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viernes, 30 de septiembre de 2022

 

CÉLULAS Y VIRUS. LA URDIMBRE Y LA TRAMA DE LA VIDA

La evolución de la información biológica

 

 

En esta entrada quiero presentar el título de uno de los dos libros que recogerán las principales ideas originales expuestas en este blog, fundamentalmente las relativas a los orígenes de la vida y de la célula eucariota. Por distintos motivos, este título me parece más acertado que el anteriormente elegido, El telar de la vida.

 

El problema de definir la vida

La definición moderna de los seres vivos y su origen se consigue en la segunda mitad del siglo XIX con el establecimiento de la teoría celular y la refutación de la idea de generación espontánea. Hasta ese momento, la idea medieval de una confusa cadena continua de los seres creados por Dios y recreados por generación impedía plantear científicamente el problema de la continuidad de las especies de seres vivos. Schleiden, Schwann, Virchow y Pasteur, pero también Darwin con su obra El origen de las especies por selección natural, ponen la primera piedra para entender la naturaleza objetiva de los seres vivos como unidades de vida. En este momento, la biología es eminentemente funcionalista: el organismo –celular o pluricelular– surgía de la integración de sus orgánulos u órganos en una permanente evolución de sus funciones vitales. Por distintos motivos que no voy a abordar aquí (ver las entradas anteriores de este blog), en el siglo XX retorna un enfoque predominantemente estructural, ahora de origen genético, aunque conviene adelantar que la naturaleza de algo no se explica por su estructura en sí, sino por su proceso de origen. No obstante, como primera aproximación, deberemos tener en cuenta el enorme despliegue de formas vivas y la disposición de sus partes, pero aun para genetistas totalmente fieles a la doctrina del dogma central de la biología molecular (DCBM) y a la teoría sintética de la evolución, los virus no constituyen organismos vivos, ya que, a pesar del peso que tuvieron las investigaciones con bacteriófagos en estos campos, no realizan plenamente las funciones vitales. Más adelante volveremos a retomar la cuestión de la prioridad entre estructura y función. 

Además de la enorme diversidad funcional y estructural de los seres vivos, observamos otro tanto en lo relativo a los límites ambientales de cada especie en sus respectivos hábitats. Toda esta variabilidad debe ser tenida en cuenta en las posibles definiciones de la vida, entonces ¿qué es la vida? Hemos visto que para intentar definirla no basta con el conocimiento de la diversidad y complejidad de animales, plantas y protoctistas, con los que estamos más familiarizados. 

Pasteur refutó experimentalmente la idea de generación espontánea y con ello reforzaba el aforismo omnis cellula ex cellula con el que Virchow completó la teoría celular, pero también se alejaba del planteamiento científico del origen de la vida, quizá imposible de abordar en ese momento. Años después escribió esto, refiriéndose a la generación espontánea de vida:

La he estado buscando durante veinte años sin encontrarla, pero no creo que sea una imposibilidad.”

Es difícil definir científicamente la vida, pero quizá sea su dificultad la que incite a formulaciones más o menos atrevidas e imprecisas. Aquí van tres de las más representativas.

En el terreno de la ciencia, podemos tomar definiciones puramente físicas como la que Erwin Schrödinger nos ofrece en la página 45 de su libro Qué es la vida (1944), donde afirma: “la vida se alimenta de entropía negativa”, es decir, construye estructuras ordenadas en oposición al aumento de entropía que predice el Segundo Principio de la Termodinámica. Aquí queda claro que la vida implica una evolución material hacia procesos alejados del equilibrio termodinámico en los que se minimiza la producción de entropía.

También tenemos muchas definiciones más químicas como, por ejemplo, la del programa de exobiología de la NASA: “La vida es un sistema químico automantenido capaz de evolución darwiniana”.

Igualmente abundan las definiciones más biológicas, menos reduccionistas, que recogen el consenso de especialistas en el tema como Pier Luigi Luisi: “La forma de vida mínima es un sistema circunscrito por un compartimento semipermeable de su propia fabricación, que se automantiene produciendo sus propios elementos constitutivos por la transformación de la energía y de los nutrientes exteriores, gracias a sus propios mecanismos de producción”.

