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miércoles, 23 de enero de 2019

HISTORIA Y FILOSOFÍA DE LA BIOLOGÍA (II): VITALISMO Y MATERIALISMO




HISTORIA Y FILOSOFÍA DE LA BIOLOGÍA (II): VITALISMO Y MATERIALISMO

                
En la anterior entrada nos planteamos saber qué es un ser vivo, y , además, definir qué niveles de existencia se pueden calificar como vivos; o lo que es lo mismo, ¿en qué niveles de integración tenemos seres con unos atributos o cualidades propios de lo que denominamos vida?

Llegar a este planteamiento no ha sido fácil a lo largo de la historia de la biología, entre otras cosas porque, para entender bien a los seres vivos y su evolución, también ha sido preciso contar con el avance de la física y de la química, omnipresentes en todos los procesos biológicos; y, además, el penoso avance de la biología ha ido lastrado por agrias polémicas que giraban alrededor de planteamientos vitalistas frente a planteamientos materialistas.

Ideas de la antigüedad clásica

Entre los planteamientos vitalistas tenemos, en la Grecia clásica, a Anaximandro (610-545 a.C.), el cual planteaba que los seres vivos procedían de un “lodo primordial”, mientras que Aristóteles (384-322 a.C.) consideraba la existencia de la “psyque” o “principio vital” que se manifestaba de modos diversos en plantas, animales inferiores, superiores y en el hombre.
Aristóteles planteaba, además,  concepciones muy modernas, como la identidad entre materia viva y materia inerte, no reconociendo un límite muy claro entre lo vivo y lo no vivo. Admitía, por tanto, la posibilidad de generación espontánea de vida, esto es, que la materia denominada inerte, no organizada e incapaz de cambio, pueda adquirir una psique o principio vital -más o menos superior- que le proporcione naturaleza de ser vivo, esto es, capacidad de cambio.

Posteriormente, en Roma predominaba una cultura técnica de concepción materialista. Podemos destacar a Lucrecio (98-55 a.C.), contrario a las ideas aristotélicas, que afirma: “Nunca nada ha nacido de la nada”.


El largo proceso de refutación de la generación espontánea

Las ciencias naturales del renacimiento no consiguen liberarse de la versión escolástica de las ideas aristotélicas. Así, en esta época era generalmente admitida la idea de que los diversos organismos, tanto vegetales como animales, se producían de modo natural y normal “de nuevo”, es decir, de materia inanimada, mediante generación espontánea.

En el siglo XVII, Francesco Redi (1626-1698), empleando el método experimental, logró demostrar fehacientemente que la carne putrefacta no “criaba gusanos por si misma”, sino que  aquellos procedían de los huevos previamente depositados por una mosca. Estos experimentos supusieron un fuerte revés para la teoría de la generación espontánea, fundamentalmente para los organismos superiores. Pero el inicio de la microscopía, con Leeuwenhoek, y su desarrollo posterior abrió el campo de la observación de los microorganismos y la posibilidad de que, estos si, pudiesen surgir por generación espontánea.

En el siglo XVIII, Lázaro Spallanzani (1729-1799), calentó agua hasta ebullición y, posteriormente, la dejó enfriar evitando su contaminación. Demostró así que estos microorganismos proceden de huevos y esporas. Los partidarios de la generación espontánea objetaron que la fuerza vital no podía entrar con el aire en un recipiente tapado. Con esta argumentación la idea de generación espontánea duró otros cien años. 

En 1861, Louis Pasteur (1822-1895), ideó unos experimentos para demostrar que los microorganismos sólo aparecían como contaminantes del aire y no espontáneamente. Utilizó unos frascos en cuello de cisne -que permitían la entrada de oxígeno, que se consideraba necesario para la vida- pero que -con sus cuellos largos y curvos- atrapaban las bacterias, las esporas de los hongos, y otros microorganismos, evitando que el contenido de los frascos se contaminase. Demostró, así, que si hervía el líquido del frasco -para matar los microorganismos ya presentes- y se dejaba intacto el cuello del frasco, no aparecería ningún microorganismo. Alguno de sus frascos, estériles todavía, siguen exhibiéndose en el Instituto Pasteur. Sólo si se rompía el cuello del frasco, permitiendo la entrada de gérmenes contaminantes, aparecían microorganismos. Pasteur proclamó: “La vida es un germen y un germen es vida”.

