HISTORIA Y FILOSOFÍA DE LA BIOLOGÍA (I): LA TEORÍA DE LA EVOLUCIÓN POR SELECCIÓN NATURAL
La vida y los seres vivos
Vida es una palabra que tiene su
origen en la raíz latina vita, que a
su vez deriva de la griega bios.
Precisamente, la ciencia que estudia los seres vivos recibe su nombre de esta
raíz griega: biología, literalmente
tratado (logos) de los seres vivos. En
este sentido, en un diccionario de ciencias podemos encontrar una definición de
la palabra vida relacionada con la biología: Forma de organización de la
materia caracterizada por determinados procesos físicos y químicos, cuya
conjunción le permite autoorganizarse, realizar funciones de relación y
reproducción, y evolucionar. Por su parte, en los diccionarios generales de la
lengua aparece como: Fuerza interna substancial mediante la cual obra el ser
que la posee, entre otras acepciones.
Tomando estas dos definiciones académicas como
guía, vamos a aproximarnos al concepto de vida razonando, en principio, desde
nuestra propia experiencia como seres vivos. Sabemos que nosotros estamos
vivos, que los animales, las plantas, las algas y los hongos son seres vivos;
incluso sabemos también que existen seres vivos más pequeños, como protozoos y
bacterias.
Entonces, ¿qué entendemos por ser vivo? Por ser, entendemos lo que existe, lo que es y tiene existencia
material, sea o no visible a simple vista: un lápiz, un cuaderno, pero también
el aire que respiramos. Por vivo señalamos los atributos o cualidades que
elevan a un determinado nivel de organización de la materia a la categoría de
ser vivo. Así, podríamos concluir que un ser vivo es una entidad material capaz
de realizar las funciones que denominamos vitales: las clásicas funciones generales
de nutrición, relación y reproducción.
Materia viva y no viva
Sabemos que el Universo está hecho de materia,
y que la unidad básica de la materia que tenemos a nuestro alrededor es el
átomo, esto es, la parte más pequeña de la materia que conserva las propiedades
de un elemento. Así, si cogemos un trozo de hierro y lo troceamos en partes muy
pequeñas, la parte más pequeña que continúe siendo hierro se corresponde con un
átomo de hierro. Si partimos ese átomo obtendremos partículas subatómicas
-electrones, protones, neutrones; e incluso otras partículas más pequeñas-
indistinguibles todas de cualquier partícula subatómica como, por ejemplo, las
obtenidas de la rotura de cualquier otro átomo. Así pues, aunque la palabra
átomo significa indivisible, y ese era su significado inicial, esta
denominación mantiene su carácter como parte más pequeña e indivisible de cada
elemento de la tabla periódica.
Ya Demócrito, junto a su maestro y compañero
Leucipo, sostenían que los elementos son “lo lleno” y “lo vacío” a los cuales
llamaron “ser” y “no ser” respectivamente. Para explicar “el ser”, Demócrito
contemplaba el mundo hecho de infinitas partículas indivisibles -a las que, por
ello, denominó átomos- sólidas, inmutables y poseedoras de las características
del “ser”. Esta concepción materialista de la naturaleza será una de las
fuentes del mecanicismo y del pensamiento científico.
Podemos adelantar aquí la influencia que
Demócrito tuvo en el biólogo molecular francés -Premio Nobel de Fisiología y
Medicina- Jacques Monod, inspirando el título de su excelente libro El azar y la necesidad: “Todo lo que
existe en el Universo es fruto del azar y la necesidad” (Demócrito). Más
adelante volveremos sobre esto.
¿Qué es lo que hace que la materia de los seres vivos sea viva?
Si hemos tomado al átomo como unidad de
referencia del ser material, ¿cuál es la unidad material de referencia del ser
vivo? ¿Cuál es la unidad básica de vida? Por lo que hemos visto hasta ahora, no
sólo debe ser una unidad material supraatómica, también debe tener un nivel de
integración supramolecular, aunque en el nivel molecular se incluyen entidades
que difieren mucho en sus propiedades y complejidad. Así pues, de momento vamos
a continuar con el consenso general de la comunidad científica y aceptar un
determinado tipo de organización estructural material que cumpla con las
funciones que se han considerado vitales.
Así, si tomamos como ejemplo de seres vivos a
los animales –más próximos a nuestra experiencia directa- veremos fácilmente
los aparatos y sistemas de órganos, relacionados con las funciones vitales, que
integran el organismo animal. Así, en la función de nutrición están implicados,
principalmente, los aparatos digestivo, respiratorio, circulatorio y excretor;
en la función de relación destacan los
sistemas nervioso y endocrino, y el aparato locomotor (sistemas muscular y
esquelético). La función de reproducción tiene su núcleo central en el aparato
reproductor.
Pero estos aparatos y sistemas, que integran
anatómica y funcionalmente al organismo animal, están constituidos por unidades
de organización de niveles inferiores: los órganos como el corazón, el
estómago, los riñones; los tejidos que constituyen los órganos, como el
epitelial, el muscular o el nervioso; y las células, especializadas en
distintas funciones, que forman los tejidos del organismo. Por debajo de la
célula podemos distinguir otras unidades, estructurales y funcionales, que
denominamos orgánulos –por analogía con los órganos de un animal- integradas en
el organismo celular.
Pero también, teniendo en cuenta la aparente
paradoja acerca de la unidad de los seres vivos -alrededor de sus funciones
vitales- y de su unicidad -esto es el carácter de único, la enorme diversidad
que exhiben- tenemos que tener en cuenta el concepto de evolución. Así, podemos
definir la evolución biológica como el proceso histórico que, desde un origen
único, permite dar cuenta del cambio que experimentan los seres vivos, en continua
interacción coherente entre ellos, y que produce un despliegue de formas vivas
únicas, con mayor o menor grado de parentesco.
Además -dado que la información material en el
universo viene determinada por la interacción y por la estructura o forma resultante
que, a su vez, informa las sucesivas interacciones- podríamos encontrar una
definición más abreviada de evolución de
los seres vivos, como cambio en la información biológica producida por la
concatenación entre interacción y estructura, sin ningún propósito ni
dirección.
