólo añadir que el cerebro también presenta una estructura similar, donde en el núcleo está lo esencial automatizado, y en la periferia, en vanguardia, lo nuevo en acción directa con el medio exterior.
En general, podríamos concluir que, al menos en la evolución biológica, el interior responde a lo seleccionado hace tiempo, a lo ya fijado, a lo que -en términos de Monod- se puede denominar necesidad teleonómica o, en términos más generales, necesidad fisiológica; mientras que la variabilidad exterior responde al juego entre la contingencia del entorno y la inmediata necesidad imperativa (ver entrada del 3 de abril de 2018: El azar, la necesidad y la contingencia). Estas reflexiones ponen algo de luz a la paradoja -frecuentemente planteada por distintos autores, como, por ejemplo, E. Mayr- entre una filosofía esencialista, más propia de la física, y una variacionista, más propia de la biología.

La perspectiva funcional en Darwin. La contingencia del medio ambiente en la ontogenia y en la filogenia
Por su parte, en la embriología, los descubrimientos de Von Baer están en línea con los de Cuvier respecto a la discontinuidad entre los grupos de seres vivos; observa cuatro tipos de desarrollo embrionario que son los mismos que Cuvier identifica en sus estudios de anatomía comparada. Pero, además, también distingue entre interno y externo en el espacio, y entre próximo y lejano en el tiempo: “Los rasgos más generales de un grupo aparecen en el embrión antes que los rasgos más especiales. Las estructuras menos generales nacen de las más generales, hasta que finalmente aparecen las más especiales”. Estas conclusiones de Von Baer las llevaría más tarde E. Haeckel al campo de la evolución en su expresiva ley biogenética: “la ontogenia recapitula la filogenia”.
Así, en la evolución animal, la estructura interna respondería a la adaptación a los cambios del entorno en el pasado, definidora de los grandes tipos esenciales; mientras que la estructura más superficial responde a la interacción contingente más reciente entre el organismo y su medio, generadora de una explosión de diversidad adaptativa. El juego entre presente y pasado, entre lo actual y la historia, entre ontogenia y filogenia, es también el juego -en interacción incesante- entre las estructuras internas y externas. Por tanto, es cada ontogenia particular la que, durante la existencia del ser vivo, va tejiendo la tela de araña de la filogenia; pero cada nueva ontogenia, cual araña, recorre, desde su inicio, la red tejida por sus ancestros en la filogenia. Las nuevas tendencias, mantenidas a lo largo de ontogenias sucesivas, van tejiendo la reciente filogenia. Ontogenia y filogenia se entrelazan, y la nueva necesidad imperativa se confunde con la teleonómica alterada.
La teoría de la evolución por selección natural de Darwin se apoyó, de forma más o menos consciente, en el desarrollo previo de algunas ideas, como la definición funcional del concepto de especie (especies deslindadas de la medieval cadena continua de los seres) y la unidad, en continuo cambio contingente, de las interacciones entre el ser vivo (definido por su función y estructura) y su medio natural. Los seres vivos mantienen un equilibrio dinámico y armónico con sus medios cambiantes, pero de forma contingente, sin propósito alguno. El concepto de medio tiene varios significados según distintos autores; así, puede significar, de manera más vaga, sólo el entorno; el ambiente fisicoquímico; el medio ambiente, considerando los factores abióticos y bióticos; o, el medio, de una manera más específica (de especie), como el conjunto de seres vivos que son significativos para los individuos de una determinada especie, esto es, que mantienen con ellos relaciones intra e interespecíficas significativas para su comportamiento, función y estructura; como, por ejemplo, el modelamiento mutuo que ejercen entre sí gacelas y guepardos, como presa y depredador. En este concepto de medio se modifican mutuamente todos los seres vivos que se relacionan significativamente.
Sensu lato, la unidad, en permanente cambio, constituida por las interacciones entre un ser vivo y su medio, origina continuamente información: tanto biológica como no biológica, o ambiental. El continuo equilibrio dinámico entre seres vivos y sus medios produce una sucesión de estados informativos definidos por los cambios en la función y la estructura de los seres vivos (su evolución), y en la estructura de los ecosistemas que integran la biosfera. Con el estado del conocimiento en su época, Darwin se asoma a esta forma actual de contemplar la naturaleza.
