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jueves, 26 de septiembre de 2019

HISTORIA Y FILOSOFÍA DE LA BIOLOGÍA III; LA NECESIDAD Y LA CONTINGENCIA




Como hemos visto en las entradas anteriores, en la segunda mitad del siglo XIX se producen grandes avances en el conocimiento de los seres vivos, ya liberado de creadores y de fuerzas misteriosas; y con estos nuevos conocimientos se asienta la biología experimental –inicialmente en ramas como la anatomía, la fisiología, la citología, la microbiología, la evolución, la genética, la bioquímica y la inmunología- al lograr deslindar las unidades propias de los niveles de integración, que actúan como agentes en los procesos biológicos –individuos pluricelulares, células y biomoléculas, principalmente- así como sus relaciones evolutivas. Respecto a esto último, queremos adelantar aquí que las principales teorías evolucionistas mantienen diferentes posiciones frente al papel relativo que desempeña el medio ambiente en las relaciones evolutivas entre los agentes biológicos. Sensu lato, veremos que el planteamiento de este problema está indisolublemente asociado a otros: como el de la prioridad entre estructura y función, y el de las relaciones entre el azar, la necesidad y la contingencia.
En este recorrido histórico vamos a prestar particular atención al necesario equilibrio, en el avance del conocimiento científico, entre lo que llamamos las ideas -de carácter inicialmente más filosófico- y los conceptos, más pegados a la experiencia conseguida mediante el análisis de los objetos. No se trata de unir, sin más, filosofía y ciencia, sino de entender el estado actual de la ciencia por su historia.  Así, a lo largo de la historia de la ciencia, mediante este equilibrio dinámico entre ideas y conceptos, se han ido construyendo hechos y teorías, a medida que el conocimiento empírico y el experimental consolidaban los conceptos. En este sentido, debemos tener en cuenta que para que un objeto pueda ser analizado, no es suficiente con descubrirlo; hace falta una nueva mirada que lo explique, una teoría que lo interprete, como se ilustra perfectamente con los descubrimientos que el microscopio y el telescopio ponen delante de nuestros ojos; ambos instrumentos nos ayudan a ver, pero es la teoría -como la Teoría Heliocéntrica- la que nos permite observar e interpretar. Las observaciones llevadas a cabo por A. Leeuwenhoek y por R. Hooke, carentes de explicación teórica, sólo pusieron de manifiesto un mundo desconocido que frecuentemente descentraba a los naturalistas, ya abrumados con sus problemas de clasificación de seres macroscópicos; el pensamiento de la época no sabe que hacer con esta explosión de diversidad microbiana, y a lo más que llega es a reavivar la discusión entre partidarios y detractores de la idea de generación espontánea.
Así pues, algún tipo de teoría enmarca siempre los hechos, los enunciados observacionales: las preguntas y las respuestas. A este respecto, como ya hemos visto en alguna entrada anterior, E. Schrödinger resaltaba la importancia de la teoría en la ciencia con una expresiva frase: “Se trata no tanto de ver lo que aún nadie ha visto, como de pensar lo que todavía nadie ha pensado sobre aquello que todos ven”. Esta frase es parecida a otra previa de J. W. von Goethe: “Todo ha sido ya pensado. El problema es pensarlo de nuevo.” No encuentro mejor resumen, para ilustrar la relación entre hechos y teoría, que el de estos dos grandes genios.
Para abordar convenientemente esta cuestión, hemos de recordar que, hasta llegar al momento glorioso del comienzo de la biología experimental, el estudio de los fenómenos vitales realizó una larga travesía, partiendo de la concepción fijista y creacionista de la naturaleza en su conjunto, propia del pensamiento escolástico. Así, desde el siglo XVI hasta el XX se produce un cambio profundo en el conocimiento de los seres vivos y de su entorno natural. A este respecto, Jacob (2014) ofrece una visión panorámica bastante detallada de este proceso de cambio, que yo utilizo como hilo conductor para mi interpretación crítica de la historia y filosofía de la biología. Así pues, a partir de aquí nos limitaremos a hacer una revisión de las principales ideas tratadas en entradas anteriores, pero desmenuzando los elementos principales de la historia del conocimiento biológico –ideas, hechos y conceptos en la mente de los principales autores de estos siglos- para ver cómo aparecen mezclados de formas distintas; auténtico caleidoscopio de la realidad en cada época, y en cada autor: materialismo, vitalismo, continuidad, discontinuidad, uniformismo, gradualismo, saltacionismo, teleología, azar, necesidad, contingencia, estabilidad, variación, estructura, función, etc.; en distintas combinaciones y proporciones. Llegados a este punto, no podemos eludir la cuestión: ¿cuál es el caleidoscopio, o caleidoscopios, de nuestra época? ¿Cuáles son las principales ideas, hechos y conceptos que debemos colocar en la actualidad, para obtener una imagen, lo más precisa posible, de la realidad? En las sucesivas entradas intentaremos dar respuesta a estas preguntas, y formarnos la imagen más adecuada que, actualmente, nos ofrece el conocimiento de los seres vivos.
En algunas entradas anteriores hemos visto que nuestra imagen del mundo puede venir de la mano de la religión, de la filosofía o de la ciencia. De las tres fuentes, la única que es totalmente ajena a una visión lo más objetiva posible de la realidad, es la religión, que se mueve en el terreno de las creencias; y, por tanto, debe estar circunscrita, y respetarse, en el ámbito de la intimidad de los creyentes.
Las otras dos fuentes -la filosofía y la ciencia- no sólo no se excluyen, sino que, como ya hemos visto y ampliaremos aquí, se necesitan mutuamente para sus respectivos progresos. Recordemos que -en algunas de esas entradas anteriores: Ciencia, filosofía y religión (10 de mayo de 2018)- distinguíamos entre las preguntas que se hace la ciencia y las que se hace la filosofía. Así decíamos que, mientras que la filosofía se plantea el sentido del mundo: ¿por qué las cosas son?, la ciencia aborda principalmente el modo de ser de la realidad material: ¿cómo son las cosas? Aunque esta formulación de principios parece poner algunos límites claros entre estas dos fuentes del conocimiento racional, pronto veremos que las ideas y los conceptos de ambas se entremezclan permanentemente. En la misma entrada, también veíamos cómo E. Mayr (2016) plantea que la biología, como cualquier otra ciencia, debe responder a tres tipos de preguntas: “¿qué?”, “¿cómo?”, y “¿por qué?”; y que la respuesta a estas preguntas debe ayudar a delimitar las distintas ramas de la biología y sus respectivas naturalezas filosóficas. Así pues, el planteamiento filosófico de ¿por qué las cosas son?, necesariamente tiene en cuenta “el qué”, “el cómo” y “el por qué” aportados por el conocimiento científico. De esta forma, paulatinamente, a medida que aumenta el ámbito y la experiencia del análisis del mundo material, muchas de las ideas filosóficas se van transformando en conceptos científicos. Por su parte, los científicos siempre van a enmarcar los nuevos hechos con teorías previas, preñadas de ideas y conceptos.
Las preguntas del tipo “¿qué?” son fundamentales para iniciar cualquier clase de conocimiento científico. Estas preguntas nos llevan a describir, identificar y clasificar seres y procesos del ámbito de la realidad material que nos propongamos conocer, sea cual sea su nivel de integración: bioquímica, biología molecular, celular, pluricelular (botánica, zoología), etc.
Las preguntas del tipo “¿cómo?” y “¿por qué?” pretenden ir más allá de la necesaria descripción y clasificación inicial. El “¿cómo?” es más frecuente en las ciencias físicas que el “¿por qué?”, y esto principalmente por su dominio de actuación, cuyas entidades materiales se remontan al Big Bang. Más allá de este dominio las preguntas del tipo “¿por qué”? caen, actualmente, en el ámbito de la metafísica; aunque es posible que, en un futuro no muy lejano, se amplíe el ámbito de actuación más allá del Big Bang, y lo que hoy es metafísica se constituya en física, como ha ido pasando repetidamente con muchas ideas desde el modelo geocéntrico hasta la actualidad.
Por su parte, en biología, el “¿cómo”? delimita un enfoque funcional característico de la fisiología del nivel de complejidad celular o pluricelular. Así, en el siglo XIX -antes de la formulación de la teoría de la evolución por selección natural de Charles Darwin- en las ciencias naturales predominaban las preguntas del tipo “¿cómo?”, tanto en fisiología como en embriología, ambas disciplinas muy fisicistas. Mayr (2016) comenta al respecto que estas dos disciplinas “también se planteaban, en esa época, preguntas del tipo ¿por qué?; pero para el cristianismo dominante en Occidente la respuesta era fácil: Dios el Creador (creacionismo), Dios el Legislador (fisicismo) o Dios el Diseñador (teología natural)”.
Con la irrupción de Darwin en la biología, las preguntas del tipo “¿por qué?” adquieren sentido dentro del paradigma evolucionista darwiniano: en este momento, la biología comienza a plantearse, de forma científica, objetiva, el origen, la naturaleza y la evolución de los seres vivos. Efectivamente, con la publicación en 1859 de El origen de las especies por selección natural (Darwin,  1980) podemos fechar el nacimiento de la moderna biología, y no sólo por la importancia incuestionable de la obra de Darwin, sino porque, en la inmediatez de esta fecha, ven la luz la teoría celular de Schleiden, Schwann y Virchow; los experimentos de Louis Pasteur que ponen fin a las especulaciones vitalistas sobre la generación espontánea de vida; y los trabajos de Gregor Mendel sobre la naturaleza particulada de la herencia. Estos cuatro hitos ponen fin, formalmente, a cientos de años de prejuicios y oscurantismo alrededor de los seres vivos; que eran considerados entidades fijas, sin variación alguna, bien como productos de la creación divina, o bien como resultado de un proceso de generación espontánea bajo la acción de algún tipo de fuerza vital.
En esta breve revisión histórica del avance del conocimiento biológico vamos a comenzar por el siglo XVI en Europa, momento y lugar desde el que surgirán los primeros brotes de pensamiento científico. La historia que pretendemos abordar aquí es la historia de la idea de naturaleza, a medida que se va transformando en concepto científico, desde la concepción de instrumento para los designios divinos, del siglo XVI, hasta la actualidad, pasando por Darwin, que marca el punto de inflexión científico con su visión genuinamente materialista de la evolución por selección natural.