Volviendo a los niveles de organización, no hay
ningún indicio de que, en el proceso evolutivo de los seres vivos, hayan tenido
nunca una existencia independiente ni tejidos, ni órganos, ni aparatos y
sistemas, que se fueran juntando por ahí, formando estructuras de nivel
superior. Lo mismo podemos decir –con algún importante matiz que veremos más
adelante- de los orgánulos celulares respecto a la célula; aquí la cosa cambia,
y si nos podemos encontrar con alguna sorpresa que otra en cuanto a las
fusiones celulares, pero nunca orgánulos sueltos funcionando
independientemente.
Así pues, debemos distinguir los niveles de
organización o complejidad de la materia viva –muchos de ellos resultantes de
un proceso de diferenciación celular a lo largo de la evolución de los seres
vivos pluricelulares- de los niveles de integración de los seres vivos, donde
sólo atendemos a las individualidades que han vivido y evolucionado en existencia libre e independiente, a saber:
células e individuos pluricelulares.
La célula como unidad material básica de los seres vivos
En la segunda mitad del siglo XIX, varios
investigadores enunciaron la teoría celular que, sin entrar de momento en más
detalles, afirma que la célula es la unidad de vida, ya que: todos los seres
vivos están constituidos por una o más células, y la célula es la unidad
anatómica (de estructura), unidad fisiológica (de función) y unidad de origen,
puesto que toda célula procede, por división, de otra anterior.
Al igual que ocurre con los animales y las
plantas, la célula como unidad básica de vida realiza las funciones vitales
mediante la integración de sistemas especializados de orgánulos. Actualmente
hay consenso en considerar como necesarios para realizar las funciones vitales
esenciales de la vida un mínimo de tres sistemas celulares: compartimentos
membranosos, metabolismo y replicación.
La nutrición implica un intercambio de
materia y energía con el entorno, lo que exige un límite entre el ser vivo y el
ambiente que lo rodea -esto es algún tipo de compartimentación con permeabilidad selectiva como las membranas celulares de lípidos y
proteínas- y, además, la transformación enzimática de moléculas en rutas
metabólicas para reponer las estructuras celulares y obtener energía, esto es
un metabolismo.
La relación atiende a la toma de noticia
de todo lo significativo que ocurre en el entorno celular. La célula recibe
información del exterior, mediante receptores proteicos específicos situados en
su membrana, y, tras procesarla,
realiza la respuesta fisiológica adecuada. El procesamiento de la información
lleva asociado la transducción de la señal inicial -mediante algún tipo de
cascada de modificaciones químicas y cambios conformacionales proteicos- desde
el receptor de membrana inicial hasta la parte efectora, frecuentemente el
núcleo, desde donde se dirige la respuesta.
La reproducción, en su
acepción más sencilla, implica la formación de copias del ser vivo que hereden las
principales ventajas evolutivas conquistadas, lo que implica la copia o replicación de las biomoléculas
portadoras de información biológica: los ácidos nucleicos y las proteínas.
Aquí vemos que, a nivel molecular -tanto en las
tres funciones vitales como en los tres sistemas asociados a ellas- desempeñan
un papel destacado las proteínas, como macromoléculas informativas que –tanto en
la vertiente estructural como en la funcional- conectan los niveles molecular y
celular. Así pues, en lo visto hasta ahora, se mantiene una coherencia de
explicación objetiva material entre los niveles vivos y los no vivos.
Las preguntas de la biología
En la entrada anterior vimos que mientras la
filosofía se plantea el sentido del mundo: ¿por qué las cosas son?, la ciencia aborda
principalmente el modo de ser de la realidad material: ¿cómo son las cosas? En
este sentido, E. Mayr (2016) plantea que la biología, como cualquier otra
ciencia, debe responder a tres tipos de preguntas: “¿qué?”, “¿cómo?”, y “¿por
qué?”; y que la respuesta a estas preguntas deben ayudar a delimitar las
distintas ramas de la biología y sus respectivas naturalezas filosóficas.
Las preguntas del tipo “¿qué?”
son fundamentales para iniciar cualquier clase de conocimiento científico.
Estas preguntas nos llevan a describir, identificar y clasificar seres y
procesos del ámbito de la realidad material que nos propongamos conocer, sea
cual sea su nivel de integración: bioquímica, biología molecular, celular,
botánica, zoología, etc.
Las preguntas del tipo “¿cómo?” y “¿por qué?” pretenden ir más allá de la necesaria descripción y clasificación
inicial. El “¿cómo?” es más frecuente en las ciencias físicas que el “¿por
qué?”, y esto principalmente por su dominio de actuación, cuyas entidades
materiales se remontan al big bang. Más allá de este dominio las preguntas del
tipo “¿por qué”? caen en el ámbito de la metafísica. Por su parte, en biología,
el “¿cómo”? delimita un enfoque funcional característico de la fisiología del
nivel de complejidad celular o pluricelular.
Así, en el siglo XIX -antes de la formulación
de la teoría de la evolución por selección natural de Charles Darwin- en las
ciencias naturales predominaban las preguntas del tipo “¿cómo?”, tanto en
fisiología como en embriología, ambas disciplinas muy fisicistas. Mayr (2016)
comenta al respecto que estas dos disciplinas
“también se planteaban, en esa época, preguntas del tipo “¿por qué?”; pero para el
cristianismo dominante en Occidente la respuesta era fácil: Dios el Creador
(creacionismo), Dios el Legislador (fisicismo) o Dios el Diseñador (teología
natural)”.
Con la irrupción de Darwin en la biología, las
preguntas del tipo “¿por qué?” no sólo tienen razón de ser sino que le dan
sentido dentro del paradigma evolucionista darwiniano: en este momento, la
biología comienza a plantearse, de forma científica, objetiva, el origen, la
naturaleza y la evolución de los seres vivos. Efectivamente, con la publicación
en 1859 de El origen de las especies por
selección natural (Darwin, 1980) podemos
fechar el nacimiento de la moderna biología, y no sólo por la importancia
incuestionable de la obra de Darwin, sino porque, en la inmediatez de esta fecha,
ven la luz la teoría celular de Schleiden, Schwann y Virchow; los experimentos
de Louis Pasteur que ponen fin a las especulaciones vitalistas sobre la
generación espontánea de vida; y los trabajos de Gregor Mendel sobre la
naturaleza particulada de la herencia.
Estos cuatro hitos ponen fin,
formalmente, a cientos de años de
prejuicios y oscurantismo alrededor de los seres vivos; que eran
considerados entidades fijas, sin variación alguna, bien como productos de la
creación divina, o bien como resultado de un proceso de generación espontánea
bajo la acción de algún tipo de fuerza vital.