Además de refutar la idea de la generación espontánea, estudios posteriores de Pasteur contribuyeron, junto los de Robert Koch (1843-1910), al alumbramiento de la teoría microbiana de las enfermedades infecciosas. Estos grandes eventos supusieron el nacimiento de la microbiología como ciencia experimental.

Para completar el marco científico y filosófico del momento, recordemos que un par de años antes, en 1859, Charles Darwin (1809-1882), publica su libro más señero: El origen de las especies por medio de la selección natural; y, al mismo tiempo, varios autores enuncian la teoría celular, donde se define la unidad mínima de vida. También, en este esplendoroso momento para la biología, en el jardín de un monasterio de Brno, el abad Gregor Mendel (1822-1884), llevaba a cabo sus experimentos acerca de la transmisión hereditaria de caracteres a lo largo de generaciones de seres vivos. Pero sus resultados, presentados en 1865 y publicados un año después, en una revista de escasa difusión, pasaron sin pena ni gloria ante los ojos de la comunidad científica de la época. Su trabajo no fue redescubierto hasta 1900 por tres científicos, de forma independiente: Hugo de Vries (1848-1935), Carl Correns (1864-1933) y Erich Tschermak (1871-1962).
Mendel había establecido una concepción de herencia particulada, frente a la idea confusa de herencia mezclada, al demostrar que los determinantes hereditarios se transmitían como partículas independientes de generación en generación.

El vitalismo perdura tras la refutación de la generación espontánea

Antes de precisar la imagen que nos ofrece la naciente biología moderna, en la segunda mitad del siglo XIX, conviene rastrear la pertinaz resistencia del vitalismo a desaparecer, adoptando nuevas formulaciones, a veces de forma inconsciente para sus autores.

Hemos visto como la idea de generación espontánea de vida ha ido siempre acompañada de un “principio” o “fuerza vital” que transformase la materia inanimada en materia viva. Para los vitalistas ninguna parte aislada de un organismo estaba viva; por el contrario, las propiedades de la materia viva eran de alguna manera compartidas por todo el conjunto del organismo. El fin de la generación espontánea y el establecimiento de la teoría celular –que situaba a la célula como unidad elemental de vida- acabaron definitivamente con esta versión del vitalismo, pero no del todo con él. Antes de continuar, conviene volver a recordar que el vitalista Aristóteles mantenía, sin embargo, una concepción muy avanzada sobre la identidad entre materia viva y materia inerte.
En este estado de cosas y de forma paradójica, Schwann y Pasteur, fundamentalmente, se convierten en abanderados de una nueva formulación vitalista, en la que sostienen que las actividades químicas que realizan los tejidos vivos no se pueden realizar en condiciones experimentales de laboratorio y establecen, así, dos categorías de reacciones: las “químicas” y las “vitales”.

Frente a los nuevos vitalistas se alzaban los reduccionistas, así llamados porque creían que los complejos procesos de los sistemas biológicos podrían reducirse a otros más simples. El primer éxito de los reduccionistas vino de la mano del químico alemán Fiedrich Wöhler (1800-1882), cuando convirtió una molécula inorgánica -el cianato de amonio- en una orgánica, la urea.

No obstante, las afirmaciones de los vitalistas se fortalecieron porque, a medida que los conocimientos químicos mejoraban, se hallaron en los tejidos vivos muchos compuestos nuevos que jamás se habían visto en el mundo de lo no vivo o inorgánico. A finales de la década de 1880 el principal vitalista era Louis Pasteur, quien sostenía que los maravillosos cambios que tienen lugar al transformar el jugo de las frutas en vino eran “vitales” y sólo podían realizarlos las células vivas, es decir, las células de levadura. El opositor más importante a la teoría vitalista de Pasteur fue Justus von Liebig (1803-1873), el químico más importante de la época y, en cierto modo, el “padre” de la química alemana.