La naturaleza como agente de Dios
A la luz de los conocimientos actuales, resulta casi inconcebible la idea del siglo XVI de que los seres vivos eran engendrados por generación divina: por una parte, animales y plantas, que pueden engendrar semejantes mediante la unión, por la acción de Dios, de la materia y la forma; aunque, aquí, los padres no sean más que la sede de las fuerzas (el alma y el calor innato del líquido seminal) que unen la materia con la forma. Por otra parte, los seres considerados inferiores (gusanos, moscas, serpientes, ratones, etc.) que no nacen de la simiente, sino por generación espontánea desde la materia en putrefacción, la suciedad y el barro, bajo la acción del calor del Sol.
Veremos que el concepto científico de reproducción no se forma hasta la segunda mitad del siglo XVIII, a partir de experiencias de regeneración en invertebrados. A pesar de que es ya evidente que los humanos nos reproducimos sexualmente, seguimos empleando el término generación para designar cada eslabón de la concatenación sucesiva de padres e hijos. Pero, aun sin tener la concepción científica de reproducción sexual, no era menos evidente, para los humanos de cualquier época, la relación de semejanza entre padres e hijos: los corderos generaban corderos; los caballos, caballos; las uvas, uvas. Además, todos ellos con características parecidas. Está claro que la humanidad ha sabido aprovechar su experiencia práctica, al margen de sus creencias religiosas; como ilustra el refrán: a Dios rogando y con el mazo dando. Al igual que hemos visto con el avance del conocimiento científico, las ideas -en este caso religiosas- acompañan siempre a la experiencia, sea ésta del tipo que sea. Así pues, por un lado, tenemos las creencias, muchas veces atenazadoras; y, por otro, la práctica empírica de jardineros, agricultores y ganaderos. Paradójicamente, es en el terreno del conocimiento filosófico y científico sobre los seres vivos, donde más ha costado desterrar creencias y supersticiones -quizá porque los estudiosos de la naturaleza eran mayoritariamente clérigos- como la idea de generación espontánea, que se mantuvo hasta que Pasteur la refutó definitivamente en la segunda mitad del siglo XIX.
Para Jacob (2014), el siglo XVI es un siglo sin leyes de la naturaleza: “No se distingue entre la necesidad de los fenómenos y la contingencia de los sucesos”. Las leyes de la naturaleza empezarán a asomar en la mente de los científicos en el siglo XVII, pero inicialmente sólo en la física; poco después en la química; y mucho más tarde en la biología. Esto es consecuencia del   aumento de la contingencia en la evolución de los seres vivos, respecto a los niveles de integración inferiores (molecular, atómico, y subatómico): menos complejos y mucho más regulares y predecibles. Por eso, la biología tiene algunas particularidades respecto a las otras ciencias naturales: tiene menos leyes, es histórica, y resulta más difícil de matematizar. Los sucesos contingentes en biología son hechos históricos irrepetibles, que no pueden enunciarse como leyes, pero que dejan su huella evolutiva en la estructura y en la función de los seres vivos. Sólo la necesidad de los fenómenos (lo que no puede dejar de ser) puede elevarse a ley, también en los fenómenos en los que estén implicados los seres vivos y sus procesos. Como ya vimos en algunas entradas anteriores (El azar, la necesidad y la contingencia, principalmente) cada contingencia, en la evolución biológica, encadena necesidades previas con nuevas necesidades, propias de las estructuras resultantes en la última contingencia.
Pero volviendo al siglo XVI, en él todo parece embrollado, caprichoso, resultado del designio divino; como hemos visto, todo ser se explica mediante la unión singular de materia y forma. Aquí reaparecen las ideas aristotélicas, pero teñidas de las creencias de la escolástica. No hay leyes naturales que permitan entender a los seres y sus procesos; la naturaleza aparece ligada a la voluntad de Dios, pero no como el resultado acabado de su obra, sino como su agente ejecutor: el que da forma a la materia generando permanentemente los seres -ríos, montañas, planetas, animales, plantas- manteniendo y dirigiendo su creación. Resultado de esta creación divina, cada ser vivo es un eslabón de la cadena secreta que une todos los objetos de este mundo, la cadena continua de los seres. Veremos que esta idea está presente en el siglo XVII para explicar la formación de los individuos de una misma especie, como resultado de creaciones simultáneas realizadas sobre el modelo de la creación divina inicial. Aquí vemos como la relación entre materia y forma (podríamos decir la estructura) tiene carácter divino: la materia es como el barro con el que Dios modela los seres. En palabras de Jacob (2014): “La generación no es más que una de las recetas utilizadas cotidianamente por Dios para la conservación de un mundo creado por Él”.
Pasará algún tiempo hasta que la estructura, se explique científicamente como resultado de las continuas interacciones de las unidades energético-materiales; y esta cuestión tiene mucho que ver con la forma de entender las funciones y las estructuras de los seres vivos, siempre estrechamente relacionadas en su evolución.
Pero ¿cómo salimos de este pensamiento teológico, cuyas causas primeras y fines últimos son de naturaleza divina? Como ya hemos apuntado, la biología fue la última ciencia natural en abandonar el pensamiento subjetivo; primero le costó abandonar todo vestigio de teología; pero, aún hoy, tiene constantes tentaciones de recaer en planteamientos vitalistas y teleológicos.