La teoría de la evolución por selección natural de Darwin
El joven Charles Darwin |
Aún después de la exitosa publicación de El Origen de las especies por medio de la
selección natural, Darwin se sentía incomprendido en la esencia misma de su
construcción teórica evolucionista. Así, en su autobiografía (1887) declara:
“Se
ha dicho a veces que el éxito del Origen demostraba que “el tema flotaba en el
ambiente”, o que “la mente humana estaba preparada para él”. No creo que sea
estrictamente cierto, pues, de vez en cuando, sondeé a no pocos naturalistas y
jamás me topé con ninguno que dudara, al parecer, sobre la permanencia de las
especies. Ni siquiera Lyell o Hooker parecieron estar nunca de acuerdo conmigo,
a pesar de que solían escucharme con interés. En una o dos ocasiones intenté
explicar a personas capaces qué entendía yo por selección natural, pero fracasé
rotundamente”. (Darwin, 2009).
¿En qué radica entonces la dificultad para
entender una teoría en apariencia sencilla? ¿De dónde viene el rechazo e
incomprensión a la teoría darwiniana que, en parte, llega a nuestros días?
Muchos autores coinciden en que los problemas con la obra de Darwin vienen del
concepto de selección natural, del significado de la selección natural en la
evolución biológica; lo que él denominaba “mi teoría”.
Para algunos autores darwinistas actuales, pero
críticos con algunos aspectos de la teoría evolutiva de Darwin –o más bien con
la teoría sintética neodarwinista- el problema de aceptación de la teoría de la
selección natural, tal como la formuló Darwin, es de índole filosófica cuando
no religiosa.
Así, en 1977, Stephen Jay Gould (Gould, 2010) se pregunta:
“¿Por qué ha resultado Darwin
tan difícil de asimilar?” “…convenció…
de que la evolución se había producido, pero su propia teoría acerca de la
selección natural jamás llegó a alcanzar gran popularidad en el transcurso de
su vida. No se impuso hasta la década de 1940, e incluso hoy en día… sigue
siendo ampliamente mal interpretada, se cita con errores y se aplica mal”.
Gould continua explicando que el problema radica en el
planteamiento filosófico materialista de Darwin, explicitado en sus cuadernos
de notas M y N en 1838-39:
“Darwin temía sacar a la luz algo que percibía como mucho más
herético que la propia evolución: el materialismo filosófico, el postulado de
que la materia es la base de toda la existencia y de que todos los fenómenos
mentales y espirituales son sus productos secundarios. No existía idea alguna
que pudiera resultar más demoledora para las enraizadas tradiciones del
pensamiento occidental que la afirmación de que la mente –por compleja y
poderosa que fuera- era un producto del cerebro… Otros evolucionistas hablaban
de fuerzas vitales, historia dirigida, aspiraciones orgánicas e irreductibilidad
esencial de la mente: todo un abanico de conceptos que el cristianismo
tradicional podía aceptar a modo de compromiso, ya que permitían la
intervención de un Dios cristiano que operaría a través de la evolución en
lugar de la creación. Darwin no hablaba más que de variaciones al azar y
selección natural… A.R. Wallace, el codescubridor de la selección natural,
jamás fue capaz de aplicarla al cerebro humano, al que consideraba la única
contribución divina a la historia de la vida”.
A este respecto, y dejando aparte a los
creacionistas más recalcitrantes, Eldredge (2009) y Gould (2010) comentan las
distintas posiciones filosóficas y religiosas de algunos autores,
evolucionistas o no, donde se aprecia la radical diferencia con el materialismo monista de Darwin.
Alfred Wallace |
En primer lugar -por proximidad y méritos
propios en la formulación de una teoría de la evolución por selección natural,
de forma independiente a la realizada por Darwin- conviene mencionar a Wallace;
subrayando, fundamentalmente, el carácter netamente dualista de su concepción
diferencial de la mente y del cerebro humanos. Como ya hemos visto, el dualismo
de Wallace contrasta radicalmente con el materialismo monista de Darwin, que
postula que la mente es un producto del cerebro en evolución.
Así, en su libro El origen del hombre, Darwin nos dice:
“Debió
realizarse un extraordinario progreso en el desarrollo del entendimiento, así
que entró en uso, mitad por arte y mitad por instinto, el lenguaje, pues el
hábito repetido de la palabra al obrar activamente sobre el cerebro y producir
efectos hereditarios, impulsaba a la vez el perfeccionamiento del lenguaje… el
volumen del cerebro humano, en relación con el cuerpo, comparado con el de los
animales inferiores, puede atribuirse principalmente al uso precoz de una forma
simple de lenguaje; esa máquina admirable, que fija nombres a toda clase de
objetos y cualidades y provoca series de pensamientos que nunca habrían surgido
de la sola impresión de los sentidos, y que, por otra, no podrían seguirse,
aunque éstos los hubieran provocado, sin el lenguaje. Las facultades
intelectuales del hombre más elevadas, como las de raciocinio, abstracción,
propia conciencia, etc., son probablemente consecuencias del constante
mejoramiento y ejercicio de las otras facultades intelectuales”.
Y, más adelante, hablando de la selección
sexual, añade:
“El
que admita el principio de la selección sexual, se verá conducido a la notable
conclusión de que el sistema nervioso no tan sólo regula la mayor parte de las
funciones existentes en el cuerpo, sino que ha influido directamente sobre el
progresivo desarrollo de varias estructuras corporales y de ciertas cualidades
mentales…; y estas facultades del entendimiento dependen manifiestamente del
desarrollo del cerebro”. (Darwin, 2004).
Ambiente científico en la época de Darwin
Continuando con el ambiente científico de la
época, Eldredge (2009) apunta que los intelectuales y científicos se dividían
principalmente en dos grandes grupos: el de los clérigos, que dedicaban parte
de su abundante tiempo libre al estudio del mundo natural, y el de los hombres
con fortuna suficiente para poder dedicarse a la ciencia.
Entre los que
tuvieron mayor influencia en Darwin, encontramos a Adam Sedgwick y a John
Stevens Henslow, ambos clérigos y profesores de universidad; y, entre los
segundos, podemos destacar a Charles Lyell, abogado prestigioso que, a pesar de
su fortuna familiar y personal, le dedicaba tanto tiempo y pasión a la ciencia
como para dar clases en la universidad, y ser uno de los padres de la geología
moderna, tras los pasos de su predecesor James Hutton.
