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martes, 26 de enero de 2021

VIRUS Y SISTEMA INMUNITARIO: UN EQUILIBRIO DINÁMICO POR SELECCIÓN NATURAL

 



EL SISTEMA INMUNITARIO ADAPTATIVO MANTIENE LA HOMEOSTASIS MOLECULAR Y CELULAR DEL ORGANISMO

     

El sistema inmunitario nos defiende del exterior y equilibra nuestro interior

El sistema inmunitario de los vertebrados es enormemente complejo e integra componentes moleculares y celulares diversos tanto en su origen como en su naturaleza y evolución. Su mera descripción con algún grado de detalle excede del propósito de este post. Aquí solo quiero ofrecer una visión panorámica de este, en relación con el modelo proteocéntrico expuesto en los post precedentes, sobre la base de la enorme plasticidad adaptativa de las proteínas que actúan como receptores antigénicos en su rama específica.

El concepto de inmunidad procede del mundo latino clásico, donde hacía referencia a personas o instituciones que estaban libres o exentos de ciertos oficios, cargos, impuestos o penas. Su uso se extendió al estado de inmunidad frente a una infección que exhibían los supervivientes de algunas epidemias. Estas personas eran muy valoradas ya que al estar “libres de aprensión” podían ayudar a los afectados por esa patología. Así pues, el concepto de inmunidad suponía la adquisición de una memoria protectora frente a la enfermedad pasada. Ya en el siglo XX, la naciente inmunología estableció que esta memoria solo la posee el denominado sistema inmunitario adaptativo o específico –por dirigir una respuesta singular frente a cada agente patógeno–, que además es tolerante con las moléculas y células propias. En sentido estricto, solo podríamos hablar de sistema inmunitario adaptativo en los vertebrados. Los invertebrados –y en mayor o menor medida todos los seres vivos– poseen determinados sistemas defensivos frente a los agentes externos, pero la mayoría son innatos. Los vertebrados también poseen un sistema de protección de este tipo frente a los patógenos. Dado que este sistema está integrado con el de inmunidad adquirida específica, solo se considera un sistema inmunitario con dos ramas, aunque respecto a sus componentes no podemos dejar de preguntarnos: ¿surgen de las mismas familias celulares y moleculares, o proceden de grupos distintos y se unen, previa selección, mediante integración funcional? En una primera aproximación al problema, se puede hacer un seguimiento del desdoblamiento de funciones previas. Igualmente, podemos seguir la ontogenia de las líneas celulares implicadas. 

 Empezando por esto último, vemos que a partir de la célula madre hematopoyética pluripotencial se diferencian las líneas linfoide y mieloide a partir de sus respectivos progenitores. La primera da lugar principalmente a los linfocitos del sistema inmunitario adaptativo, mientras que la segunda abarca a casi todas las células del sistema defensivo innato. En cuanto a la función primordial, las células linfoides estarían implicadas en mantener la homeostasis intercelular, esto es el equilibrio dinámico entre las distintas poblaciones celulares de un animal vertebrado, mediante la discriminación entre lo propio y lo ajeno. Así, los linfocitos del sistema inmunitario adaptativo reconocen con sus receptores específicos las moléculas que caracterizan las células del organismo que forman un auténtico ecosistema en él: las propias (del orden de algunas decenas de billones), las foráneas (algún orden de magnitud mayor) y las propias alteradas por una infección intracelular o su transformación tumoral.