Disposición de las estructuras visibles
En el siglo XVII los naturalistas comienzan con el análisis de las estructuras visibles y la clasificación de los seres vivos. Como hemos comentado más arriba, la generación ya no es una creación única, sino el medio regular que asegura la perpetuidad de las especies; pero entendidas, éstas, aún en la lógica de la cadena continua de los seres. En esta época, el foco de atención, en las ciencias naturales, pasa de la creación de la naturaleza a su funcionamiento físico. Galileo, Descartes, Leibniz, Newton, entre otros, se plantean descifrar la ciencia de la naturaleza: hay que descubrir la clave, el orden, el código, las causas de los fenómenos, y unirlos entre sí mediante leyes. Estos grandes genios sustituyen el sistema de signos divino, dejado por el Creador en los seres, por el sistema de signos de las matemáticas, que permite descomponer, analizar y recomponer las cosas, por lo que resulta muy objetivo y eficaz; pero limita el ámbito de la ciencia de la naturaleza a la física, la única que puede expresarse en lenguaje matemático. Se pasa, así, de la oscuridad de la interpretación de la naturaleza a través de los textos sagrados, a la claridad y coherencia del cálculo matemático. Sólo así se puede elevar a ciencia la interpretación de fuerzas aún misteriosas como la gravedad.
Pero ¿qué pasa con el estudio de los seres vivos? Para empezar, hasta finales del siglo XVIII no existe una frontera clara entre las cosas y los seres vivos, que hasta entonces forman un todo continuo en la cadena de los seres. Así, según Buffon: se puede “ir bajando gradualmente de la criatura más perfecta hasta la materia más informe, del animal mejor organizado al mineral más tosco”, (Jacob, 2014).
Antes de continuar con los avances en el conocimiento de los seres vivos, quiero hacer una llamada de atención sobre la controversia entre la perspectiva gradualista y la saltacionista en las teorías evolucionistas. Frecuentemente se asocian -y se desacreditan- las posiciones saltacionistas con las catástrofes creacionistas; sin embargo, aquí vemos claramente asociado el gradualismo con la idea creacionista de la cadena continua de los seres. Más adelante retomaremos esta polémica.
Pero volviendo al siglo XVII, tenemos que destacar la influencia de la física, y más concretamente de la mecánica, en el avance del conocimiento científico de los seres vivos. En este momento no hay alternativa, o se continua con la imagen confusa de una naturaleza teológica, o se busca una imagen coherente y unitaria del mundo natural; y esta unidad y coherencia sólo podía venir de la revolución científica naciente en las ciencias físicas de la época: la mecánica. Así pues, todo en la naturaleza funciona como una máquina, es más, toda la naturaleza es una máquina. Esta concepción mecanicista afecta fundamentalmente a la naciente fisiología, derivada de la práctica médica, que pretende responder a las preguntas de tipo “cómo”, pero sin distinguir aún funciones vitales generales, sólo órganos que funcionan dentro de la mecánica universal.
Pero ¿qué ocurre con las preguntas del tipo “qué”, relacionadas con el inventario de los seres naturales? De acuerdo con Jacob (2014), estas preguntas, y sus respuestas, se van agrupando en una rama del conocimiento denominada historia natural, basada en el análisis de las estructuras visibles y su clasificación, según su grado de organización y sus capacidades de movimiento y razonamiento: animales, vegetales y minerales, inicialmente sin separaciones netas entre ellas. Antes de entrar más a fondo con la clasificación de los seres vivos, en el siglo XVII, vamos a ver que el elemento común de estos dos campos del conocimiento -la fisiología mecanicista y la historia natural- es el movimiento, y sus leyes. Así, en el primer campo, se aborda el estudio del esqueleto de los animales en relación con su tamaño, al tipo de desplazamiento por su medio físico; a la circulación de la sangre mediante el efecto de bombeo del corazón, etc. Todas las fuerzas de naturaleza divina, del siglo XVI, son sustituidas por fuerzas mecánicas; aunque, pronto, éstas muestran sus limitaciones para explicar la creciente complejidad del mundo vivo. Además, y no menos importante, escapando de las explicaciones teológicas se había llegado a concebir la naturaleza como una máquina, pero una máquina obedece a un diseño y a una inteligencia diseñadora exterior, esto es a un proyecto, a una finalidad; en definitiva, recaemos en un pensamiento teleológico.
Pero llegar a un pensamiento totalmente objetivo es difícil; en el tránsito de la teología al materialismo nos encontramos con toda clase de situaciones intermedias de naturaleza metafísica. Así, por ejemplo, tenemos posiciones de materialismo científico, pero deístas, como la de Descartes: Dios crea el mundo, con sus leyes y su movimiento inicial, pero luego deja de intervenir. Para Descartes, los humanos, con nuestro pensamiento, establecemos una relación singular con la naturaleza: “nosotros, que conocemos, y los objetos que deben ser conocidos”. El conocimiento se desplaza, así, de la mera contemplación de una naturaleza en continua creación divina, al desciframiento de sus leyes para entender su funcionamiento.
También abundan las posiciones animistas y vitalistas, que exaltan supuestas actividades y transformaciones, de carácter mágico, de la materia viva. Hay una tendencia a entender el mundo vivo desde la perfección de una inteligencia infinita, o desde la atribución a muchos seres vivos de cualidades humanas. Un buen ejemplo de esto lo tenemos en las explicaciones que encontramos, en el siglo XVIII, acerca de la perfección y regularidad de las celdillas de los panales de abejas; coincidente con el mejor aprovechamiento posible del espacio: cada celdilla establece un estrecho contacto con otras doce sin dejar intersticio alguno. Como ya hemos señalado, las explicaciones basadas en la tendencia a la perfección de la naturaleza oscilan desde la suposición de una inteligencia infinita, que ordena cómo deben actuar las abejas, al planteamiento de una capacidad de conocimiento matemático de las abejas.
Pero hay otra explicación alejada de la perspectiva perfeccionista, de naturaleza teleológica; se trataría de un enfoque materialista monista basado en la necesidad de los procesos naturales (energético-materiales) y en la contingencia de los sucesos. Así se observa que, en la naturaleza, aparecen objetos diversos de simetría hexagonal siempre que estructuras cilíndricas o esféricas son sometidas a presiones iguales. En el caso de los panales de abejas, cada gota de cera -y la abeja en su interior- tienden a ocupar el mayor volumen posible en el espacio disponible, donde el contacto de unas gotas contra otras las empuja a adoptar, necesariamente, una forma hexagonal. En esta forma de ver las cosas, genuinamente científica, sustituimos la teleología metafísica -no sólo los dioses o los demiurgos sino también una inteligencia infinita externa o la capacidad matemática de las abejas- por las leyes naturales de la física (la necesidad) y sus condiciones de actuación (la contingencia); no hace falta nada más para explicar la maravillosa forma de los panales de abejas, la selección natural explica su perspectiva evolucionista.
Por otro lado, en oposición al mecanicismo -y sus limitaciones para explicar la complejidad de la vida- aparecen en el siglo XVIII diversas corrientes vitalistas, además de marcado carácter teleológico, para dar cuenta de la finalidad de los seres vivos. En estas corrientes, y a diferencia del animismo, la fuerza vital, como propiedad de la materia, se “instala” en cada parte diferenciada del organismo para otorgarle sus características particulares; pero los vitalistas no la “persiguen” para entenderla, sólo utilizan la fuerza vital como interpretación de sus investigaciones. En oposición a la máquina del mundo o a la perfección extrema de lo vivo, los vitalistas pretenden conocer a los seres vivos mediante el estudio de sus estructuras visibles: deslindarlas y liberarlas de adherencias mecanicistas y metafísicas, para intentar interpretarlas científicamente; pero, aunque la interpretación final es vitalista, en el análisis de las partes de los seres vivos se aplica todo el rigor metodológico que la física ha ido consiguiendo a lo largo del siglo XVII.
Así, la naciente historia natural realiza la primera descripción y clasificación de los seres vivos basada en el conocimiento y comparación de sus estructuras visibles y sus relaciones: ¿cuáles son semejantes y cuáles diferentes? Se inicia pues la observación, la descripción y la comparación de los seres vivos, más mediante el análisis de sus partes que por su visión global. Pero hay que elegir qué se compara. Según Linneo, la descripción de las partes debe hacerse “según el Número, la Figura, la Proporción y la Situación”. Así, por ejemplo, no se trata de comparar una planta con otra globalmente, sino de comparar, según los criterios de Linneo, las partes de una y otra: pétalos, sépalos, hojas, estambres, pistilos, etc. El número de elementos a analizar y sus combinaciones posibles es enorme. La tarea es ingente y llena de dificultades, aún más en aquella época. Jacob (2014) plantea algunas de ellas:
·       Primero, por la diversidad del mundo viviente: el número de variedades conocidas, que suman varias decenas de miles a finales del siglo XVII, aumenta sin cesar, y el microscopio ha privado de todo límite al mundo viviente.