En 1898, los químicos alemanes –y hermanos- Eduard Büchner (1860-1917, Premio Nobel de Química en 1907) y Hans Büchner (1850-1902), demostraron que una proteína extraída de las células de levadura podía producir fermentación fuera de la célula viva. A esta sustancia se la denominó enzima (de la palabra griega zyme, que significa “levadura” o “fermento”. Se demostró que una reacción “vital” era química, cesando así la polémica con los vitalistas, y sentando las bases de la Bioquímica como ciencia.

No obstante la victoria de los reduccionistas sobre el vitalismo, las escuelas francesa -que enarbolaba la bandera de la célula como unidad vital- y alemana -más reduccionista y que veía a las proteínas como protagonista de las reacciones químicas en los seres vivos- mantuvieron el enfrentamiento en diversos frentes.

Uno de estos frentes fue la naciente inmunología, donde la escuela francesa –heredera de Pasteur, uno de los padres de esta ciencia- defendió la inmunidad celular, centrándose en el macrófago.
Por su parte, la escuela alemana desarrolló la inmunoquímica (por centrarse en proteínas con función inmunitaria) y defendió la inmunidad denominada humoral: por los anticuerpos y otras proteínas presentes en los líquidos o humores del organismo.

A pesar de que el progreso de la biología ha superado e integrado conceptualmente estas diferencias, todavía se mantienen las denominaciones: química inorgánica y orgánica, e inmunidad celular y humoral.

Genotipo y fenotipo. Mendel y Darwin

Cuando la idea de generación espontánea mantenía aún su fuerza, dos teorías competían acaloradamente por explicar la herencia. Así, en el siglo XVII, los animalculistas o espermistas –de la mano de Antoine de Leeuwenhoek (1632-1723)- y los ovistas –liderados por Reigner de Graaf (1641-1673)- creían que espermatozoides y óvulos, respectivamente, portaban en exclusiva las características de animales y humanos, mientras que la otra célula (el óvulo para los primeros y el espermatozoide para los segundos) sólo cumplía funciones accesorias para el crecimiento del embrión y del feto.

Coincidiendo con el esplendoroso momento de la biología anteriormente citado, de mediados del XIX, estas teorías comenzaron a resquebrajarse, fundamentalmente por la práctica empírica de maestros jardineros que perseguían la obtención de nuevas especies florales de carácter ornamental. Estos maestros se dieron cuenta de que, en los cruces realizados, tanto las células masculinas como las femeninas contribuían a las características de las nuevas plantas.

Así pues, ya estaba claro que los dos progenitores aportaban caracteres, pero ¿en qué proporción? ¿Cómo se combinaban los centenares de caracteres de cada planta? La respuesta más común en aquella época era: la herencia por mezcla. Esta idea suponía que cuando se unen las células sexuales o gametos, masculino y femenino, el material hereditario que contienen se mezcla, de forma similar a como lo haría una mezcla de colorantes. Pero esta idea no arrojaba mucha luz sobre la herencia.

En este contexto, Mendel realizó sus conocidos experimentos. El gran mérito de Mendel fue desentrañar el mecanismo de transmisión de los factores de herencia o determinantes hereditarios (posteriormente denominados genes) con una concepción de herencia particulada, como si fueran dados o monedas.
Cuando lanzamos un dado o una moneda, podemos calcular la probabilidad teórica de un suceso determinado con ellos: sacar cara, cruz, cinco, par, impar, etc. Posteriormente se puede ver que para que los resultados observados se aproximen a los esperados es conveniente realizar un número muy alto de experiencias. Mendel eligió muy bien los organismos y los caracteres heredables observados y, a ciegas, sin saber qué tipo de “dado” o “moneda” tenía entre manos, realizó sus cruces y observó. De estas observaciones dedujo sus leyes, y lo universal de sus leyes tuvo que ver con su hipótesis de partida, en la que cada carácter, en un individuo, estaba determinado por dos copias (iguales o distintas) del mismo factor hereditario o gen (una heredada del padre y otra de la madre). Posteriormente se vio que, estos factores, o genes, se transmitían igual que lo hacen los cromosomas durante la formación de los gametos. Con la posterior determinación de que el ADN de los cromosomas es el material genético se averiguó la naturaleza química de la “moneda” genética (la analogía con la moneda es grande, ya que la probabilidad de heredar una de las dos copias de un determinado gen, procedente de padre o de madre, es un medio, como si fuera la cara o la cruz de una moneda). Pero también se vio que todo era más complejo que un simple juego de azar.