Con la adquisición de la membrana plasmática –junto a los sistemas implicados en el metabolismo y la replicación– surge la célula como unidad de vida, y con su individualidad se diferencian dos medios: el externo, que rodea al organismo, y el interno definidor de lo propio. Todos los seres vivos tienen un medio interno, diferenciado del entorno, cuyas características y componentes deben mantener mediante un equilibrio dinámico con el exterior. Desde el origen de la vida, y a lo largo de una evolución sin propósito, se han seleccionado muchos procesos y estructuras que han resultado convenientes para el mantenimiento de los seres vivos frente a los cambios ambientales, entre otros, podemos considerar los defensivos y los homeostáticos. En general, los primeros se agrupan en torno a mecanismos inespecíficos establecidos hacia el exterior del organismo: bien de tipo físico (barreras), químico (secreciones) o incluso biológico (microbiota propia de los epitelios). Por otra parte, denominamos homeostáticos a los procesos fisiológicos encaminados al mantenimiento de la constancia del medio interno frente al estrés ambiental mediante un equilibrio dinámico con el entorno. Así, tanto en las células como en los individuos pluricelulares existen mecanismos de respuesta frente a estos cambios. En las primeras, por ejemplo, tenemos las proteínas de estrés o de choque térmico (HSP) que se ocupan de los desórdenes estructurales del resto de las proteínas ante determinadas situaciones intentando mantener la identidad molecular propia. En los animales vertebrados, los linfocitos del sistema inmunitario adaptativo se enfrentan a los desequilibrios invasivos del medio interno tanto de las células ajenas como de las propias enajenadas: tumores y células infectadas por parásitos intracelulares.

 

La discriminación entre lo propio y lo ajeno del sistema inmunitario adaptativo desmenuza la evolución de las proteínas

Durante una respuesta inmunitaria se adquiere memoria inmunológica a moléculas extrañas merced a la producción de anticuerpos específicos frente a estas que inducen su formación y, por ello, se denominan antígenos (literalmente generadoras de anticuerpos). Los anticuerpos son básicamente proteínas que reconocen con sus sitios de unión específicos o paratopos determinadas porciones de la superficie molecular de los antígenos, los denominados determinantes antigénicos o epítopos. Como una prueba más del carácter no proyectivo, carente de diseño teleológico de la evolución biológica, conviene resaltar que ni los anticuerpos ni los antígenos son benéficos o perjudiciales per se y, dependiendo de las circunstancias, ambos tipos moleculares pueden comportarse de una u otra forma: así, en las respuestas alérgicas frente a alimentos el sistema inmunitario nos produce un daño frente a antígenos que nos benefician; igual ocurre en las transfusiones y trasplantes, e incluso llegamos al extremo en las enfermedades autoinmunes donde lo propio se toma por ajeno.

En cuanto a la naturaleza de los antígenos, podemos decir que los anticuerpos reconocen específicamente los epítopos de cualquier tipo de moléculas, pero el sistema inmunitario es aparentemente caprichoso y paradójicamente los linfocitos T no reconocen la superficie de las moléculas antigénicas. Así, mientras los receptores para el antígeno de los linfocitos o células B (BCR) –que son inmunoglobulinas o anticuerpos de membrana– pueden reconocer entre otros determinantes las zonas superficiales de proteínas inmunogénicas, los correspondientes de las células T (TCR) solo reconocen péptidos de esas moléculas (frecuentemente de su núcleo interior) presentados por proteínas del complejo principal de histocompatibilidad propio (MHC en sus siglas en inglés).

Una de las principales conclusiones que podemos sacar tanto de la respuesta T como de las características de los antígenos que reconoce, es que la genuina discriminación entre lo propio y lo ajeno recae en ella, y fundamentalmente en las proteínas del MHC. Pero quizá sea aún más importante que la naturaleza singular de lo propio sea proteica. Para obtener una auténtica respuesta inmunitaria adaptativa con especificidad y memoria, que implique a los linfocitos B y T, el antígeno tiene que ser al menos parcialmente una proteína. Estos antígenos se denominan timo-dependientes y son los más completos por activar a las células T además de a las B. Se les denomina genéricamente inmunógenos por su capacidad para generar una respuesta completa, y distinguir así la inmunogenicidad de la antigenicidad o capacidad de unión de cada determinante o epítopo al correspondiente receptor antigénico. Así, cualquier molécula –grande, como un ácido nucleico, o pequeña como un grupo NO2– posee antigenicidad y puede ser reconocida por anticuerpos específicos, pero por sí sola no es inmunogénica, para ello debe unirse a una proteína. Estas moléculas con antigenicidad pero sin inmunogenicidad se denominan haptenos. También es importante el desde hace tiempo conocido efecto portador (carrier), que subraya la naturaleza proteica de los inmunógenos, esto es, la necesaria unión del hapteno a la misma proteína portadora tanto en la primera como en la segunda inmunización con el hapteno para obtener memoria inmunológica frente a él. Esta peculiaridad se explica actualmente por la necesaria interacción entre los linfocitos colaboradores Th2 y los B que reconocen el mismo antígeno.