·       Segundo, por su continuidad: hasta el siglo XIX no sólo no existe una frontera bien definida entre los seres y las cosas, sino que el mundo vivo forma una trama ininterrumpida. Todo es progresivo, gradual. La naturaleza no da saltos.
·       La tercera dificultad para ordenar el mundo viviente estriba en que, como dice Buffon, “en la naturaleza no existen más que individuos, y los géneros, los órdenes y las clases sólo existen en nuestra imaginación”.
En el límite, para reflejar fielmente la naturaleza, una clasificación de los seres debería ramificarse hasta el infinito. Debería comprender tantas categorías como individuos pueden existir. Pero entonces no sería posible la ciencia.
Se trata de vislumbrar las “líneas de separación” allí donde todo parece continuo, de encontrar vacíos allí donde la naturaleza parece ignorarlos.
Como veremos más adelante, estas dificultades que expone Jacob encuentran respuestas, distintas pero complementarias, en los trabajos de Cuvier y Darwin: la unidad y la unicidad (la diversidad extrema) de los seres vivos sólo pueden explicarse mediante un origen y una evolución común, donde la contingencia sustituye a la generación continua de la cadena de los seres.
Jacob subraya la dificultad para clasificar los seres vivos, con palabras de Buffon: “Éste es el punto más delicado de la historia de las ciencias: saber distinguir bien lo que hay de real en un sujeto de lo que nosotros introducimos de arbitrario al considerarlo”. Este problema tiene que ver con las limitaciones humanas a la hora de enfrentarse con el conocimiento de la realidad. La imagen que obtenemos de ella puede tener mejor o peor perspectiva -en unos casos veremos los bueyes delante del carro, y en otros detrás- dependiendo de las ideas filosóficas que guíen nuestra interpretación; pero también podemos ver la realidad con más o menos píxeles, pero bien enfocada, dependiendo de los medios analíticos que empleemos. Todo es cuestión de información: el big data complementa y sustituye a las estadísticas sociológicas, mientras que en física se recurre a la mecánica estadística y a la mecánica cuántica para operar desde nuestras limitaciones observacionales. Sin duda la mejor clasificación de los seres vivos sería la individual, la que siguiera las ramas y ramitas de la evolución hasta cada ser vivo. Pero, obviamente, esto es imposible y, además, poco práctico: sería como intentar conocer la trayectoria singular de cada molécula de un gas. A pesar de todas estas dificultades, el genio de Linneo, aun desde una perspectiva creacionista, consiguió una clasificación tan ajustada al orden natural que dejó preparado el camino para las teorías evolucionistas venideras.
Para Linneo, la mejor clasificación posible de las plantas implica: la observación atenta, la descripción completa y rigurosa de todas las partes visibles y la extracción del carácter propio de cada una de ellas; algo así como la caricatura de cada planta, sus rasgos más característicos. Con esta simplificación, se trata ahora de comparar el carácter de unas plantas con el de otras, buscar sus similitudes y diferencias; y, así, ir estableciendo jerarquías de clasificación o taxones, es decir una taxonomía. Linneo distingue, así, cinco taxones: Reino, Clase, Orden, Género y Especie. Las especies presentan variedades, que Linneo explica por “una causa accidental, debida al Clima, al Terreno, al Calor, a los Vientos, etc.”. Conviene reflexionar aquí sobre la explicación de Linneo a la existencia de variedades en relación con la consideración de Buffon sobre la única existencia de individuos en la naturaleza y no de categorías taxonómicas. Aquí hace falta ahondar en la relación entre las especies y sus medios, para ver que las variedades suponen realmente la contingencia última y particular de poblaciones de individuos -de una determinada especie- adaptados a las condiciones singulares de sus respectivos medios; y esto no es un dato anecdótico.
De todas las clasificaciones de los seres vivos que se proponen en el siglo XVII, se van eligiendo las que reducen la arbitrariedad e intentan encontrar el orden natural; entre ellas destaca el sistema natural de Linneo, con su nomenclatura binomial, que designa a las especies con dos nombres: el primero, en mayúscula, hace referencia al género; y el segundo, en minúscula, indica la especie; así, por ejemplo, el nombre específico del lobo es Canis lupus. Hemos dicho que el sistema natural de Linneo preparó el camino a las teorías evolucionistas posteriores, y esto a pesar de su concepción creacionista. La explicación de esta paradoja viene de su celo por entender y ajustarse al orden natural. Para Jacob (2014), Linneo aplicó las ideas de Aristóteles -tintadas por la escolástica de la época- de identificar a los seres vivos por su esencia, entendida ésta como una combinación de género y diferencia; y, junto con su concepción creacionista, buscó lo esencial de las plantas en lo relativo a “la generación ininterrumpida de las especies”; esto es, a la continuidad estructural de la cadena de los seres, donde generación tras generación -desde la creación- lo semejante genera siempre lo semejante. Y este planteamiento, a pesar de sus problemas de enfoque, da un punto de objetividad a los sistemas naturales de clasificación: el parentesco entre los individuos, esto es, las relaciones de filiación en las especies. Esta búsqueda de la esencia de los seres vivos llevó a Linneo a centrar su búsqueda de orden natural no tanto en su estructura visible como en la continuidad generacional de la misma a través de las especies. En palabras de Linneo: “Contamos con tantas especies como formas creadas hubo en el principio”. Así pues, el concepto de especie es, desde el siglo XVII, la piedra angular de todos los sistemas naturales de clasificación biológica; aunque, en su nacimiento, es utilizado para poner orden en la continuidad, gradual y fijista, de la cadena de los seres desde su creación. Habrá que esperar hasta el siglo XIX, con Darwin, para concebir una filiación evolutiva de las especies.
En el avance del conocimiento de las ciencias naturales, desde siglo XVII, vamos a ver cómo nace la química -en distintas etapas- mediante la confluencia del conocimiento empírico, con connotaciones mágicas, de la alquimia con el más científico de la física, de la mano de Newton, que mostró gran interés y dedicó mucho tiempo al estudio y práctica de la primera, pero, inevitablemente, sin perder la perspectiva de sus gigantescos logros en la segunda. Para Jacob (2014), Newton va descubriendo el mundo de la alquimia, con sus sustancias, pero desde la atalaya conquistada en el mundo de la física: a las leyes del movimiento de la mecánica añade, ahora, la noción de una materia constituida por partículas y de un espacio vacío por el que se desplazan. Aparece también el concepto de atracción entre las partículas, que da coherencia al universo material; pero también proporciona una explicación científica a la unión preferente de unas sustancias con otras, que la alquimia relacionaba con la astrología. A partir del concepto de atracción se desarrolla el de afinidad, como la fuerza que une sustancias diferentes, en mayor o menor grado. Se observa que en una mezcla de sustancias unas son desplazadas por otras en función de sus afinidades relativas; que pueden medirse, así, determinando el grado de desplazamiento de unas sustancias por otras. La afinidad de las sustancias es, como el carácter de las plantas, la marca que sirve para poner orden en la naciente química. Responde a las preguntas de tipo “qué”, pero respondiendo al “cómo”.
De esta manera, Lavoisier utiliza un método similar al de Linneo para clasificar las sustancias químicas, agrupándolas por sus propiedades comunes, por su “carácter”, y por la forma de reaccionar los miembros de un grupo con los de otro. Al igual que ocurría con la botánica, es muy importante la nomenclatura de las sustancias químicas en función de sus propiedades generales y específicas; por ejemplo, carácter general de ácido y específico de tipo de ácido: ácido clorhídrico, ácido sulfúrico.
Esta transición del mecanicismo de la física, impulsada por Newton -que sirve de partera a la naciente química- tiene su correlato en las ciencias de la vida. Si hasta entonces las preguntas del tipo “cómo”, que se hacía la fisiología, no pasaban del análisis mecánico de la circulación de la sangre impulsada por el bombeo del corazón; en el siglo XVIII este tipo de preguntas encuentra apoyo en los conceptos y métodos de la química. Se inicia así el estudio químico de la respiración y de la digestión. Lavoisier compara la respiración de un animal con la combustión de una vela, aplica los mismos métodos de estudio y extrae los mismos conceptos. Se abre una nueva época para el estudio funcional de cualquier órgano desde la química; y, a diferencia del anterior estudio estructural de las partes visibles, la perspectiva funcional permite vislumbrar el organismo como un todo integrado de órganos, aparatos y sistemas en las denominadas funciones vitales. Esta visión orgánica funcional de los seres vivos va a permitir, al fin, salir del circulo vicioso de la generación -divina o mágica- de la cadena continua de los seres, caracterizados por sus estructuras visibles.