Con las leyes de Mendel se estableció la relación un gen, un carácter sin tener en cuenta la naturaleza del mismo: estructural, funcional, de comportamiento, patológico, etc. Prácticamente se estableció una relación, teleológica y casi teológica, del tipo dado un carácter hereditario cualquiera, detrás de él alguien habrá colocado el gen correspondiente.
Aquí la genética, en vez de cuestionar su posición genocéntrica, se encerró en dogmas centrales y en abstracciones matemáticas, asfixiando el alma viva de la biología, fundamentalmente la biología evolucionista que acababa de nacer con Darwin, frecuentemente presentado con una visión evolucionista radicalmente diferente a la de su antecesor Lamarck.

Como todo el mundo sabe, la historia científica de la evolución comienza con Jean-Baptiste de Lamarck; aunque, generalmente, se insiste más en asociar a Lamarck como padre de la idea de la herencia de los caracteres adquiridos que con las auténticas señas de identidad lamarckianas: los seres vivos más primitivos surgirían mediante generación espontánea y evolucionarían, mediante una necesidad o impulso interno de cambio, hacia una mayor perfección. Como resultado imperfecto, de esta tendencia progresiva, se producirían desviaciones adaptativas laterales frente a los cambios del entorno. 

En este sentido, también es muy probable que algunos lectores no sepan que Darwin (2008) propuso una teoría de la herencia de carácter lamarckiano, la “pangénesis”, basada en la “herencia del uso y del desuso”: los hábitos adquiridos por un individuo modificarían sus órganos corporales, y éstos producirían unas entidades microscópicas, denominadas “gémulas”, que se acumularían en las gónadas, transfiriendo así las modificaciones de los órganos de los progenitores a los órganos de la descendencia.

Darwin -y su teoría de la pangénesis, desacreditada en varias ocasiones- encontraría actualmente consuelo en las crecientes investigaciones sobre los exosomas (Nota1): vesículas extracelulares diminutas que intervienen en la comunicación entre todos los tipos celulares, incluidos los gametos. Están cargadas de lípidos y un amplio surtido de proteínas y ácidos nucleicos, que varía en función del tipo celular y de su estado fisiológico: proteínas de adhesión celular, de fusión, transportadores de membrana, citoesqueléticas, de señalización intracelular, relacionadas con la síntesis de proteínas, de respuesta a estrés, enzimas variadas; y, también, varios tipos de ARNs, así como múltiples fragmentos de ADN, que portarían secuencias de todos los cromosomas. García Rodríguez (2018).

A diferencia de Lamarck, en la teoría de Darwin, de la selección natural, la evolución se produce, sin propósito previo ni sentido alguno, mediante la generación previa de variación individual (la pangénesis, en la opinión de Darwin), que conlleva un aumento de las posibilidades de sobrevivir y de reproducirse –selección natural y selección sexual- de los individuos más adaptados a los cambios del medio ambiente. Darwin sabía, por la práctica de los criadores de razas domésticas, que las especies albergan una fuente inagotable de variabilidad; y que la selección natural era independiente de los mecanismos generadores de dicha variabilidad.
Así, en el capítulo IV de “El origen de las especies por selección natural” Darwin (1980) nos dice:

“...la variabilidad que encontramos casi universalmente en nuestras producciones domésticas no está [i]producida directamente por el hombre… Tengamos también presente cuán infinitamente complejas y rigurosamente adaptadas son las relaciones de todos los seres orgánicos entre sí y con condiciones físicas de vida. Si esto ocurre, ¿podemos dudar –recordando que nacen muchos más individuos de los que acaso pueden sobrevivir- que los individuos que tienen ventaja, por ligera que sea, sobre otros tendrían más probabilidades de sobrevivir y procrear su especie? A esta conservación de las diferencias y variaciones individualmente favorables y la destrucción de las que son perjudiciales, la he llamado yo selección natural o supervivencia de los más adecuados. Varios autores han interpretado mal o puesto reparos a la expresión selección natural. Algunos hasta han imaginado que la selección natural produce la variabilidad, siendo así que implica solamente la conservación de las variedades que aparecen y son beneficiosas al ser en sus condiciones de vida”.