 

La unicidad molecular de los individuos

Lo visto hasta el momento nos coloca ante un interesante misterio, ¿por qué las células T, que son el vórtice del sistema inmunitario, solo reconocen fragmentos de proteínas y además embutidos en una hendidura de las moléculas del MHC? Para responder a esta cuestión vamos a repasar brevemente algunas características de este complejo. En primer lugar, este grupo de genes es muy polimórfico, es decir, presentan muchos alelos diferentes en cualquier población, llegando a varios cientos para algunos de sus loci. Cualquier individuo hereda seis genes de cada progenitor: tres de clase I (con hasta seis alelos posibles) y otros tres de clase II (con seis a ocho alelos posibles según los casos), por lo que en heterocigosis total puede llegar a presentar doce (e incluso catorce en algunos casos) moléculas diferentes. Esto hace muy improbable que incluso dos miembros de la misma especie exhiban el mismo conjunto de proteínas de histocompatibilidad sobre sus células, lo que les proporciona una auténtica identidad molecular. De hecho, estas proteínas y sus correspondientes genes deben su nombre a que su descubrimiento estuvo relacionado con su implicación en el rechazo de injertos de tejidos, por lo que se les denominó antígenos de histocompatibilidad ya que generaban la producción de anticuerpos en el receptor frente a las moléculas extrañas del donante. Pero, naturalmente, la evolución biológica no es teleológica y no iba a seleccionar unas proteínas tan complejas “pensando” en la llegada de una especie como la humana con un posible desarrollo cultural que permitiese el trasplante de tejidos y órganos. Evidentemente, las funciones del MHC tenían que ser otras. Así, se comprobó que esta unicidad molecular condiciona principalmente algunas características singulares de la respuesta inmunitaria individual, entre otras funciones menos conocidas, y también la propensión a padecer determinadas enfermedades. Estas proteínas actúan como receptores antigénicos en las denominadas células presentadoras de antígeno (APC), las cuales digieren proteínas a péptidos que se unen en el interior celular a las proteínas de histocompatibilidad; posteriormente, estas los exponen en la membrana plasmática al reconocimiento de los linfocitos T.

Los elementos proteicos y genéticos de este complejo se dividen tanto funcional como estructuralmente en dos grandes grupos denominados MHC de clase I y II. Las proteínas del MHC de la clase I están en todas las células nucleadas del organismo (por ejemplo, no aparecen en los eritrocitos humanos que son anucleados), y presentan péptidos de proteínas de síntesis endógena a los linfocitos T citotóxicos (caracterizados por el marcador glucoproteico CD8). Estos reconocerán los péptidos como propios (síntesis proteica normal) o como extraños (generalmente de proteínas víricas o procedentes de tumores) y actuarán en consecuencia.

Las proteínas del MHC de la clase II solo aparecen en las denominadas APC profesionales que capturan y procesan antígenos exógenos: células B, macrófagos, células reticuloepiteliales, células de Langerhans de la epidermis y de la mucosa bucal, células dendríticas, entre otras. Todas ellas los presentan a los linfocitos Th (helper), auxiliares o colaboradores, caracterizados por el marcador glucoproteico CD4.