Estas definiciones de vida, de más a menos reduccionistas, son meras abstracciones de las propiedades de los seres que denominamos vivos merced a sus funciones singulares, las que por ello clásicamente denominamos vitales: nutrición, relación y reproducción, y además producción de variabilidad sometida a selección natural. Por lo tanto, debemos plantearnos qué nivel de complejidad material merece el atributo de vivo, es decir, a partir de qué nivel de organización de la materia se cumplen estas funciones. En todas las descripciones se tiene en cuenta que los seres vivos no vulneran los principios físicos y químicos, pero se alejan de sus equilibrios consumiendo energía y aumentando la entropía del entorno.

 

Vida: la parte y el todo

Con la formulación de la teoría celular, existe un consenso generalizado en considerar a la célula como unidad de vida, pero como ya hemos visto existen agentes patógenos como los virus y otros aún más elementales que no reúnen los requisitos mínimos establecidos para considerarlos vivos, a pesar de la complejidad de sus interferencias con las células. En biología son muy frecuentes las paradojas y aquí nos enfrentamos a una de ellas: agentes patógenos relativamente sencillos en comparación con la complejidad celular, pero que influyen y pueden causar grandes alteraciones sistémicas no solo en los organismos sino también en la biosfera. Efectivamente, agentes con distinto grado de organización estructural –que podríamos situar entre lo subcelular y lo supramolecular– como virus, viroides y priones están implicados en diferentes patologías, pero también en otros procesos vitales beneficiosos. Tanto la dificultad para situar dentro de los seres vivos a estas individualidades como el contraste de la complejidad de sus interacciones y alteraciones, nos obliga a ampliar el actual marco conceptual de la vida. Aunque los seres que denominamos vivos singularizan los fenómenos vitales, la explicación de algunas de sus paradojas implica el considerar la vida, sensu lato, como un sistema de organización material supraquímica que poblaría determinados rincones del Cosmos con distintos niveles de integración funcional y estructural. En esta perspectiva, la función es prioritaria a la estructura en el sentido de los fenómenos fisicoquímicos previos a la consecución de una determinada organización supramolecular. Aquí aplicamos la acepción de prioridad como “anterioridad o precedencia de una cosa respecto de otra que depende de ella”.

En la Tierra y probablemente en otros lugares del universo, las principales moléculas portadoras de información biológica, tanto conformacional como secuencial, son las proteínas, el ARN y el ADN. Estas biomoléculas forman parte de los seres vivos bien definidos y también de los agentes supramoleculares que interfieren con algunos fenómenos vitales. Estos entes materiales con manifestaciones vitales no son ni han podido llegar a ser sin el concurso del agua. Así, esta pequeña molécula dipolar –organizada en retículos espaciales– modela las largas cadenas de estos biopolímeros informativos ubicando de forma selectiva sus grupos hidrofóbicos en el interior y los hidrofílicos en el exterior de la estructura final resultante. En las etapas prebióticas, serían entes que tenderían hacia la vida en contacto con el agua líquida (genuino puente entre lo no vivo y lo vivo) e integrarían funcionalmente las primeras células, pero posteriormente también pudieron entrar en acción como entidades que interaccionan con la vida.

En la lógica que estamos siguiendo para encontrar una definición de vida, descartamos que esta sea una idea sustantiva, pero también el que los seres que denominamos vivos –como productos de un determinado proceso de evolución material– sean considerados independientes del medio ambiente. No existe ningún ser vivo sin su medio, y la vida constituye un retículo que resulta de la ramificación de las interacciones materiales físicas y químicas. Entonces, ¿cómo se originan los seres vivos? ¿De dónde surge la semilla inicial? ¿Cómo se teje la red de la vida y de qué forma surgen los seres que la anudan? De forma sucinta, solo voy a esbozar aquí un esquema básico de algunos caminos posibles (en algunas entradas del blog, como la de marzo de 2017 Origen de la vida y origen de la célula eucariota, se puede ampliar el tema).