Hutton introdujo la
noción del tiempo geológico, en gran escala, y enunció el principio geológico
del uniformismo: “el presente es la clave
para entender el pasado”. Por su parte, Lyell amplía las ideas de
uniformistas Hutton en su obra Principios
de Geología, destacando el carácter gradual de los fenómenos actuales para
entender los pasados, en oposición a las explicaciones catastróficas del relato
bíblico como el diluvio universal. Este libro de Lyell influyó notablemente en
Darwin, cuando lo leyó, siendo muy joven durante el viaje de circunnavegación
en el Beagle, que duró cinco años. Las posiciones
gradualistas de Darwin, de las que dudaba en ocasiones, tenían este origen
geológico y, como veremos más adelante, en biología, se oponían al
catastrofismo de Cuvier.
Pero entre estos dos grupos de científicos –los
clérigos y los hombres con fortuna personal suficiente- estaban emergiendo
científicos de nuevo cuño: los científicos profesionales, que como profesores
universitarios percibían un sueldo por su trabajo, pero sin ninguna vinculación
a los oficios religiosos.
Darwin estableció contacto con muchos de estos
científicos profesionales; y, entre los primeros estaba Robert Grant, profesor
de la universidad de Edimburgo, que inició a Darwin en la metodología rigurosa
de la recogida de muestras de invertebrados para su estudio científico. Grant
era, además, un evolucionista, y, en este sentido, admiraba la obra Zoonomía del abuelo de Charles, Erasmus
Darwin, así como el pensamiento de Lamarck. Joseph Hooker fue otro científico
profesional, en el campo de la botánica, con el que Darwin mantuvo una constante
relación de amistad y de respeto mutuo, aunque no compartieran muchas de sus
ideas sobre el mundo natural.
Thomas Henry Huxley |
Pero, sin duda, el científico profesional más
importante para Darwin fue Thomas Henry Huxley, prestigioso profesor de
anatomía comparada y gran protector de Charles, que defendió con gran
convicción y fiereza El origen de las
especies, hasta el punto de recibir el apodo de “Bulldog de Darwin”. Con la
publicación del Origen, en 1859, Huxley
encontró una nueva concepción evolucionista de la naturaleza con la que enfrentarse a su colega anatomista Richard
Owen (director de la colección de ciencias naturales del Museo Británico), y, a
su través, a las ideas religiosas sobre la naturaleza. Como la mayoría de los
anatomistas de la época, Owen era esencialista, se oponía a la evolución
biológica, y creía en la existencia de “arquetipos” anatómicos básicos creados
por Dios.
Por su parte, Charles Darwin gozaba de una gran
independencia económica, religiosa y política –no necesitaba trabajar para
vivir, ni como clérigo ni como profesor universitario- por lo que, en
principio, podría disponer de una total libertad de pensamiento; pero, como
veremos, estas circunstancias le llevaron a padecer una enorme soledad: la
soledad de un científico aficionado, firme defensor de sus ideas, de carácter
conciliador en el trato personal, pero no acomodaticio ni condescendiente en el
compromiso con su obra científica. Quizá no fuera totalmente consciente del
alcance de su decisión de ser un científico independiente, al modo de Lyell,
aunque Darwin no llegó a ser profesor de universidad. Recordemos que Darwin
comenzó su carrera científica como geólogo, precisamente siguiendo los pasos de
Lyell; pero es su paso a la biología -y, sobre todo, el descubrimiento de su
teoría (“mi teoría”, como él la llamaba) la selección natural- el que marca su
posición diferencial con el resto del mundo científico.
Circunstancias vitales que forjaron la obra de Charles Darwin
Pero, ¿cómo era Darwin? ¿Cómo era ese genio que
dio un giro copernicano a la forma de ver la naturaleza, incluida la naturaleza
humana como un producto más en ella? ¿De dónde surgió tanto talento? Aunque el
tema es muy complejo, y no conviene simplificar, vamos a intentar aproximarnos
a algunas de las circunstancias vitales que, al parecer, pudieron tener mayor
significación en el desarrollo de la gigantesca obra de Darwin y en la aceptación
que ésta tuvo en el mundo científico.
El mismo Darwin, en su autobiografía (Darwin
2009), agrupa sus recuerdos alrededor de tres etapas, destacando la importancia
central del viaje del Beagle en el desarrollo de su carrera científica.
El pequeño Charles |
La etapa de formación inicial –previa
al viaje del Beagle- es donde Darwin analiza las características heredadas de
sus padres: sus capacidades mentales congénitas y su temperamento, junto con
los recuerdos, principalmente familiares y académicos, de las circunstancias
que le llevaron a modelar inicialmente su mente y su carácter.
Charles Darwin nació el 12 de febrero de 1809
en el seno de una familia acomodada, y, aunque sintió mucho la muerte de su
madre, cuando tenía sólo ocho años, nunca le faltó el cariño familiar. Recuerda
a su padre como “el hombre más cariñoso que he conocido”, y como “el hombre más
grande que he visto”; pero, también le impresionaban, y mucho, su inteligencia
y su enorme capacidad de observación, y, quizá por todo esto, Darwin temía
defraudar a su padre, que era médico, al igual que su abuelo Erasmus –a su vez,
también naturalista y poeta-; y, aunque Charles parecía estar abocado a seguir
la carrera de medicina, él dudaba de sus capacidades para ello. De entrada,
quizá acomplejado por las brillantes cualidades paternas, cuestionaba su propia
capacidad mental:
“Mi padre, según le oí decir, creía que los recuerdos de las
personas de mente poderosa se remontan, en general, muy atrás, hasta periodos
muy tempranos de su vida. No es mi caso…”. “Antes de asistir al colegio
fui educado por mi hermana Caroline…Me han contado que era mucho más lento para
aprender que mi hermana menor, Catherine, y creo que fui en muchos sentidos un
chico travieso”.
El primer colegio de Charles fue sin
internado, y de esa época él destaca su “gusto por la historia natural” y “la pasión por coleccionar”…”me sentía interesado, al
parecer, ¡por la variabilidad de las plantas!”.