Las proteínas de las dos clases del MHC presentan similitudes y diferencias tanto funcionales como estructurales. Ambos tipos muestran una conspicua hendidura exterior en la que se alojan los péptidos antigénicos. En el interior de ella se ubican la mayoría de los residuos variables –que caracterizan tanto el elevado número de alelos como el polimorfismo de estas moléculas– formando diferentes cavidades a las que se unen selectivamente determinados residuos de los péptidos, que así son distintos para un mismo antígeno procesado según sea la molécula de histocompatibilidad que los presente; es decir, cualquiera de ellas puede unir péptidos de muchas proteínas antigénicas, pero no todos los de un mismo antígeno; además, en cada hendidura de la totalidad de moléculas disponibles solo cabe un péptido de los posibles, por lo que hay cierta competición por ese espacio. De esta manera, el polimorfismo del MHC se manifiesta en la singular topografía y polaridad del sitio de unión a péptido de sus proteínas, y en las consiguientes particularidades de los epítopos mixtos MHC propio-péptido que presentan a los linfocitos T, donde el mismo péptido adoptará diferentes conformaciones en función de la molécula que lo albergue. La necesidad de este doble reconocimiento para la activación de las células T fue descubierta en 1974 por R. M. Zinkernagel y P. C. Doherty, y recibió el nombre de restricción por el MHC. Este fenómeno es consecuencia directa del proceso de aprendizaje o educación tímica durante la selección en este órgano del repertorio linfocitario T. En relación con esto, también se vio que, a diferencia de lo que pasa con los anticuerpos y las células B, no se podía adquirir inmunidad de forma pasiva mediante transfusión de linfocitos T foráneos específicos para un determinado patógeno, ya que estos no reconocían el MHC del individuo receptor. Aprovecho este fenómeno diferencial de la adquisición de inmunidad por transfusión para relacionarlo con las experiencias de Francis Galton –el primo de Darwin– en el intento de refutación de la teoría de la pangénesis del padre de la teoría de la evolución por selección natural. Como es bien sabido, Galton realizó transfusiones sanguíneas entre diferentes razas de conejos para comprobar la posible transmisión de caracteres por la sangre. La inmunología ha demostrado, respecto a la transmisión del estado de inmunidad, que estas experiencias hubiesen dado un resultado positivo con la respuesta humoral (anticuerpos de los linfocitos B) y otro negativo con la celular (linfocitos T) debido a la restricción por el MHC. Esto debe hacernos reflexionar sobre la necesidad de elegir bien el diseño experimental para comprobar o refutar una hipótesis.

El número de determinantes antigénicos superficiales en las proteínas globulares es muy alto y potencialmente puede alcanzar cifras astronómicas con las posibles combinaciones con haptenos como glúcidos, lípidos y ácidos nucleicos. Esto hace que el número de anticuerpos diferentes frente a ellos, que puede producir un ser humano mediante sofisticados mecanismos genéticos, sea del orden de cien a mil millones. Con algunas particularidades, el número de receptores para el antígeno de las células T (TCR) también es potencialmente enorme. Pero el cuello de botella en el reconocimiento antigénico está en las proteínas del MHC: catorce como máximo por individuo para todo el universo antigénico. ¿Qué misterio encierra esta paradójica desproporción? Para abordar esta aparente contradicción vamos a repasar algunas características de la evolución de las proteínas, intentando diferenciar cuáles de ellas reconoce cada tipo de receptor: MHC, TCR y BCR.