Darwin no llegó a conocer los trabajos de Mendel, y eso ha servido como argumento para “disculparle” algunos supuestos dislates acerca de la herencia, como la pangénesis; aunque también es posible que sus observaciones y conclusiones en este tema, complementarias de las de Mendel, no hayan sido bien valoradas.

Así, mientras Mendel abordaba el estudio estadístico de la herencia analizando uno o dos caracteres; Darwin -en el capítulo I de El origen de las especies por selección natural- planteaba la importancia de la selección artificial, practicada por los criadores de razas domésticas, y su extrapolación a la comprensión de la evolución de las especies por selección natural:

La clave está en el poder del hombre para la selección acumulativa: la naturaleza produce variaciones sucesivas, y el hombre las aumenta en determinadas direcciones que le son útiles… Por lo general los criadores hablan de la organización de un animal como algo plástico, que se puede modelar a voluntad…Si la selección consistiera meramente en separar una variedad muy típica, y hacer cría de ella, el principio sería tan evidente como apenas digno de mención; pero su importancia reside en el gran efecto producido por la acumulación en una dirección, durante generaciones sucesivas, de diferencias absolutamente inapreciables para el ojo no experto.”   
   
Aquí Darwin resalta, de forma complementaria al valiosísimo trabajo de Mendel, la importancia de la selección mantenida en el tiempo –tanto la artificial como, mucho más, la natural- en el fabuloso despliegue de formas que podemos observar, tanto las domésticas (formadas por capricho o utilidad para el hombre) como las naturales, producidas mediante una fina adaptación al medio natural. Pero lo más importante es la llamada de atención que nos hace de que es preciso una constelación de variaciones (“absolutamente inapreciables para el ojo no experto”), no una o unas pocas muy evidentes. Esta observación, dicho sea de pasada, otorgaría prioridad a la recombinación (durante la formación de las células sexuales) frente a la mutación, como mecanismo de cambio genético coherente.

Podemos adelantar que, a diferencia del planteamiento genético actual -presente en la teoría sintética de la evolución, más pendiente de las frecuencias relativas de las variantes de genes aislados que mutan- Darwin se centra directamente en el fenotipo (las propiedades observables de un ser vivo), considerado como un todo, y en el papel del ambiente selector de ese todo. Darwin subraya el carácter conservador y acumulador –y no generador directo de variaciones- de la selección natural, merced a la reproducción diferencial de los individuos de una especie que presentan los fenotipos más adecuados.

Algunos autores de la teoría sintética, como Ernst Mayr (1904-2005), mantienen una actitud más integradora al opinar que “es el genotipo como un todo el que responde a la selección natural”. Aunque no se aleja mucho de la dura ortodoxia:

No puede haber influencia del ambiente heredable, ni herencia de los caracteres adquiridos. Los naturalistas…al igual que Darwin, casi todos ellos tendieron a creer simultáneamente en la existencia de una cierta proporción de herencia blanda”.

Sin entrar aquí en el tema, la complejidad de los seres vivos y sus procesos ha puesto de manifiesto una serie de patrones de información y herencia epigenética que implican el manejo modular de los genes: cuáles se usan y en qué orden, frente a los cambios ambientales. Como veremos mejor, en otra entrada, la epigenética (literalmente, por encima de la genética) responde a la información y herencia relativa a la evolución singular de los seres vivos de los niveles celular y pluricelular, y comprende los cambios heredables de la expresión génica o del fenotipo sin que se produzcan cambios en las secuencias de ADN.

Este concepto unitario de la relación entre ser vivo y ambiente, se ajusta mucho mejor a la formulación darwiniana de la evolución que el actual reduccionismo genético, que cae en una especie de neovitalismo informativo, similar al neovitalismo químico de Pasteur con las reacciones vitales.