BIBLIOGRAFÍA

·       Jacob, F. (2014). La lógica de lo viviente. Metatemas. Tusquets Editores. Barcelona.
·       Mayr, E. (2016). Así es la biología. Ed. Debate. Barcelona.
·       Bernal, J. D. (1979). La ciencia en la historia. Editorial Nueva Imagen. México.
·       Ordoñez, J.; Navarro, V.; Sánchez Ron, J. M. (2015). Historia de la ciencia. Espasa. Barcelona.
·       Solís, C. y Sellés, M. (2015). Historia de la ciencia. Espasa. Barcelona.





































































miércoles, 23 de enero de 2019

HISTORIA Y FILOSOFÍA DE LA BIOLOGÍA (II): VITALISMO Y MATERIALISMO




HISTORIA Y FILOSOFÍA DE LA BIOLOGÍA (II): VITALISMO Y MATERIALISMO

                
En la anterior entrada nos planteamos saber qué es un ser vivo, y , además, definir qué niveles de existencia se pueden calificar como vivos; o lo que es lo mismo, ¿en qué niveles de integración tenemos seres con unos atributos o cualidades propios de lo que denominamos vida?

Llegar a este planteamiento no ha sido fácil a lo largo de la historia de la biología, entre otras cosas porque, para entender bien a los seres vivos y su evolución, también ha sido preciso contar con el avance de la física y de la química, omnipresentes en todos los procesos biológicos; y, además, el penoso avance de la biología ha ido lastrado por agrias polémicas que giraban alrededor de planteamientos vitalistas frente a planteamientos materialistas.

Ideas de la antigüedad clásica

Entre los planteamientos vitalistas tenemos, en la Grecia clásica, a Anaximandro (610-545 a.C.), el cual planteaba que los seres vivos procedían de un “lodo primordial”, mientras que Aristóteles (384-322 a.C.) consideraba la existencia de la “psyque” o “principio vital” que se manifestaba de modos diversos en plantas, animales inferiores, superiores y en el hombre.
Aristóteles planteaba, además,  concepciones muy modernas, como la identidad entre materia viva y materia inerte, no reconociendo un límite muy claro entre lo vivo y lo no vivo. Admitía, por tanto, la posibilidad de generación espontánea de vida, esto es, que la materia denominada inerte, no organizada e incapaz de cambio, pueda adquirir una psique o principio vital -más o menos superior- que le proporcione naturaleza de ser vivo, esto es, capacidad de cambio.

Posteriormente, en Roma predominaba una cultura técnica de concepción materialista. Podemos destacar a Lucrecio (98-55 a.C.), contrario a las ideas aristotélicas, que afirma: “Nunca nada ha nacido de la nada”.


El largo proceso de refutación de la generación espontánea

Las ciencias naturales del renacimiento no consiguen liberarse de la versión escolástica de las ideas aristotélicas. Así, en esta época era generalmente admitida la idea de que los diversos organismos, tanto vegetales como animales, se producían de modo natural y normal “de nuevo”, es decir, de materia inanimada, mediante generación espontánea.

En el siglo XVII, Francesco Redi (1626-1698), empleando el método experimental, logró demostrar fehacientemente que la carne putrefacta no “criaba gusanos por si misma”, sino que  aquellos procedían de los huevos previamente depositados por una mosca. Estos experimentos supusieron un fuerte revés para la teoría de la generación espontánea, fundamentalmente para los organismos superiores. Pero el inicio de la microscopía, con Leeuwenhoek, y su desarrollo posterior abrió el campo de la observación de los microorganismos y la posibilidad de que, estos si, pudiesen surgir por generación espontánea.

En el siglo XVIII, Lázaro Spallanzani (1729-1799), calentó agua hasta ebullición y, posteriormente, la dejó enfriar evitando su contaminación. Demostró así que estos microorganismos proceden de huevos y esporas. Los partidarios de la generación espontánea objetaron que la fuerza vital no podía entrar con el aire en un recipiente tapado. Con esta argumentación la idea de generación espontánea duró otros cien años. 

En 1861, Louis Pasteur (1822-1895), ideó unos experimentos para demostrar que los microorganismos sólo aparecían como contaminantes del aire y no espontáneamente. Utilizó unos frascos en cuello de cisne -que permitían la entrada de oxígeno, que se consideraba necesario para la vida- pero que -con sus cuellos largos y curvos- atrapaban las bacterias, las esporas de los hongos, y otros microorganismos, evitando que el contenido de los frascos se contaminase. Demostró, así, que si hervía el líquido del frasco -para matar los microorganismos ya presentes- y se dejaba intacto el cuello del frasco, no aparecería ningún microorganismo. Alguno de sus frascos, estériles todavía, siguen exhibiéndose en el Instituto Pasteur. Sólo si se rompía el cuello del frasco, permitiendo la entrada de gérmenes contaminantes, aparecían microorganismos. Pasteur proclamó: “La vida es un germen y un germen es vida”.

Además de refutar la idea de la generación espontánea, estudios posteriores de Pasteur contribuyeron, junto los de Robert Koch (1843-1910), al alumbramiento de la teoría microbiana de las enfermedades infecciosas. Estos grandes eventos supusieron el nacimiento de la microbiología como ciencia experimental.