 

Características de la evolución proteica

Desde la perspectiva proteocéntrica que propongo en este libro, hemos destacado en varias ocasiones la mayor o menor plasticidad adaptativa pregenética de muchas proteínas frente a sus medios moleculares –tanto intracelulares como intercelulares–, presente tanto en la filogenia como en la ontogenia y fisiología, desde el origen de la vida a lo largo de la evolución biológica. Así, por ejemplo, en el funcionamiento celular, se pone de manifiesto en procesos de adaptación a variaciones del entorno que implican la transducción de señales hacia el interior. En la fisiología animal, se puede observar en los múltiples sistemas y aparatos que integran el organismo; pero, como ya hemos visto, quizá el sistema que ilustre mejor la exaltación de la plasticidad proteica adaptativa es el inmunitario, aun teniendo en cuenta que es el resultado de un alto grado de especialización.

Así, volviendo a la paradoja planteada anteriormente en el reconocimiento antigénico diferencial de los linfocitos B y T, tenemos que intentar resolverla recreando cómo pudo seleccionarse, en la etapa prebiótica, el juego entre dos tipos de naturaleza molecular pertenecientes a los polipéptidos proteinoides que se formaron al azar en la sopa primordial, a saber: las estructuras que son predominantemente hidrofílicas y las que son hidrofóbicas. Las primeras suelen presentar un mayor grado de desorden estructural y, por consiguiente, de capacidad de unión por ajuste inducido a diferentes ligandos moleculares. Por su parte, las segundas son más compactas y, con su capacidad para empaquetarse con otras estructuras proteicas pueden inducir cierto grado de orden, llegando incluso en algunos casos hasta poder propagar sus conformaciones. Así, las estructuras hidrofílicas, más desordenadas y plásticas, pueden adquirir más o menos orden bajo la acción de otras hidrofóbicas más compactas, bien de la propia molécula o de otra. En general, como caso intermedio, una proteína globular tipo presenta la mayoría de los residuos hidrofílicos en su superficie, mientras que los hidrofóbicos constituyen su núcleo o “core” interior. 

Es interesante comparar la analogía de estas características de la evolución proteica con las ideas de Cuvier acerca de los grandes tipos que él distinguía en el Reino Animal, donde hace una jerarquía entre los órganos más o menos esenciales y –al igual que ocurre con las proteínas– sitúa la esencia funcional de los animales en el interior y la variabilidad de la plasticidad somática adaptativa en el exterior. Como acabamos de comentar, las proteínas también presentan un núcleo hidrofóbico ordenado (core) que le da estabilidad –característico del tipo general de proteína como, por ejemplo, el dominio de la superfamilia de las inmunoglobulinas–, y una variabilidad de interacciones, más o menos específicas y con distintos grados de afinidad (como ocurre con cada anticuerpo), en función de su plasticidad conformacional exterior ante diferentes ligandos. Así, según sea el grado de plasticidad externa, las uniones de una proteína con su ligando pueden ir del ajuste inducido en las más plásticas –donde el sitio de unión, más o menos desestructurado, de la proteína se puede adaptar a un ligando entre varios distintos como una mano a un objeto–, a las de tipo llave-cerradura en las más estructuradas donde, como indica expresivamente esta denominación, la especificidad es única. La pregunta es ¿cuándo aparecen y cómo evolucionan –en la filogenia, en la ontogenia y en la fisiología– los dos tipos de especificidad de unión de las proteínas? Como ya hemos visto, en este modelo proteocéntrico se propone que las proteínas pudieron evolucionar en dos grandes etapas:

1.    Una primera etapa, pregenética, de evolución prebiótica conformacional donde a partir de secuencias polipeptídicas formadas al azar se produce la selección de un número corto de conformaciones (módulos estructurales proteicos), que son los que actualmente encontramos en todas las proteínas.

2.    Una segunda etapa donde la información conformacional sigue siendo prioritaria, pero permitiendo una dimensión de evolución secuencial coherente. En esta etapa, a partir de polipéptidos ya codificados genéticamente –y utilizando los mecanismos de generación de diversidad desplegados en la evolución biológica–, se va acumulando una enorme variabilidad en las secuencias de las proteínas, pero siempre condicionada por la continuidad de las conformaciones seleccionadas durante la etapa anterior.