La vida resulta de la evolución del Universo

Desde el siglo XX, los grandes descubrimientos científicos nos ofrecen una imagen dinámica y unitaria del universo en evolución. Hasta donde alcanza nuestro conocimiento actual sobre la historia del universo presente, en expansión; ésta arranca, tras el Big Bang,
con la creciente organización de la materia. La historia, el tiempo, comienzan con el paulatino enfriamiento del Universo y el aumento de las interacciones de la materia: de un caldo material, sin forma, a millones de grados, hemos llegado a la vida que conocemos; pasando por la formación de partículas elementales, que integran átomos, que integran a su vez moléculas, desde las más simples simples a las muy complejas.

No hay vitalismo, la materia viva surge de la evolución material del universo. La evolución biológica debe ser coherente con la del universo de la que forma parte: la vida surge como una propiedad emergente en la organización, integrada y jerárquica, de la materia. En determinadas condiciones termodinámicas hay una tendencia universal a la complejidad estructural, fruto de la continua interacción de la materia, y la vida es una de sus manifestaciones. En palabras de E. Schrödinger (1867-1961, premio Nobel de Física en 1933): “la vida se alimenta de entropía negativa.

Con los conocimientos actuales, podemos plantear una cuestión respecto a la información biológica, ¿es la información genética secuencial una singularidad respecto a la información de la materia del universo? Podríamos contestar que si, del mismo modo que el lenguaje en la especie humana es una singularidad informativa en el conjunto de los seres vivos sobre la Tierra. Sabemos que la aparición de la especie humana en la Tierra era posible pero no necesaria, entonces la pregunta es: ¿es absolutamente necesaria la información genética secuencial para la vida en el Universo?
Es ampliamente admitido que, aunque el ADN almacene la información genética secuencial, las proteínas son las biomoléculas informativas que hacen cosas en los organismos: determinan la forma y la estructura de la célula, gobiernan el metabolismo y están implicadas en los procesos de reconocimiento molecular. Y además hacen todas esas cosas merced a la información conformacional  que portan en la disposición espacial de sus átomos –mediante su capacidad para formar estructuras tridimensionales interconvertibles y flexibles- lo que les permiten acciones moleculares específicas, frente a sus ligandos, mediadas por enlaces débiles.

Algunas definiciones de información van desde “dar forma o substancia a una cosa” a otras tomadas directamente del pensamiento de Schrödinger: ”la expresión matemática de información es idéntica a la expresión de entropía tomada con signo inverso”.

Y así como la entropía de un sistema expresa el grado de su desorganización, la información proporciona la medida en que dicho sistema está organizado. Así entendida, la información puede ser denominada información estructural: es decir, hace referencia a la organización establecida en un cuerpo, o en un conjunto, mediante determinadas distribuciones, disposiciones o relaciones espaciotemporales entre sus elementos o partes.

En conclusión, la información material en el Universo viene determinada por la interacción y por la estructura o forma resultante que, a su vez, informa las sucesivas interacciones. Para entender la naturaleza de la información en los seres vivos, la biología debe plantearse conectar con este concepto de información estructural de la materia, y no caer en una especie de neovitalismo informativo centrado en la información secuencial, y en la proyección vitalista de los mensajes genéticos.









(Nota 1) LOS EXOSOMAS COMO VESÍCULAS DE EVOLUCIONABILIDAD PROTOCARIOTA.
En una entrada anterior –Origen de la vida y origen de la célula eucariota- propuse la hipótesis del protocarionte o protocariota, como la primera célula en el origen de la vida. Esta célula primitiva tendría las características básicas de los eucariotas –correspondientes a 347 genes exclusivos de ellos, relacionados con la endocitosis, el sistema de transducción de señales y la síntesis de proteínas en el núcleo- y un particular sistema de evolucionabilidad.