El segundo colegio de Charles, en régimen de internado, fue el del Dr. Butler,
también en Shrewsbury; donde permaneció siete años, hasta los 16, sin gran
provecho:
“Nada
pudo haber sido peor para mi desarrollo intelectual…” “Cuando deje el colegio no era ni avanzado ni retrasado para mi
edad; creo que todos mis maestros y mi padre me consideraban un muchacho
corriente, más bien por debajo del nivel intelectual normal”.
Pero lo que más le mortificaba era una frase que le espetó su
padre: “Lo único que te interesa es la
caza, los perros y cazar ratas, y vas a ser una desgracia para ti y para toda
tu familia”.
Quizá para entender todo el proceso de la
enorme proeza de Darwin, convenga saltar al final de la historia. Ya en 1876, seis
años antes de su muerte, Darwin escribe su autobiografía (Darwin, 2009) y, al
final de la misma introduce un capítulo que lleva por título “Valoración de mis capacidades mentales”.
A pesar de que, en ese momento, ya había publicado lo principal de su obra, y
gozaba de gran prestigio y reconocimiento en el mundo científico, Darwin sigue
viéndose como una persona poco brillante en sus capacidades intelectuales:
“No soy consciente de que mi
mente haya cambiado durante los últimos 30 años”.
“Sigo
teniendo tanta dificultad como siempre para expresarme con claridad y
concisión…, pero que, como compensación, ha tenido la ventaja de obligarme a
pensar largo y tendido cualquier frase…”. “No poseo una gran rapidez de
entendimiento o de ingenio, tan notable en algunas personas inteligentes, como,
por ejemplo, en Huxley”. “Mi capacidad para el
pensamiento prolongado y puramente abstracto es muy limitada; además, nunca
habría tenido éxito en el terreno de la metafísica o las matemáticas. Mi
memoria es amplia pero imprecisa…”.
Ante
la pérdida, en la edad madura, de los gustos estéticos (literatura, pintura,
música) comenta:
“Mi mente parece haberse convertido en una máquina de moler grandes
cantidades de datos para producir leyes generales…”.
Aun admitiendo algún grado de modestia en las
opiniones de Darwin, no podemos hablar de falsa modestia; su sinceridad y
honradez intelectual están fuera de toda duda. Para él, en su concepción
monista materialista, la mente y la conciencia son realidades que resultan de
la actividad del cerebro enfrentado a la búsqueda y al procesamiento de información
del mundo exterior. En este sentido, Darwin también considera que posee algunas
capacidades notables:
“Como saldo a favor, pienso que soy superior al común de los
mortales para percatarme de cosas que no atraen fácilmente la atención y
observarlas con cuidado. Mi diligencia en observar y recabar datos ha sido casi
todo lo grande que podía ser…mi amor por la naturaleza ha sido siempre
constante y ardiente… Desde mi primera juventud he experimentado un deseo
fortísimo de entender o explicar todo cuanto observaba –es decir, de agrupar
todos los datos bajo leyes generales-. Todas estas causas unidas me han
proporcionado la paciencia para reflexionar o sopesar durante varios años
cualquier problema inexplicado. Hasta donde puedo juzgar, no estoy hecho para
seguir ciegamente la guía de otras personas. Me he esforzado constantemente por
mantener mi mente libre…”.
Y, ya en la última página,
concluye: “Por
tanto, independientemente del nivel que haya podido alcanzar, mi éxito como
hombre de ciencia ha estado determinado, hasta donde me es posible juzgar, por
un conjunto complejo y variado de cualidades y condiciones mentales. Las más
importantes han sido el amor a la ciencia, una paciencia sin límites al
reflexionar largamente sobre cualquier asunto, la diligencia en la observación
y recogida de datos, y una buena dosis de imaginación y sentido común. Es
verdaderamente sorprendente que, con capacidades tan modestas como las mías,
haya llegado a influir de tal manera y en una medida considerable en las
convicciones de los científicos sobre algunos puntos importantes”.
Caricatura de Huxley |
Pero, ¿es realmente tan sorprendente que Darwin
lograra explicar lo que John Herschel denominó “el misterio de los misterios”?
De entrada, vamos a adelantar que la solución que dio Darwin al problema de la
sustitución, en el registro fósil, de unas especies por otras similares -esto
es, la sustitución de las especies extinguidas por otras nuevas- no satisfizo a
Herschel, que calificó la selección natural de “ley sin orden ni concierto”.
Como vimos anteriormente, la opinión de Herschel, y la de otros científicos
amigos de Darwin, le produjeron un cierto desánimo.
Por otra parte, el
incondicional Huxley, “su perro guardián”, exclamó al escuchar la formulación
de la teoría de la selección natural: “¡Qué increíblemente estúpido no haber
pensado en ello!”. Pero, ¿por qué es tan peligrosa la teoría de la selección
natural como para provocar oleadas de indignación y desagrado, incluso en
nuestros días? Y también, ¿cómo esta idea, aparentemente tan sencilla, tardó
tanto tiempo en ser formulada? Además, ¿es la selección natural una teoría tan
sencilla?
Para abordar estas preguntas vamos a retroceder
a algunos aspectos de la etapa de formación académica de Charles, concretamente
a su tendencia innata al coleccionismo y la clasificación; esto es, lo que hemos
denominado el “qué” de la biología.
El gran fracaso en los estudios de medicina, en
la Universidad de Edimburgo, se vio compensado por algunos contactos que Darwin
realizó allí, y que le permitieron perfeccionar y profundizar sus conocimientos
sobre recolección, tratamiento y clasificación de especímenes biológicos. En
este sentido, el primero, y quizá el más importante, fue el, ya citado, doctor Robert
Grant. También le fueron muy útiles unas clases de pago que recibió para aprender
a disecar animales. Estos nuevos conocimientos le resultaron muy valiosos para su
futura dedicación a la ciencia.
Cuando su padre decidió mandarle a
Cambridge a estudiar Teología, estableció allí nuevos contactos que le
permitieron profundizar en su formación de naturalista. Así, siguiendo su
tendencia natural, en Cambridge, Darwin estableció relaciones de amistad,
fundamentalmente, con botánicos y geólogos. En los cuatro años que Darwin pasó
en Cambridge (1828-1831), los dos profesores más decisivos para su futura
carrera científica, fueron el botánico J. S. Henslow y el geólogo A. Sedgwick,
ambos clérigos. Con este último emprendió un interesante viaje de trabajo para
estudiar la geología del norte de Gales; Henslow había conseguido que pudiera
ir como ayudante.