Hay indicios para pensar que la continuidad de información conformacional pregenética se ha mantenido y se mantiene en la filogenia, en la ontogenia y en la fisiología celular. Debemos recordar la posibilidad de que, antes de pasar a la etapa biótica con el establecimiento del código genético, las interacciones conformacionales de las etapas previas pudieran seleccionar tanto polipéptidos más o menos desordenados como péptidos más pequeños.

Por su parte, en la etapa genética, la exigencia de mantener la coherencia entre los cambios en la secuencia de aminoácidos y las restricciones funcionales y estructurales de las proteínas fijadas a lo largo de su evolución propició mecanismos de variabilidad genética respetuosos con estas restricciones como, por ejemplo, la hipermutación somática enzimática durante la formación de anticuerpos específicos.

 

El puzle conformacional de la presentación antigénica

Acabamos de considerar cómo en el proceso selectivo prebiótico se pudieron organizar los módulos esenciales –tanto en las secuencias desordenadas largas como en las más cortas– que interaccionarían entre sí formando complejos puzles proteicos de miniestructuras cuaternarias. Estas pequeñas piezas, anteriores a cadenas más extensas formadas genéticamente, podrían estar representadas en la función de reconocimiento antigénico de los linfocitos T a través de la interacción específica entre su receptor (TCR) y el complejo formado por la proteína del complejo principal de histocompatibilidad (MHC) y el péptido antigénico (Ogayar, A. 1991).  En este artículo, propongo que en el proceso de formación del complejo pudiera ocurrir algo semejante a lo que pasa durante el plegamiento de las proteínas donde se forma un intermediario globular compacto, conocido como glóbulo fundido (molten globule), caracterizado por presentar una considerable proporción de estructura secundaria y un núcleo hidrofóbico fluctuante expuesto al agua. Así, se razonaba que de la misma manera que el paso del glóbulo fundido a la estructura de plegamiento final exige la estabilización de la estructura globular mediante el empaquetamiento de los residuos hidrofóbicos, un proceso similar pudiera tener lugar durante la interacción de los péptidos antigénicos con las proteínas de histocompatibilidad. Así pues, la estructura básica del sitio de unión de las proteínas del MHC (sin tener en cuenta las variables polimórficas) podría constituir la pieza maestra del puzle conformacional que forman las pocas geometrías básicas de empaquetamiento estable de hélices α y láminas β en el plegamiento de las proteínas. Dentro de la lógica de que la presentación antigénica actual es una función más sofisticada que deriva de otra más elemental, el polimorfismo se habría ido seleccionando en relación con los puntos de anclaje de los péptidos. Es posible que la funcionalidad primitiva pudiese estar entroncada sensu lato con la homeostasis intracelular, y más concretamente con algún tipo de control de la producción y funcionalidad de las proteínas. En esta lógica, el procesamiento del antígeno implicaría un tipo de examen de este, que pudiera estar relacionado con aspectos más conformacionales de los módulos estructurales básicos de las proteínas seleccionados en las etapas prebióticas. La presentación posterior de péptidos por las proteínas del MHC ya incluye algunas especificidades secuenciales de los primeros que influyen evolutivamente en el gran polimorfismo de las segundas, seleccionado este en una proyección ya claramente inmunitaria. Así, en las moléculas de la clase I, más centradas en la discriminación entre lo propio y lo ajeno, pero todas son proteínas de síntesis intracelular, se ve la transición entre cierta selección conformacional general de los péptidos y las especificidades de la variabilidad secuencial. En las de la clase II, más abiertas a la presentación de lo externo fagocitado, se nota más la especialización inmunitaria con una ampliación de la selección secuencial.