Anteriormente habíamos comentado que la búsqueda de armonía funcional en la diversidad estructural está también muy presente en las teorías de Darwin. En el título de su libro principal, El origen de las especies por medio de la selección natural, o la preservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida, Darwin ya hace referencia a las diferencias, a la variabilidad dentro de la constancia entre las especies, y al papel selector de dicha variabilidad por el medio natural. En aquel momento, como ya hemos visto, además del cambio en el concepto funcional de especie, y de la influencia del medio en la función y estructura del ser vivo; la medieval idea de generación divina había sido sustituida por la funcional de reproducción. La idea de reproducción exigía algún tipo de información que pasara mediante células -sexuales o no- de una generación a la siguiente, es decir, algún tipo de herencia. Así, la teoría de Darwin nacía, al igual que la de Lamarck, con dos dimensiones de cambio: una en el espacio, de adaptación al medio; y otra en el tiempo, de formación de nuevas especies por reproducción diferencial de las más aptas. Algunas de las grandes diferencias con Lamarck no tienen que ver con la idea de herencia de los caracteres adquiridos -que, con matices, estaba en la teoría de la pangénesis de Darwin-, sino, fundamentalmente, en la orientación teleológica de Lamarck de tendencia a la perfección frente a la absoluta falta de dirección y propósito en la evolución temporal dentro de la teoría darwiniana. Además, Lamarck se apoyaba en la constante generación espontánea de formas inferiores que se irían transformando, en esa escala de progreso, rellenando así los huecos dejados en la cadena continua de los seres.
Así, en Darwin, el cambio en las especies producido a lo largo del tiempo no busca ningún progreso, ni es el resultado de ningún programa de desarrollo, como ocurre en la ontogenia; de acuerdo con Haeckel, la ontogenia recapitula la filogenia, pero la filogenia es impredecible -no hay camino, sólo las estelas de lo ya navegado- y está al albur de la contingencia medioambiental. De hecho, Darwin no utilizó el término evolución en su Origen de las especies, sino la idea de “herencia con modificación”. Aunque actualmente el término evolución -fundamentalmente si es evolución darwiniana- tiene el significado que acabamos de ver, etimológicamente -y sobre todo en aquella época- tenía el significado de despliegue o desarrollo (del latín evolvere), más propio del desarrollo embrionario, finalista y progresivo. Así, antes de que Haeckel enunciara la ley biogenética, el embriólogo Von Baer ya tenía un barrunto de la relación en el espacio y en el tiempo de la evolución propia del desarrollo embrionario (o de la ontogenia), pero no estaba de acuerdo con la teoría de la evolución filogenética de Darwin, donde bajo el término evolución se teje una compleja red de relaciones medioambientales, de forma contingente, sin dirección ni propósito alguno. Tanto Von Baer con la embriología, como Cuvier con la anatomía comparada y la paleontología, ponen los cimientos para la construcción de la teoría darwiniana. Al igual que Cuvier, Von Baer distingue, en el desarrollo embrionario, entre órganos más internos -los más importantes, los que aparecen en primer lugar y definen a cada uno de los cuatro grandes grupos- y órganos más superficiales -más variables, tardíos y definidores de los subgrupos y pequeñas ramificaciones de los grandes grupos-; desarrollo donde todas las especies de un grupo tienen en común el despliegue espaciotemporal de los órganos internos, pero con un mayor tiempo de desarrollo para las más complejas, en el despliegue espacial de sus peculiaridades externas.

La tentación teleológica en la biología molecular
Hemos visto cómo surge la biología como ciencia con la idea de organización funcional, porque saca y diferencia a los seres vivos de la cadena continua de los seres; separando, así, a los seres vivos u orgánicos de los seres inorgánicos, y planteando nuevas cuestiones: ¿qué es la vida? ¿Cómo surgieron los primeros seres vivos? A diferencia de la concepción mecanicista del siglo XVII -que contemplaba a las partes de un animal como las piezas de una máquina, diseñadas para cumplir un propósito- la nueva perspectiva funcional plantea que el organismo surge de la integración orgánica y autorregulada de funciones previas, que evolucionan sin perseguir finalidad alguna; y estas características no las cumple ningún mecanismo, por complejo que sea. Pero, la tentación teleológica acecha continuamente a cada nuevo paso en el análisis de los objetos. En un artículo anterior de este blog -El azar, la necesidad y la contingencia, del 3 de abril de 2018-, se desarrolla este tema, y mencionábamos como Jacques Monod proponía, respecto a los seres vivos y sus procesos, el término teleonomía para definir una tendencia con aparente proyecto o propósito, pero sin causa final como, por ejemplo, la evolución o el desarrollo embrionario. Por su parte, para François Jacob (2014) -el biólogo molecular que compartió Premio Nobel con Monod- la idea de organización exige una finalidad en la medida en que no es posible disociar la estructura de su significación. Para él -en una singular concepción estructural de los niveles de organización-, “no existe una organización de lo vivo, sino una serie de organizaciones encajadas unas dentro de otras, como las muñecas rusas… Más allá de cada estructura asequible al análisis termina por surgir una nueva estructura de orden superior, que integra la primera y le confiere sus propiedades”. Jacob resume este enfoque estructural de la historia de la biología en su libro La lógica de lo viviente: “A cada nivel de organización, puesto en evidencia de este modo, responde una nueva manera de concebir la formación de los seres vivos…, a principios del siglo XVII, la disposición de las superficies visibles, lo que puede llamarse estructura de orden uno; después, a finales del siglo XVIII, la “organización”, la estructura de orden dos que engloba órganos y funciones y termina por resolverse en células; a continuación, a comienzos del siglo XX, los cromosomas y los genes, la estructura de orden tres oculta en el corazón de la célula; finalmente, la molécula de ácido nucleico, la estructura de orden cuatro sobre la que hoy descansa la conformación de todo organismo, sus propiedades, su permanencia a través de las generaciones. El análisis de los seres vivos viene a converger sucesivamente sobre cada una de estas organizaciones. Lo que se ha querido describir aquí son las condiciones que desde el siglo XVI han permitido la aparición sucesiva de estas estructuras. Es la forma en que la generación, creación renovada que necesita siempre de la intervención de alguna fuerza externa, se ha transformado en reproducción, propiedad interna de todo sistema vivo. Es el acceso a estos objetos, cada vez más ocultos, que constituyen las células, los genes, las moléculas de ácido nucleico”.