Sin entrar aquí en muchos detalles (ver entrada citada) el propósito de esta nota es la posible relación de los exosomas –por su universalidad, filogénica y funcional, en la comunicación intercelular- con las vesículas o semillas de evolucionabilidad: arqueas, bacterias y virus. Entre las principales ventajas de estas vesículas de evolucionabilidad (el término semillas sólo es para dar fuerza expresiva a la idea de siembra de vesículas acariotas) estaría la exaltación de mecanismos de herencia horizontal, que propiciaran una evolución exógena al protocarionte, como la evolución exógena del metabolismo energético, a cargo de algunas de estas vesículas que devendrían en bacterias. Las vesículas que, al azar, portasen un equipamiento enzimático primitivo, fundamental para realizar un metabolismo básico, podrían ir colonizando ambientes diversos, y ser fagocitados por el protocariota.
Así pues, el metabolismo se desarrollaría desde las vesículas acariotas (bacterias), expulsadas y, posteriormente, endocitadas, de forma sucesiva, por las protocariotas. Sería un metabolismo externo al protocariota y realizado en el acariota con las proteínas y genes que, al menos inicialmente, le proporcionara el protocariota. La externalización tendría como ventaja inicial la selección exterior, en ambientes muy diversos, de las adaptaciones más ventajosas, y que esto fuese más fácil que el desarrollo interno de un complejo sistema de integración de módulos en el protocariota.  
Los eucariotas se formarían mediante el baile continuo de interacciones entre protocariotas y acariotas: los precursores protocariotas más eficaces serían los que comenzaran una actividad fagocítica cada vez más específica, de la que dependería su nutrición, ya que la sopa primigenia se iría esquilmando. Es probable que la aparición del oxígeno -tras la fotosíntesis oxigénica- y su toxicidad para los protocariotas, promoviera en éstos el paso de la fagocitosis a la endosimbiosis, fundamentalmente para aprovechar los sistemas enzimáticos de adaptación al 02, de las bacterias precursoras de las mitocondrias.
Inicialmente, al menos, todas las proteínas con especificidad complementaria, tanto las de las membranas  protocariotas como las de las membranas acariotas, procederían de los protocariotas.
Así, durante este largo periodo, la selección natural favorecería las variaciones de los protocariotas que lograran:
1)   Producir  exomódulos acariotas, englobados en vesículas exosómicas, con un metabolismo cada vez más eficaz que interiorizara los metabolitos ambientales más apropiados y los transformara convenientemente. Esto constituiría una especie de cultivo celular acariota.
2)   Expulsar –por exocitosis y gemación- y, posteriormente, endocitar, de forma continua, las vesículas y exomódulos con especificidad creciente, y seleccionarlos por su eficacia metabólica, desarrollando así un sistema interno de transducción de señales. Este proceso culminaría con la adquisición de mitocondrias y la consiguiente formación de la célula eucariota. 
3)   Desarrollar los mecanismos genéticos que exaltasen la variabilidad y especificidad: virus, elementos genéticos móviles y otros mecanismos de herencia genética horizontal. 
Así, paulatinamente, se produciría el origen único de la célula eucariota (origen monofilético), con la posterior selección e incorporación de las vesículas y exomódulos acariotas más eficaces -ya que los protocariotas constituirían el único vórtice de esta selección- y, al mismo tiempo, una auténtica explosión de diversidad acariota: arqueas, bacterias y virus. 







Parte del texto de este artículo aparece en un monográfico del Club de Amigos de la Unesco de Madrid: La importancia de la cultura científica. Edición coordinada por Bernardo Herradón. Nº 335 de Cuadernos CAUM.





BIBLIOGRAFÍA
  • Darwin, C. (1980). El origen de las especies. Ed. Bruguera. Barcelona.
  • Darwin, C. (2009). Autobiografía. Editorial Laetoli. Pamplona.
  • Eldredge, N. (2009). Darwin. El descubrimiento del árbol de la vida. Katz Editores. Buenos Aires. Madrid.
  • García Rodriguez, A. (2018). ¿Me conoces? Soy un exosoma. UAM Ediciones. Madrid.
  • Jacob, F. (1999). La lógica de lo viviente. Una historia de la herencia. Tusquets Editores. Barcelona.
  •  Mayr, E. (2016). Así es la biología. Ed. Debate. Barcelona.
  • Schrödinger, E. (2005). Qué es la vida. Textos de Biofísica. Facultad de Farmacia. Universidad de Salamanca.