Para completar el marco científico y filosófico del momento, recordemos que un par de años antes, en 1859, Charles Darwin (1809-1882), publica su libro más señero: El origen de las especies por medio de la selección natural; y, al mismo tiempo, varios autores enuncian la teoría celular, donde se define la unidad mínima de vida. También, en este esplendoroso momento para la biología, en el jardín de un monasterio de Brno, el abad Gregor Mendel (1822-1884), llevaba a cabo sus experimentos acerca de la transmisión hereditaria de caracteres a lo largo de generaciones de seres vivos. Pero sus resultados, presentados en 1865 y publicados un año después, en una revista de escasa difusión, pasaron sin pena ni gloria ante los ojos de la comunidad científica de la época. Su trabajo no fue redescubierto hasta 1900 por tres científicos, de forma independiente: Hugo de Vries (1848-1935), Carl Correns (1864-1933) y Erich Tschermak (1871-1962).
Mendel había establecido una concepción de herencia particulada, frente a la idea confusa de herencia mezclada, al demostrar que los determinantes hereditarios se transmitían como partículas independientes de generación en generación.

El vitalismo perdura tras la refutación de la generación espontánea

Antes de precisar la imagen que nos ofrece la naciente biología moderna, en la segunda mitad del siglo XIX, conviene rastrear la pertinaz resistencia del vitalismo a desaparecer, adoptando nuevas formulaciones, a veces de forma inconsciente para sus autores.

Hemos visto como la idea de generación espontánea de vida ha ido siempre acompañada de un “principio” o “fuerza vital” que transformase la materia inanimada en materia viva. Para los vitalistas ninguna parte aislada de un organismo estaba viva; por el contrario, las propiedades de la materia viva eran de alguna manera compartidas por todo el conjunto del organismo. El fin de la generación espontánea y el establecimiento de la teoría celular –que situaba a la célula como unidad elemental de vida- acabaron definitivamente con esta versión del vitalismo, pero no del todo con él. Antes de continuar, conviene volver a recordar que el vitalista Aristóteles mantenía, sin embargo, una concepción muy avanzada sobre la identidad entre materia viva y materia inerte.
En este estado de cosas y de forma paradójica, Schwann y Pasteur, fundamentalmente, se convierten en abanderados de una nueva formulación vitalista, en la que sostienen que las actividades químicas que realizan los tejidos vivos no se pueden realizar en condiciones experimentales de laboratorio y establecen, así, dos categorías de reacciones: las “químicas” y las “vitales”.

Frente a los nuevos vitalistas se alzaban los reduccionistas, así llamados porque creían que los complejos procesos de los sistemas biológicos podrían reducirse a otros más simples. El primer éxito de los reduccionistas vino de la mano del químico alemán Fiedrich Wöhler (1800-1882), cuando convirtió una molécula inorgánica -el cianato de amonio- en una orgánica, la urea.

No obstante, las afirmaciones de los vitalistas se fortalecieron porque, a medida que los conocimientos químicos mejoraban, se hallaron en los tejidos vivos muchos compuestos nuevos que jamás se habían visto en el mundo de lo no vivo o inorgánico. A finales de la década de 1880 el principal vitalista era Louis Pasteur, quien sostenía que los maravillosos cambios que tienen lugar al transformar el jugo de las frutas en vino eran “vitales” y sólo podían realizarlos las células vivas, es decir, las células de levadura. El opositor más importante a la teoría vitalista de Pasteur fue Justus von Liebig (1803-1873), el químico más importante de la época y, en cierto modo, el “padre” de la química alemana.

En 1898, los químicos alemanes –y hermanos- Eduard Büchner (1860-1917, Premio Nobel de Química en 1907) y Hans Büchner (1850-1902), demostraron que una proteína extraída de las células de levadura podía producir fermentación fuera de la célula viva. A esta sustancia se la denominó enzima (de la palabra griega zyme, que significa “levadura” o “fermento”. Se demostró que una reacción “vital” era química, cesando así la polémica con los vitalistas, y sentando las bases de la Bioquímica como ciencia.

No obstante la victoria de los reduccionistas sobre el vitalismo, las escuelas francesa -que enarbolaba la bandera de la célula como unidad vital- y alemana -más reduccionista y que veía a las proteínas como protagonista de las reacciones químicas en los seres vivos- mantuvieron el enfrentamiento en diversos frentes.

Uno de estos frentes fue la naciente inmunología, donde la escuela francesa –heredera de Pasteur, uno de los padres de esta ciencia- defendió la inmunidad celular, centrándose en el macrófago.
Por su parte, la escuela alemana desarrolló la inmunoquímica (por centrarse en proteínas con función inmunitaria) y defendió la inmunidad denominada humoral: por los anticuerpos y otras proteínas presentes en los líquidos o humores del organismo.

A pesar de que el progreso de la biología ha superado e integrado conceptualmente estas diferencias, todavía se mantienen las denominaciones: química inorgánica y orgánica, e inmunidad celular y humoral.

Genotipo y fenotipo. Mendel y Darwin

Cuando la idea de generación espontánea mantenía aún su fuerza, dos teorías competían acaloradamente por explicar la herencia. Así, en el siglo XVII, los animalculistas o espermistas –de la mano de Antoine de Leeuwenhoek (1632-1723)- y los ovistas –liderados por Reigner de Graaf (1641-1673)- creían que espermatozoides y óvulos, respectivamente, portaban en exclusiva las características de animales y humanos, mientras que la otra célula (el óvulo para los primeros y el espermatozoide para los segundos) sólo cumplía funciones accesorias para el crecimiento del embrión y del feto.

Coincidiendo con el esplendoroso momento de la biología anteriormente citado, de mediados del XIX, estas teorías comenzaron a resquebrajarse, fundamentalmente por la práctica empírica de maestros jardineros que perseguían la obtención de nuevas especies florales de carácter ornamental. Estos maestros se dieron cuenta de que, en los cruces realizados, tanto las células masculinas como las femeninas contribuían a las características de las nuevas plantas.

Así pues, ya estaba claro que los dos progenitores aportaban caracteres, pero ¿en qué proporción? ¿Cómo se combinaban los centenares de caracteres de cada planta? La respuesta más común en aquella época era: la herencia por mezcla. Esta idea suponía que cuando se unen las células sexuales o gametos, masculino y femenino, el material hereditario que contienen se mezcla, de forma similar a como lo haría una mezcla de colorantes. Pero esta idea no arrojaba mucha luz sobre la herencia.

En este contexto, Mendel realizó sus conocidos experimentos. El gran mérito de Mendel fue desentrañar el mecanismo de transmisión de los factores de herencia o determinantes hereditarios (posteriormente denominados genes) con una concepción de herencia particulada, como si fueran dados o monedas.
Cuando lanzamos un dado o una moneda, podemos calcular la probabilidad teórica de un suceso determinado con ellos: sacar cara, cruz, cinco, par, impar, etc. Posteriormente se puede ver que para que los resultados observados se aproximen a los esperados es conveniente realizar un número muy alto de experiencias. Mendel eligió muy bien los organismos y los caracteres heredables observados y, a ciegas, sin saber qué tipo de “dado” o “moneda” tenía entre manos, realizó sus cruces y observó. De estas observaciones dedujo sus leyes, y lo universal de sus leyes tuvo que ver con su hipótesis de partida, en la que cada carácter, en un individuo, estaba determinado por dos copias (iguales o distintas) del mismo factor hereditario o gen (una heredada del padre y otra de la madre). Posteriormente se vio que, estos factores, o genes, se transmitían igual que lo hacen los cromosomas durante la formación de los gametos. Con la posterior determinación de que el ADN de los cromosomas es el material genético se averiguó la naturaleza química de la “moneda” genética (la analogía con la moneda es grande, ya que la probabilidad de heredar una de las dos copias de un determinado gen, procedente de padre o de madre, es un medio, como si fuera la cara o la cruz de una moneda). Pero también se vio que todo era más complejo que un simple juego de azar.

Con las leyes de Mendel se estableció la relación un gen, un carácter sin tener en cuenta la naturaleza del mismo: estructural, funcional, de comportamiento, patológico, etc. Prácticamente se estableció una relación, teleológica y casi teológica, del tipo dado un carácter hereditario cualquiera, detrás de él alguien habrá colocado el gen correspondiente.
Aquí la genética, en vez de cuestionar su posición genocéntrica, se encerró en dogmas centrales y en abstracciones matemáticas, asfixiando el alma viva de la biología, fundamentalmente la biología evolucionista que acababa de nacer con Darwin, frecuentemente presentado con una visión evolucionista radicalmente diferente a la de su antecesor Lamarck.