Este enfoque estructural de los niveles de organización cae en el reduccionismo y en el neovitalismo del denominado programa genético, que -aunque de una manera menos burda de lo que ocurría con la idea de generación- deja la puerta entreabierta a la intervención de algún tipo de voluntad externa extramaterial en la idea del determinismo informativo de las secuencias del ADN. Así, para Jacob: “…es la meta de la reproducción la que justifica tanto la estructura de los sistemas vivos como su historia. Es por fines precisos por lo que una molécula de hemoglobina cambia de conformación según la tensión de oxígeno, por lo que una célula suprarrenal produce cortisona, … por lo que un pájaro macho se pavonea delante de la hembra. En todos los casos, se trata de una propiedad que confiere al organismo una ventaja en la competencia por dejar más descendencia… es la reproducción la que funciona como principal operador del mundo viviente. Por una parte, es el propósito de todo organismo. Por otra, orienta la historia sin propósito de los organismos. Hace ya mucho tiempo que el biólogo se encuentra frente a la teleología como ante una mujer de la que no puede prescindir, pero en cuya compañía no quiere ser visto en público. El concepto de programa otorga ahora estatuto legal a esta relación oculta”.
Quizá no estemos en el mejor momento para sacar a la luz esta frase, algo machiniana (de Antonio Machín), de Jacob -pero muy ilustrativa, en aquella época, del amor prohibido- acerca de la inevitable tentación (siempre teleológica) de los biólogos con la teleología. No voy a criticar la frase, que es fruto de una época, sino la idea de que “el programa otorga ahora estatuto legal a esta relación oculta”. La idea de programa genético basado en el determinismo de la información secuencial que fluye unidireccionalmente, según dicta el DCBM, se ajusta a la imagen de las Tablas de la Ley con los Diez Mandamientos, que Moisés recibe de Dios en el Monte Sinaí. De momento sólo quiero adelantar que yo prefiero la imagen más machadiana (de Antonio Machado) del “se hace camino al andar”.
Jacob termina, así, reduciendo a la idea de información genética unidireccional y de programa genético los conceptos evolutivos de ontogenia y filogenia. En su magnífico relato sobre la historia y la filosofía de la biología se topa continuamente -al igual que su colega Monod en El azar y la necesidad- con la necesaria pero molesta teleología, y, a diferencia de éste, no acude a la ayuda de una palabra mágica que alivie la incomodidad de la situación. Pero, de hecho, ambos minimizan esta incomodidad aparcando la teleología en los orígenes informativos de la vida. Así, mientras Monod sitúa la invariancia reproductiva en vanguardia frente a las performances, según su terminología; Jacob se limita, de una forma más pragmática, a ceñirse al desarrollo histórico del análisis de los objetos -de mayor a menor tamaño- y del desarrollo de las ideas alrededor de los fenómenos de generación y reproducción, invirtiendo así el orden natural evolutivo de los niveles de integración de la materia. Así, con este planteamiento teleológico de la reproducción, va del exterior de los individuos pluricelulares al interior, recorriendo hacia abajo los niveles de complejidad estructural que él distingue: órganos, tejidos, células, cromosomas, genes, ácidos nucleicos. Evidentemente, Jacob no ve la evolución invertida; sus cuatro niveles estructurales son el resultado del avance analítico de la biología -de lo más grande y externo a lo más pequeño e interno-, pero -como él subraya varias veces a lo largo del libro, en referencia a otros momentos históricos- estos avances carecen del esfuerzo sintético, del necesario desarrollo de las ideas que eviten, de nuevo, caer en antiguos vicios interpretativos: vitalismo, teleología, reduccionismo, entre otros. Es realmente difícil sustraerse del foco de luz que el avance tecnológico ofrece para el análisis de los objetos. Así, el farol de la genética alumbra mucho: permite trabajar bien y ofrece muchos datos para avanzar y publicar; pero nos puede llevar a una situación confortable y complaciente donde el individuo vuelva a verse como un conjunto de partes a analizar sin coherencia evolutiva. Podemos resumir el diagnóstico de la situación actual