La hipótesis más clásica apunta a que la vida pudo surgir en la Tierra de forma abiótica desde lo inorgánico. En la entrada citada, defiendo la hipótesis de que en este escenario la prioridad funcional pudo correr a cargo de la plasticidad de las proteínas. Posteriormente, con el establecimiento del código genético la información biológica reposaría sobre tres pilares: conformacional pregenético de proteínas y ARN, secuencial genético de ADN/ARN y de regulación epigenética. En mi interpretación, la naturaleza esencial de este origen de la vida en la Tierra es eucariota y centrada en las proteínas.

No obstante, la vida puede surgir también desde otra previa. Y en este caso podemos tener dos posibilidades: un origen extraterrestre, como la hipótesis de la panspermia, o bien un origen terrestre. En ambos escenarios, su naturaleza puede ser proteica, genética o mixta como en los virus, aunque en estos destaca el componente genético. Sin entrar a fondo en el tema, quiero destacar la enorme diferencia en cuanto a la naturaleza de su prioridad de origen entre la proteica funcional de la eucariota y la genética estructural de los virus. En mi hipótesis, los virus y otros acariotas (arqueas y bacterias) pudieron surgir de vesículas de exocitosis –como los actuales exosomas– desde las primeras células de naturaleza eucariota que denominamos protocariotas.

Antes de continuar, quiero volver a subrayar la enorme diferencia de naturaleza vital entre estos dos extremos que cohabitan en la Tierra, sobre la que conviene reflexionar, y para ello volvamos a plantear la pregunta ¿cómo se teje la red de la vida y de qué forma surgen los seres que la anudan? 

 

La vida como organismo de la naturaleza

En la naturaleza como un todo podemos observar una gran diversidad de fenómenos, procesos y sucesos materiales que implican distintos niveles de organización. Muy sucintamente, cuando hablamos de un fenómeno nos referimos a la manifestación de una actividad que se produce en la naturaleza, mientras que por proceso entendemos una serie de fenómenos encadenados que conducen a una finalidad. Ya hemos hablado en otras entradas de este blog de teleología y teleonomía, aquí solo voy a mencionar que el aparente proyecto de los procesos tiene que ver con la necesidad imperativa de los fenómenos constantes, esto es, lo que no puede dejar de ser por inevitable: las leyes de la naturaleza como, por ejemplo, la de la gravedad o la segunda de la termodinámica. La concatenación de estos sucesos necesarios en determinados ámbitos puede conducir a la organización de la naturaleza en ciclos, protofunciones y protoestructuras que inician la conexión de la necesidad imperativa con algún tipo de necesidad fisiológica vital. Así, por ejemplo, cuando el agua líquida alberga determinadas moléculas anfipáticas, como fosfolípidos o polipéptidos, la coherencia de su retículo de puentes de hidrógeno se impone a la perturbación de los grupos apolares hidrófobos de estas moléculas, de forma que los empaqueta en el interior de estructuras más estables termodinámicamente como membranas biológicas o proteínas globulares. De esta manera y partiendo de lo inorgánico, se pudieron ir integrando algunos fenómenos necesarios y los consiguientes procesos fisiológicos seleccionados en un sistema orgánico de interacciones alrededor de las denominadas funciones y subfunciones vitales: interacción con el agua líquida y selección de fosfolípidos que llevó a la formación de membranas biológicas con las que se iniciarían los compartimentos, la individualidad y la homeostasis; interacción de polipéptidos y selección de módulos funcionales y estructurales proteicos por sus capacidades metabólicas y de propagación estructural, inicio de sistemas alejados del equilibrio y replicativos; coselección de polipéptidos y ribozimas que terminarían formando ribonucleoproteínas y estableciendo un código genético… entre otras muchas interacciones que sin propósito previo alguno originarían funciones y estructuras dotadas de finalidad vital. Cada nueva estructura funcional seleccionada interaccionará necesariamente con su entorno orgánico e inorgánico y se enfrentará a las contingencias con su creciente información biológica –proteica pregenética, genética y epigenética– tanto en la ontogenia como en la filogenia. Así, en mayor o menor medida, los nuevos sucesos contingentes provocaran la ramificación de los procesos seleccionados, y vuelta a empezar: necesidad imperativa del fenómeno emergente y las consiguientes protofunción, protoestructura, necesidad funcional…y así hasta la simbiosis de algas y hongos formando líquenes o los guepardos corriendo tras las gacelas.