Este profesor de botánica, con el que Darwin daba largos
paseos, fue un verdadero amigo para él, y decisivo en su vida. Muy pronto le
introdujo en su vida familiar, y llegó a darle alojamiento en su casa; pero su
intervención más importante fue su recomendación para viajar en el Beagle, como
naturalista no retribuido y alojado en el camarote del capitán Robert Fitz-Roy.
Henslow tomó la decisión de implicar a Darwin en este viaje, porque estaba
seguro de las capacidades de Darwin como naturalista, y porque también sabía
que no era hombre de Iglesia; pero lo que él no podía intuir era el salto
prodigioso que iba a dar la mente de este joven coleccionista apasionado por la
naturaleza; Darwin tampoco.
Así, tras una negativa inicial de su padre, el tío
Josiah, mediante una sensata argumentación, terminó convenciendo a Robert de
que este viaje sería muy conveniente para su hijo. El Beagle comenzó su singladura
el 27 de diciembre de 1831; en él iba un nuevo Charles Darwin, lleno de dudas,
pero dispuesto a tensar al máximo su nueva libertad y su amor por la
naturaleza.
El viaje de circunnavegación del Beagle duró cinco años (1831-1836) y, como el mismo Darwin reconoce sería
como un nuevo nacimiento, el comienzo de su segunda vida. Dejaba atrás
preocupaciones y miedos, quizá el mayor el de defraudar las expectativas de su
padre. Ahora, a sus veintidós años, tenía el mundo natural por descubrir; y, en
mayor o menor grado, la confianza de sus profesores y familiares. Esta
confianza se asienta en las mismas cualidades positivas que Darwin enumera en
su autobiografía al final de sus días. Esas cualidades, que a Darwin le parecían
de poco lustre para alcanzar la fama que alcanzó; para socavar los cimientos de
la concepción sobre el mundo natural, que se tenía en la cultura occidental del
momento.
Pero, para entender bien el proceso de
transformación mental de Darwin, en este viaje, conviene señalar que,
efectivamente, la mayoría de las cualidades propias -de las que Darwin nos
habla en su autobiografía- ya estaban presentes en el joven Charles, antes de
zarpar; pero, como veremos, en el periplo del Beagle, estas cualidades
crecieron, se trabaron y potenciaron.
Así, como ejemplo del compromiso científico de Darwin al embarcar, tenemos que,
en el viaje con Sedgwick, para estudiar la geología del norte de Gales, atajó
por las montañas para poder llegar antes a su casa e ir a cazar:
“en aquel tiempo habría
considerado una locura perderme los primeros días de la temporada de la perdiz
por la geología o por cualquier otra ciencia”.
Entonces, ¿qué hizo que Darwin cambiara tan radicalmente?
Muchas fueron las influencias que se fueron
tejiendo para lograr esa profunda transformación en él. Quizá, entre
ellas, estuvieran sus primeras crisis
serias con la religión, probablemente iniciadas por sus desavenencias con el
capitán Fitz-Roy, un aristócrata profundamente religioso:
“El temperamento de Fitz-Roy
era de lo más desventurado. Así lo demostraban no sólo su apasionamiento sino
sus accesos de prolongada taciturnidad con quienes le habían ofendido. Era
también un tanto suspicaz y, de vez en cuando, muy depresivo, hasta el punto de
rayar en la locura en cierta ocasión. A menudo me parecía que carecía de
sensatez o de sentido común”.
Una de las primeras discusiones importantes se
inició en la localidad brasileña de Bahía, cuando Fizt-Roy “defendió y elogió la
esclavitud, que a mí me parecía abominable”. La
respuesta de Darwin “lo sacó de quicio” y comprometió su
permanencia en el barco, aunque, “al cabo de unas horas, Fizt-Roy demostró su
habitual magnanimidad enviándome a un oficial con sus disculpas y una petición
para que siguiera compartiendo su camarote”.
Fizt-Roy apreciaba la compañía de Darwin: le pesaba mucho la soledad que tenía
que soportar un capitán de la marina británica, totalmente aislado al estar por
encima del resto de la tripulación, oficialidad incluida; el estatus de Darwin,
a bordo del Beagle, era distinto: Fizt-Roy cedía parte de su camarote para
disfrutar de la compañía de algún joven culto y de buena familia, fuera de las
relaciones jerárquicas del resto de la tripulación. Así pues, aunque muchas de
las firmes opiniones de Darwin le encolerizaban, luego retornaba la calma y la
conveniencia de mantener la compañía de Charles. Por el contrario, a él, de
mucho mejor carácter pero firme en sus convicciones, le fue haciendo mella el
comprobar que personas de fuertes creencias religiosas, como Fizt-Roy, pudieran
tener ideas y comportamientos tan detestables.
Los desencuentros entre ellos se
extendieron al terreno de las interpretaciones de Darwin acerca de los
fenómenos naturales, cada vez más alejados de las ideas fijistas y creacionistas
que tenía al zarpar. Estos desencuentros llegaron hasta 1859, con la
publicación de El Origen de las especies:
“Se
mostró muy indignado conmigo por haber publicado un libro tan heterodoxo”.
Darwin resalta en su autobiografía (Darwin,
2009) la importancia de este viaje para la realización de su obra:
“El viaje del Beagle ha sido,
con mucho, el acontecimiento más importante de mi vida y determinó toda mi
carrera…Siempre he pensado que debo a aquel viaje mi primera formación o
educación intelectual auténtica. Tuve que fijarme atentamente en varios campos
de la historia natural, con lo que mejoró mi capacidad de observación, aunque
ya estaba bastante desarrollada”. “La investigación de la
geología de todos los lugares visitados fue mucho más importante, pues es en
ella donde se pone en juego el razonamiento”.
Durante el viaje, Darwin estudió a Lyell,
admirando la superioridad de sus argumentos sobre la del resto de los geólogos
de la época, fundamentalmente su gradualismo, en oposición a los planteamientos
catastrofistas de fijistas y creacionistas. Las primeras contribuciones
científicas de Darwin fueron en este campo; y, así, describió y explicó la
geología de Santiago, elevaciones y hundimientos que afectaban a volcanes, los
orígenes y los efectos de los terremotos, también resolvió el problema de las
islas de coral, entre otras aportaciones:
“Fue entonces cuando caí en la cuenta por
primera vez de que, quizá, podía escribir un libro sobre la geología de los
diversos países visitados por mí, lo que me hizo estremecer de placer”.