Como todo el mundo sabe, la historia científica de la evolución comienza con Jean-Baptiste de Lamarck; aunque, generalmente, se insiste más en asociar a Lamarck como padre de la idea de la herencia de los caracteres adquiridos que con las auténticas señas de identidad lamarckianas: los seres vivos más primitivos surgirían mediante generación espontánea y evolucionarían, mediante una necesidad o impulso interno de cambio, hacia una mayor perfección. Como resultado imperfecto, de esta tendencia progresiva, se producirían desviaciones adaptativas laterales frente a los cambios del entorno. 

En este sentido, también es muy probable que algunos lectores no sepan que Darwin (2008) propuso una teoría de la herencia de carácter lamarckiano, la “pangénesis”, basada en la “herencia del uso y del desuso”: los hábitos adquiridos por un individuo modificarían sus órganos corporales, y éstos producirían unas entidades microscópicas, denominadas “gémulas”, que se acumularían en las gónadas, transfiriendo así las modificaciones de los órganos de los progenitores a los órganos de la descendencia.

Darwin -y su teoría de la pangénesis, desacreditada en varias ocasiones- encontraría actualmente consuelo en las crecientes investigaciones sobre los exosomas (Nota1): vesículas extracelulares diminutas que intervienen en la comunicación entre todos los tipos celulares, incluidos los gametos. Están cargadas de lípidos y un amplio surtido de proteínas y ácidos nucleicos, que varía en función del tipo celular y de su estado fisiológico: proteínas de adhesión celular, de fusión, transportadores de membrana, citoesqueléticas, de señalización intracelular, relacionadas con la síntesis de proteínas, de respuesta a estrés, enzimas variadas; y, también, varios tipos de ARNs, así como múltiples fragmentos de ADN, que portarían secuencias de todos los cromosomas. García Rodríguez (2018).

A diferencia de Lamarck, en la teoría de Darwin, de la selección natural, la evolución se produce, sin propósito previo ni sentido alguno, mediante la generación previa de variación individual (la pangénesis, en la opinión de Darwin), que conlleva un aumento de las posibilidades de sobrevivir y de reproducirse –selección natural y selección sexual- de los individuos más adaptados a los cambios del medio ambiente. Darwin sabía, por la práctica de los criadores de razas domésticas, que las especies albergan una fuente inagotable de variabilidad; y que la selección natural era independiente de los mecanismos generadores de dicha variabilidad.
Así, en el capítulo IV de “El origen de las especies por selección natural” Darwin (1980) nos dice:

“...la variabilidad que encontramos casi universalmente en nuestras producciones domésticas no está [i]producida directamente por el hombre… Tengamos también presente cuán infinitamente complejas y rigurosamente adaptadas son las relaciones de todos los seres orgánicos entre sí y con condiciones físicas de vida. Si esto ocurre, ¿podemos dudar –recordando que nacen muchos más individuos de los que acaso pueden sobrevivir- que los individuos que tienen ventaja, por ligera que sea, sobre otros tendrían más probabilidades de sobrevivir y procrear su especie? A esta conservación de las diferencias y variaciones individualmente favorables y la destrucción de las que son perjudiciales, la he llamado yo selección natural o supervivencia de los más adecuados. Varios autores han interpretado mal o puesto reparos a la expresión selección natural. Algunos hasta han imaginado que la selección natural produce la variabilidad, siendo así que implica solamente la conservación de las variedades que aparecen y son beneficiosas al ser en sus condiciones de vida”.

Darwin no llegó a conocer los trabajos de Mendel, y eso ha servido como argumento para “disculparle” algunos supuestos dislates acerca de la herencia, como la pangénesis; aunque también es posible que sus observaciones y conclusiones en este tema, complementarias de las de Mendel, no hayan sido bien valoradas.

Así, mientras Mendel abordaba el estudio estadístico de la herencia analizando uno o dos caracteres; Darwin -en el capítulo I de El origen de las especies por selección natural- planteaba la importancia de la selección artificial, practicada por los criadores de razas domésticas, y su extrapolación a la comprensión de la evolución de las especies por selección natural:

La clave está en el poder del hombre para la selección acumulativa: la naturaleza produce variaciones sucesivas, y el hombre las aumenta en determinadas direcciones que le son útiles… Por lo general los criadores hablan de la organización de un animal como algo plástico, que se puede modelar a voluntad…Si la selección consistiera meramente en separar una variedad muy típica, y hacer cría de ella, el principio sería tan evidente como apenas digno de mención; pero su importancia reside en el gran efecto producido por la acumulación en una dirección, durante generaciones sucesivas, de diferencias absolutamente inapreciables para el ojo no experto.”   
   
Aquí Darwin resalta, de forma complementaria al valiosísimo trabajo de Mendel, la importancia de la selección mantenida en el tiempo –tanto la artificial como, mucho más, la natural- en el fabuloso despliegue de formas que podemos observar, tanto las domésticas (formadas por capricho o utilidad para el hombre) como las naturales, producidas mediante una fina adaptación al medio natural. Pero lo más importante es la llamada de atención que nos hace de que es preciso una constelación de variaciones (“absolutamente inapreciables para el ojo no experto”), no una o unas pocas muy evidentes. Esta observación, dicho sea de pasada, otorgaría prioridad a la recombinación (durante la formación de las células sexuales) frente a la mutación, como mecanismo de cambio genético coherente.

Podemos adelantar que, a diferencia del planteamiento genético actual -presente en la teoría sintética de la evolución, más pendiente de las frecuencias relativas de las variantes de genes aislados que mutan- Darwin se centra directamente en el fenotipo (las propiedades observables de un ser vivo), considerado como un todo, y en el papel del ambiente selector de ese todo. Darwin subraya el carácter conservador y acumulador –y no generador directo de variaciones- de la selección natural, merced a la reproducción diferencial de los individuos de una especie que presentan los fenotipos más adecuados.

Algunos autores de la teoría sintética, como Ernst Mayr (1904-2005), mantienen una actitud más integradora al opinar que “es el genotipo como un todo el que responde a la selección natural”. Aunque no se aleja mucho de la dura ortodoxia:

No puede haber influencia del ambiente heredable, ni herencia de los caracteres adquiridos. Los naturalistas…al igual que Darwin, casi todos ellos tendieron a creer simultáneamente en la existencia de una cierta proporción de herencia blanda”.

Sin entrar aquí en el tema, la complejidad de los seres vivos y sus procesos ha puesto de manifiesto una serie de patrones de información y herencia epigenética que implican el manejo modular de los genes: cuáles se usan y en qué orden, frente a los cambios ambientales. Como veremos mejor, en otra entrada, la epigenética (literalmente, por encima de la genética) responde a la información y herencia relativa a la evolución singular de los seres vivos de los niveles celular y pluricelular, y comprende los cambios heredables de la expresión génica o del fenotipo sin que se produzcan cambios en las secuencias de ADN.

Este concepto unitario de la relación entre ser vivo y ambiente, se ajusta mucho mejor a la formulación darwiniana de la evolución que el actual reduccionismo genético, que cae en una especie de neovitalismo informativo, similar al neovitalismo químico de Pasteur con las reacciones vitales.


La vida resulta de la evolución del Universo

Desde el siglo XX, los grandes descubrimientos científicos nos ofrecen una imagen dinámica y unitaria del universo en evolución. Hasta donde alcanza nuestro conocimiento actual sobre la historia del universo presente, en expansión; ésta arranca, tras el Big Bang,
con la creciente organización de la materia. La historia, el tiempo, comienzan con el paulatino enfriamiento del Universo y el aumento de las interacciones de la materia: de un caldo material, sin forma, a millones de grados, hemos llegado a la vida que conocemos; pasando por la formación de partículas elementales, que integran átomos, que integran a su vez moléculas, desde las más simples simples a las muy complejas.