La imagen de la vida como una red donde los nudos serían los organismos celulares y pluricelulares que clásicamente denominamos vivos se nos queda corta. Sabemos que estos no son los únicos entes que interaccionan, también lo hacen algunos acelulares como los virus, entre otros con difícil acomodo en los nudos. Esta representación reticular, frecuentemente utilizada en las relaciones tróficas, también se consideró útil para interpretar el creciente aluvión de hechos acerca de la herencia horizontal, que deshilachan la individualidad genética filiativa de las especies y desdibujan la imagen del árbol de la vida. En la hipótesis que propongo, la naturaleza esencial del primer origen de la vida en la Tierra –mediante conexión funcional entre la necesidad imperativa de los fenómenos y la contingencia histórica de los sucesos– es eucariota y centrada en las proteínas. Los virus, entre otros seres acariotas, tendrían un origen posterior predominantemente genético a partir de la primera vida en la Tierra. La interacción entre estas dos naturalezas vitales era igualmente inevitable, obedecía y obedece a la misma necesidad imperativa de los fenómenos materiales –aunque ahora en un mayor nivel de organización– y la selección natural propició el equilibrio entre ambas. Más aún, como he expuesto en otras entradas de este blog (ver Origen de la célula eucariota, de 27 de mayo de 2020), la selección natural debería interpretarse como el resultado en cada instante de la dialéctica entre el ser vivo y su medio: el estado dinámico funcional, momento a momento, de la estructura material de la naturaleza viva coseleccionada en su constante interacción. Podríamos decir que, a pesar de su naturaleza distinta y de que no sean seres vivos, los virus están plenamente integrados en la vida considerada como un todo funcional.

 

El tejido de la vida

Con lo expuesto aquí, y los argumentos dados en otras entradas de este blog, podríamos concluir que la imagen de la red no sea la más adecuada, pero aunque es imposible simplificar tanto la enorme complejidad de la vida, siempre ayuda apoyar las ideas en alguna, aunque no sea perfecta. Quizá pudiera ser más representativa del entrecruzamiento evolutivo de las dos naturalezas vitales la imagen de un telar con su urdimbre y su trama. Por una parte, hemos visto que la explicación de fenómenos de transferencia genética horizontal difumina cada vez más al ser vivo con su medio, afectando al mismo concepto de especie como conjunto unitario de genes. Por otra, vemos la integración funcional de dos naturalezas vitales muy diferentes, aunque relacionadas en su origen: la eucariota (celular y pluricelular) proteocéntrica y la acariota más genocéntrica; en este último grupo, se aprecia que el determinismo genético aumenta desde las arqueas (más parecidas a los eucariotas) a los virus (agentes genéticos móviles) pasando por las bacterias como estado intermedio.

Cada vez es más frecuente el descubrimiento de nuevos virus y su influencia en todos los ecosistemas terrestres. Dadas sus singulares características como parásitos intracelulares obligados y su elevada tasa de mutación son los principales dinamizadores de la herencia horizontal y de la diversidad genética en la biosfera (ver la entrada de este blog de 26 de enero de 2021 Virus y sistema inmunitario). Aunque la naturaleza acariota de arqueas y bacterias difiere de la eucariota, en mi propuesta los tres grupos se ramifican del tronco protocariota inicial, de forma que en mayor o menor medida todos forman parte de la urdimbre, aunque las células acariotas frecuentemente se enredan como un zurcido entre los hilos de esta. Sólo los virus son un verso suelto, pura trama.

La vida en la Tierra se teje en el telar de una evolución sin sentido. Sus hilos representan estas dos naturalezas: la urdimbre celular tiende como un arbusto ascendente, pero enredado, hacia la complejidad de la integración creciente que resulta de la necesaria interacción funcional material, mientras que la trama viral tiende a exaltar la variabilidad genética y sus hilos se insertan entre los primeros de una forma aún más ciega y enmarañada.

No obstante estas particularidades, en un planteamiento global aumenta la diversidad funcional y estructural de los individuos y la complejidad orgánica y sistémica de las interacciones. La selección natural pone cordura como inteligencia universal que actúa en esta aparente locura.