Así, en 1842 se publicó La
estructura y distribución de los arrecifes de coral; en 1845 la nueva
edición, que corrige la de 1839, del Diario
de investigaciones, donde relata sus impresiones del viaje del Beagle; y en
1846 se publica Observaciones geológicas
sobre Sudamérica.
Por su parte, la biología le puso más
dificultades para elevar sus conocimientos a teoría. Deslumbrado por la
exuberancia del “qué”, le costó más
explicar el “como” y el “por qué”:
“El esplendor de la vegetación
de los trópicos…la sensación de sublimidad que me producían los grandes
desiertos de la Patagonia y las montañas de la Tierra del Fuego, cubiertas de
bosques…La visión de un salvaje desnudo en su tierra nativa…Muchas de mis
excursiones a caballo por territorios agrestes o en barca, algunas de las cuales
duraron varias semanas…”.
Inicialmente, en lo
relativo a los seres vivos, Darwin observó, coleccionó, describió y clasificó,
mejorando notablemente estas capacidades suyas con la práctica, pero lo hizo
fascinado y abrumado por la lujuriante naturaleza que le rodeaba. No obstante,
de forma imperceptible, Darwin iba tejiendo su singular trama de capacidades y
experiencias que harían de él un gran científico. Así, en relación al viaje, le
concede una gran importancia al
“hábito adquirido entonces de una enérgica
laboriosidad y una atención intensa en todo cuanto emprendía. Procuraba que
cualquier cosa sobre la que pensaba o leía influyera directamente en lo que
había visto o era probable que viese; y mantuve ese hábito intelectual durante
los cinco años de viaje. Estoy seguro de que fue ese entrenamiento lo que me ha
permitido hacer todo cuanto he llevado a cabo en ciencia”.
La transformación que, en el viaje, estaba
experimentando Darwin era notable. A diferencia de lo que decía cuando realizó,
con Sedgwick, la excursión geológica al norte de Gales, ahora la ciencia
ocupaba el primer lugar en su cabeza:
“mi amor por la ciencia se impuso gradualmente a
cualquier otro gusto. Durante los primeros años revivió mi antigua pasión por
la caza con una fuerza casi plena, y cacé por mi mismo todas las aves y
animales de mi colección; pero poco a poco fui dejando el arma a mi criado cada
vez más, y al final por completo, pues la caza constituía un obstáculo para mi
trabajo, sobre todo para la comprensión de la estructura geológica de un
territorio”.
El árbol de la vida, de Darwin |
Pero, volviendo a la biología, es en las
Galápagos y, posteriormente, en Australia donde Darwin empieza a ver algo de
luz entre tanta espesura:
“el descubrimiento de las singulares relaciones entre los animales y
plantas que poblaban las diversas islas del archipiélago de las Galápagos y las
existentes entre todos ellos y los que habitan América del Sur”.
Al final del viaje Darwin tiene ya una clara problemática
biológica: concede una importancia a la distribución geográfica de las especies
en el continente y en las islas, de manera que comienza a pensar en la
transformación o modificación de unas especies en otras; y quizá barruntara
también algo acerca del origen animal del hombre. Pero es en las Galápagos donde
Darwin comienza a vislumbrar el árbol de
la vida.
Comenzaba a tambalearse su visión creacionista,
donde las especies aparecían fijas y estables, al tiempo que se afianzaban una
serie de teorías parciales sobre la mutabilidad de las especies.
Darwin regresa a Inglaterra el 2 de octubre de 1836, y es un hombre completamente distinto del que partió cinco años
antes. Es en este tercer periodo de su vida donde realiza su gran obra
científica. Examina sus colecciones de materiales geológicos y biológicos,
frecuentemente con ayuda de especialistas, prepara su diario de viajes,
comunica sus observaciones y empieza a ordenar sus notas en cuadernos; de forma
que, poco a poco, Darwin comienza a entender las principales observaciones
realizadas en el viaje.
Así, un tiempo después de su regreso, comenzó a
explicar los hechos observados en las Galápagos, relacionándolos con la
evolución divergente: en el continente había una especie de pinzón que fue el
antecesor común de las diferentes especies de pinzones que poblaban cada isla,
adaptadas a nichos ecológicos distintos, en la misma o en distintas islas.
Pronto empiezan sus primeras publicaciones,
aunque, por distintos motivos, se resiste a publicar su teoría principal (“mi teoría” como decía él), la selección natural:
“No tardé en constatar que la
selección era la clave del éxito del ser humano en la creación de razas útiles
de animales y plantas. Pero durante un tiempo fue para mí un misterio cómo se
podía aplicar la selección a organismos que vivían en estado natural.
El sendero de arena, por donde Darwin pensaba mientras paseaba |
En
octubre de 1838, es decir, 15 meses después de haber iniciado mi indagación sistemática,
leí por casualidad y para entretenerme el libro de Malthus Sobre la población, y como, debido a mi larga y continua
observación de los hábitos de los animales y las plantas, me hallaba bien
preparado para darme cuenta de la lucha universal por la existencia, me llamó
la atención enseguida que, en esas circunstancias, las variaciones favorables
tenderían a preservarse, y las desfavorables a ser destruidas. El resultado de ello
sería la formación de nuevas especies. Ahí tenía, por fin, una teoría con la
que trabajar; pero me preocupaba tanto evitar cualquier prejuicio que decidí no
escribir durante un tiempo ni siquiera el menor esbozo de la misma”. (Darwin, 2009).
¿Por qué tarda Darwin más de veinte años en publicar “su teoría” de
la selección natural? ¿Tenía esta tardanza alguna
relación con el mal estado de salud que aquejó a Darwin desde su paso por
Chile, donde, al parecer contrajo la enfermedad de Chagas? Pero muchos autores
creen que Darwin padecía también una neurosis, propiciada, en parte, por su
lucha interna al tener que elegir entre ser uno de los mejores naturalistas de
su tiempo, si no el mejor, como ya empezaba a ser reconocido, pero sin poner
patas arriba las concepciones religiosas de la época; o ser honesto con sus
sorprendentes descubrimientos, y asumir la responsabilidad de iniciar una
auténtica revolución en las ciencias naturales.