No hay vitalismo, la materia viva surge de la evolución material del universo. La evolución biológica debe ser coherente con la del universo de la que forma parte: la vida surge como una propiedad emergente en la organización, integrada y jerárquica, de la materia. En determinadas condiciones termodinámicas hay una tendencia universal a la complejidad estructural, fruto de la continua interacción de la materia, y la vida es una de sus manifestaciones. En palabras de E. Schrödinger (1867-1961, premio Nobel de Física en 1933): “la vida se alimenta de entropía negativa.

Con los conocimientos actuales, podemos plantear una cuestión respecto a la información biológica, ¿es la información genética secuencial una singularidad respecto a la información de la materia del universo? Podríamos contestar que si, del mismo modo que el lenguaje en la especie humana es una singularidad informativa en el conjunto de los seres vivos sobre la Tierra. Sabemos que la aparición de la especie humana en la Tierra era posible pero no necesaria, entonces la pregunta es: ¿es absolutamente necesaria la información genética secuencial para la vida en el Universo?
Es ampliamente admitido que, aunque el ADN almacene la información genética secuencial, las proteínas son las biomoléculas informativas que hacen cosas en los organismos: determinan la forma y la estructura de la célula, gobiernan el metabolismo y están implicadas en los procesos de reconocimiento molecular. Y además hacen todas esas cosas merced a la información conformacional  que portan en la disposición espacial de sus átomos –mediante su capacidad para formar estructuras tridimensionales interconvertibles y flexibles- lo que les permiten acciones moleculares específicas, frente a sus ligandos, mediadas por enlaces débiles.

Algunas definiciones de información van desde “dar forma o substancia a una cosa” a otras tomadas directamente del pensamiento de Schrödinger: ”la expresión matemática de información es idéntica a la expresión de entropía tomada con signo inverso”.

Y así como la entropía de un sistema expresa el grado de su desorganización, la información proporciona la medida en que dicho sistema está organizado. Así entendida, la información puede ser denominada información estructural: es decir, hace referencia a la organización establecida en un cuerpo, o en un conjunto, mediante determinadas distribuciones, disposiciones o relaciones espaciotemporales entre sus elementos o partes.

En conclusión, la información material en el Universo viene determinada por la interacción y por la estructura o forma resultante que, a su vez, informa las sucesivas interacciones. Para entender la naturaleza de la información en los seres vivos, la biología debe plantearse conectar con este concepto de información estructural de la materia, y no caer en una especie de neovitalismo informativo centrado en la información secuencial, y en la proyección vitalista de los mensajes genéticos.









(Nota 1) LOS EXOSOMAS COMO VESÍCULAS DE EVOLUCIONABILIDAD PROTOCARIOTA.
En una entrada anterior –Origen de la vida y origen de la célula eucariota- propuse la hipótesis del protocarionte o protocariota, como la primera célula en el origen de la vida. Esta célula primitiva tendría las características básicas de los eucariotas –correspondientes a 347 genes exclusivos de ellos, relacionados con la endocitosis, el sistema de transducción de señales y la síntesis de proteínas en el núcleo- y un particular sistema de evolucionabilidad.

Sin entrar aquí en muchos detalles (ver entrada citada) el propósito de esta nota es la posible relación de los exosomas –por su universalidad, filogénica y funcional, en la comunicación intercelular- con las vesículas o semillas de evolucionabilidad: arqueas, bacterias y virus. Entre las principales ventajas de estas vesículas de evolucionabilidad (el término semillas sólo es para dar fuerza expresiva a la idea de siembra de vesículas acariotas) estaría la exaltación de mecanismos de herencia horizontal, que propiciaran una evolución exógena al protocarionte, como la evolución exógena del metabolismo energético, a cargo de algunas de estas vesículas que devendrían en bacterias. Las vesículas que, al azar, portasen un equipamiento enzimático primitivo, fundamental para realizar un metabolismo básico, podrían ir colonizando ambientes diversos, y ser fagocitados por el protocariota.
Así pues, el metabolismo se desarrollaría desde las vesículas acariotas (bacterias), expulsadas y, posteriormente, endocitadas, de forma sucesiva, por las protocariotas. Sería un metabolismo externo al protocariota y realizado en el acariota con las proteínas y genes que, al menos inicialmente, le proporcionara el protocariota. La externalización tendría como ventaja inicial la selección exterior, en ambientes muy diversos, de las adaptaciones más ventajosas, y que esto fuese más fácil que el desarrollo interno de un complejo sistema de integración de módulos en el protocariota.  
Los eucariotas se formarían mediante el baile continuo de interacciones entre protocariotas y acariotas: los precursores protocariotas más eficaces serían los que comenzaran una actividad fagocítica cada vez más específica, de la que dependería su nutrición, ya que la sopa primigenia se iría esquilmando. Es probable que la aparición del oxígeno -tras la fotosíntesis oxigénica- y su toxicidad para los protocariotas, promoviera en éstos el paso de la fagocitosis a la endosimbiosis, fundamentalmente para aprovechar los sistemas enzimáticos de adaptación al 02, de las bacterias precursoras de las mitocondrias.
Inicialmente, al menos, todas las proteínas con especificidad complementaria, tanto las de las membranas  protocariotas como las de las membranas acariotas, procederían de los protocariotas.
Así, durante este largo periodo, la selección natural favorecería las variaciones de los protocariotas que lograran:
1)   Producir  exomódulos acariotas, englobados en vesículas exosómicas, con un metabolismo cada vez más eficaz que interiorizara los metabolitos ambientales más apropiados y los transformara convenientemente. Esto constituiría una especie de cultivo celular acariota.
2)   Expulsar –por exocitosis y gemación- y, posteriormente, endocitar, de forma continua, las vesículas y exomódulos con especificidad creciente, y seleccionarlos por su eficacia metabólica, desarrollando así un sistema interno de transducción de señales. Este proceso culminaría con la adquisición de mitocondrias y la consiguiente formación de la célula eucariota. 
3)   Desarrollar los mecanismos genéticos que exaltasen la variabilidad y especificidad: virus, elementos genéticos móviles y otros mecanismos de herencia genética horizontal. 
Así, paulatinamente, se produciría el origen único de la célula eucariota (origen monofilético), con la posterior selección e incorporación de las vesículas y exomódulos acariotas más eficaces -ya que los protocariotas constituirían el único vórtice de esta selección- y, al mismo tiempo, una auténtica explosión de diversidad acariota: arqueas, bacterias y virus. 







Parte del texto de este artículo aparece en un monográfico del Club de Amigos de la Unesco de Madrid: La importancia de la cultura científica. Edición coordinada por Bernardo Herradón. Nº 335 de Cuadernos CAUM.





BIBLIOGRAFÍA
  • Darwin, C. (1980). El origen de las especies. Ed. Bruguera. Barcelona.
  • Darwin, C. (2009). Autobiografía. Editorial Laetoli. Pamplona.
  • Eldredge, N. (2009). Darwin. El descubrimiento del árbol de la vida. Katz Editores. Buenos Aires. Madrid.
  • García Rodriguez, A. (2018). ¿Me conoces? Soy un exosoma. UAM Ediciones. Madrid.
  • Jacob, F. (1999). La lógica de lo viviente. Una historia de la herencia. Tusquets Editores. Barcelona.
  •  Mayr, E. (2016). Así es la biología. Ed. Debate. Barcelona.
  • Schrödinger, E. (2005). Qué es la vida. Textos de Biofísica. Facultad de Farmacia. Universidad de Salamanca.