de la biología, como delimitada por un paradigma genocéntrico regido por el denominado dogma central de la biología molecular (DCBM). Este dogma reduce la teleología y el vitalismo a la información secuencial del ADN y a su flujo unidireccional hasta la formación de las proteínas, consideradas, así, como su expresión funcional. Realmente hay un cierto paralelismo entre esta idea moderna de la vida y la que se tenía, en el siglo XVI, de la naturaleza como instrumento divino. Aunque ni Jacob ni Monod tienen la más mínima tentación finalista, en el sentido lamarckiano de tendencia evolutiva a la perfección; tanto ellos como los partidarios a ultranza del programa genético sobre las bases del DCBM, plantean una discontinuidad, una singularidad de los seres vivos respecto a los inorgánicos en el origen de la vida. La discontinuidad o singularidad no es material: los átomos de los seres vivos son los mismos que los de la materia inorgánica, y muchas de las biomoléculas sencillas también. La discontinuidad está en la organización -en la estructura de los seres vivos- sobre la base de combinaciones singulares de las bases nitrogenadas en los ácidos nucleicos -como biomoléculas portadoras de la información genética- sin que la plasticidad funcional de los seres vivos, en su interacción con el medio, tenga ningún papel. En los niveles de integración inorgánicos las estructuras resultan de las interacciones necesarias previas, mientras que, en el paradigma actual de la biología, las estructuras vivas surgen del encuentro, al azar, de la información genética adecuada, y de su paso posterior por el tamiz de la selección natural. En esta concepción de la vida la teleología no está en pensar en el ser humano como punto final de la evolución, sino en la elevación de lo molecular a una combinación informativa única -y, por lo tanto, preconcebida- que posibilite la formación de estructuras compatibles con las funciones vitales. Es como si estuviéramos ante un sistema de búsqueda al azar de claves vitales para encontrar las estructuras con las que pudiera iniciarse la vida. Aquí radica la teleología y el neovitalismo informativo de la nueva biología: las estructuras moleculares de la vida no surgen como resultado no buscado de las interacciones previas de moléculas inorgánicas, en un ambiente adecuado, sino como el encuentro al azar de la información necesaria para arrancar el proceso de la vida. En el paradigma actual esta información estructural sería única y estaría definida previamente: la estructura sería prioritaria sobre la función, también concebida previamente. Por el contrario, en un paradigma funcional proteocéntrico la vida se eleva de forma contingente sobre las interacciones químicas necesarias que, así, producen estructuras que permiten un nuevo baile -mediado por el agua- de interacciones necesarias que van siendo seleccionadas al tiempo que integran las prefunciones vitales y las estructuras que las permiten y mantienen (ver las entradas del 10 de marzo de 2017 y del 3 de abril de 2018). En el paradigma proteocéntrico la función es prioritaria a la estructura, y, en este juego funcional integrador, las nuevas estructuras aparecen como resultado de la plasticidad estructural de las previas en su continua interacción funcional con un medio cambiante. Lo genético y lo epigenético respondería a la acumulación informativa de “cultura molecular” de las proteínas en su peripecia evolutiva, en la lógica de considerar a los ácidos nucleicos como un instrumento informativo de las proteínas. De esta manera, el código genético se hace, no se “acierta”. Para el paradigma proteocéntrico, el código genético se hace en la interacción conformacional entre proteínas y ARN en la etapa prebiótica del origen de la vida. La vida surge, así, como un resultado más de la evolución de la materia, con las mismas leyes que dan orden y coherencia al Cosmos.


BIBLIOGRAFÍA
·       Jacob, F. (2014). La lógica de lo viviente. Metatemas. Tusquets Editores. Barcelona.
·       Lamarck, J-B. (2017). Filosofía zoológica. La Oveja Roja. Madrid.
·       Mayr, E. (2016). Así es la biología. Ed. Debate. Barcelona.
·       Monod, J (2016). El azar y la necesidad. Metatemas. Tusquets Editores. Barcelona.
·       Sagan, C. (1985). Cosmos. Ed. Planeta. Barcelona.