En primer lugar -ya al final
del viaje y, sobre todo, al regresar a Inglaterra- Darwin se siente abrumado
por la enorme cantidad de datos y hechos pendientes de ordenar y explicar.
Además sabe que si saca a la luz “su teoría” va a provocar un auténtico
terremoto; pero, ¿cómo guardarse ese descubrimiento? ¿Cómo disimularlo? Darwin
evita entrar en liza con la religión; por prudencia pero también por respeto,
fundamentalmente hacia familiares y amigos con sentimientos religiosos. No
pretende enarbolar su ateísmo -que asoma inequívocamente en su planteamiento
teórico materialista y monista- de forma abierta contra la religión; pero
tampoco traicionar su pensamiento evolucionista.
Darwin evita amablemente las
dedicatorias de sendos libros, de Marx y del Dr. Aveling, en relación con el
materialismo; pero es muy coherente y de una tremenda honestidad intelectual
con su teoría.
Así, Gould (2010) opina que Darwin sabía perfectamente a lo que
se exponía con su planteamiento descarnadamente materialista: “Darwin había
experimentado esta situación [persecución de las creencias materialistas] directamente
como estudiante de la Universidad de Edimburgo en 1827. Su amigo W. A. Browne
leyó un trabajo con una perspectiva materialista de la vida y la mente ante la
Plinian Society. Tras largos debates, toda referencia al trabajo de Browne,
incluyendo la referencia a sus intenciones de hacerlo público, fue eliminada.
Darwin aprendió la lección, dado que escribió en el cuaderno de notas M:
Caricatura burlona de Darwin |
“Para evitar poner de relieve hasta que punto
creo en el materialismo, digamos tan sólo que las emociones, los instintos, los
grados de talento, que son hereditarios, lo son porque el cerebro del niño se
asemeja a la cepa parental”.
Marx y Engels no tardaron en darse cuenta de lo
que había logrado Darwin… Es por ello que Marx le ofreció a Darwin dedicarle el
segundo volumen de El Capital, pero Darwin rechazó amablemente la oferta…En
1880 escribió a Karl Marx:
“Tengo la impresión (correcta o incorrecta) de que los argumentos
dirigidos directamente en contra del cristianismo y el teísmo carecen
prácticamentede efecto sobre el público, y de que la libertad de pensamiento se
verá mejor servida por esa gradual elevación de la comprensión humana que
acompaña al desarrollo de la ciencia. Por lo tanto, siempre he evitado escribir
acerca de la religión y me he circunscrito a la ciencia”. (Gould, 2010).
Por otro lado, en la introducción a la Autobiografía, (Darwin, 2009), Martí
Domínguez introduce un apartado titulado El
pensamiento religioso de Darwin según el doctor Aveling, donde cita “una
carta cordial [de Darwin a Aveling], muy indicativa de su pensamiento”, con un
texto idéntico al que Gould (2010) menciona en la carta que Darwin le escribió
a Marx.
Darwin sabe que su teoría de la evolución por
selección natural va a tener una enorme importancia liberadora para la
humanidad, pero también sabe que va a tener enemigos poderosos en la religión,
aunque quiere evitar enfrentamientos directos. Por ello, se declara agnóstico
como Huxley (creador del término), aunque este tipo de soluciones no servían
para mucho. Así, por un lado, el reverendo doctor Wace –director del King’s College de
Londres- calificaba la posición de Huxley de “cobarde agnosticismo”, “pero su
verdadero nombre es uno más antiguo: es un infiel…”. Por otra parte, en las
filas del ateísmo tampoco eran muy complacientes con el agnosticismo: por
ejemplo, F. Engels lo calificaba de “ateísmo vergonzante”.
En una larga conversación, sobre religión, de
Darwin con Edward Aveling y Ludwig Büchner –posteriormente publicada, por el
primero, en la editorial Free Thought Publishing- Darwin les preguntó qué
entendían por ateísmo. Tras explicarle el sentido etimológico del término -ni
negación ni afirmación, sólo privación de Dios- Darwin dijo:
“Aunque pienso como ustedes,
prefiero el término agnóstico a la palabra ateo”.
(Darwin, 2009).
Darwin tenía mucha tarea por delante –para varias vidas- y
tenía que elegir muy bien dónde dar la batalla. Ese “peso” de entenderlo todo,
de elevar a teoría los hechos observados; y el miedo a las repercusiones,
familiares y sociales, de su pensamiento –la soledad de Darwin- le produjeron
mucho sufrimiento. Como hemos visto, en su teoría de la evolución por selección
natural, propone que la mente y la conciencia humanas son productos del cerebro
en evolución. Esto supuso un gran paso para una visión objetiva de la especie
humana en la naturaleza viva; por fin liberada de la creación divina, dueña y
responsable de su propio destino.
Charles Darwin nos demostró que la realidad se
nos ofrece fácilmente cuando no queremos violentarla: basta con observar,
describir, ordenar, relacionar, experimentar y, sobre todo, buscar la
coherencia de la realidad con honestidad, con honradez intelectual, con
planteamientos objetivos. Esa fue la fórmula magistral de las cualidades de
Darwin. Pero sí, por el contrario, colocamos en el centro del problema lo que
no es –por religión o por intereses espurios- entonces todo se retuerce y se
complica, todo se llena de esferas armilares y de creaciones divinas.
La gran curiosidad y la honestidad intelectual
de Darwin constituyeron la brújula que le permitió andar por la naturaleza sin
prejuicios y sin intereses bastardos, alejado de soluciones acomodaticias y
contemporizadoras. Sólo así consiguió desvelar algunos de los misterios de la
vida que todos tenían ante sus ojos.
BIBLIOGRAFÍA
·
Darwin, C. (1980). El origen de las especies. Ed. Bruguera.
Barcelona.
·
Darwin, C. (2004). El origen del hombre. Ed. Edaf. Madrid.
·
Darwin, C. (2009). Autobiografía. Editorial Laetoli.
Pamplona.
·
Eldredge, N. (2009). Darwin. El
descubrimiento del árbol de la vida. Katz
Editores. Buenos Aires. Madrid.
·
Gould, S. J. (2010). Desde Darwin. Reflexiones sobre historia natural. Crítica. Barcelona.
·
Mayr, E. (2016). Así es la biología. Ed. Debate.
Barcelona.