Tanto en las proteínas de clase I como en las de clase II, los dos dominios pareados situados en la proximidad de la membrana son semejantes a los de las inmunoglobulinas. Por el contrario, los dos dominios distales son los que forman un conspicuo surco o hendidura alargada que alberga los péptidos antigénicos. Como ya hemos señalado, el polimorfismo del MHC se sitúa en este lugar y, por lo tanto, interviene en la selección y presentación del antígeno. A su vez, el epítopo mixto formado entre MHC y péptido determina la selección del repertorio específico de receptores antigénicos de las células T (TCR). En este sentido, es interesante señalar que en la interacción estos se sitúan sobre su epítopo manteniendo una misma orientación básica: parte de sus regiones determinantes de la complementariedad (CDR de Vα y Vβ) 1 y 2 reconocen las crestas de la hendidura del MHC –que es la zona hidrofílica donde se concentra mayoritariamente su potencial electrostático– y los extremos amino (en Vα)  y carboxilo del péptido (en Vβ), mientras que las CDR 3 de los dominios Vα y Vβ contactan directamente con el centro del mismo. En consonancia, estas regiones hipervariables (CDR 3) acumulan la diversidad principal del TCR.

En la unión del receptor de células T a su epítopo mixto se produce un cierto cambio conformacional o ajuste inducido, fundamentalmente en el lazo CDR3 de Vα. Gracias a esta flexibilidad, los TCR pueden reconocer ligandos que presenten pequeñas diferencias mediante cambios en sus conformaciones.

Las moléculas del MHC presentan un sitio de unión con afinidad alta, pero con capacidad para unirse específicamente a una amplia variedad de péptidos diferentes. La incorporación de cualquiera de los idóneos a la hendidura de una proteína de histocompatibilidad es absolutamente necesaria para la estabilidad del complejo. Así, el péptido es un integrante fundamental de su estructura, y en las de clase I presenta una conformación alargada que se une estrechamente por sus extremos a los bordes de la ranura. Por el contrario, esta no está cerrada en las moléculas de clase II, y los péptidos, también en conformación alargada, sobresalen de ella; esto hace que muestren mayor heterogeneidad en sus extremos amino y carboxilo terminales, aunque también son fundamentales para la estabilidad de estas proteínas.

Los péptidos presentados por el MHC I tienen de 8 a 10 aminoácidos y se anclan principalmente por sus terminales carboxilo y amino a sitios invariables de los extremos de la hendidura, determinando así tanto la longitud como la estabilidad de la unión. Las variaciones en el número de residuos parecen resolverse mediante acodamientos del esqueleto peptídico. Todo esto, junto con otros anclajes secundarios en diferentes posiciones de la ranura que caracterizan las versiones polimórficas del MHC, contribuye a la variabilidad conformacional del epítopo mixto que se presenta a los TCR. Así, el polimorfismo del MHC se refleja en la unión preferente de cada tipo de sus proteínas a un conjunto de péptidos caracterizados por tener los mismos, o muy similares, residuos en dos o tres posiciones determinadas de sus secuencias; las cadenas laterales de estos se anclan en las diferentes oquedades formadas por los aminoácidos polimórficos de la hendidura. En muchos casos, los residuos de anclaje del péptido son aromáticos, como la fenilalanina y la tirosina; y también hidrófobos, como la valina, la leucina y la isoleucina. En cuanto a la naturaleza de las interacciones de anclaje principales, un grupo de tirosinas (Tyr) común en todas las moléculas de clase I forma puentes de hidrógeno con el grupo amino terminal del péptido, mientras que otra agrupación de residuos forma el mismo tipo de enlace e interacciones iónicas con el esqueleto del extremo carboxilo y con este grupo.

La longitud de los péptidos presentados por las moléculas de clase II no está limitada por el cierre de la hendidura, con trece o más residuos en conformación extendida que suelen sobresalir por sus bordes terminales; esto también es debido a la ausencia de agrupaciones de residuos conservados en el sitio de unión de estas proteínas donde se anclen los extremos amino y carboxilo del antígeno procesado. Solo los aminoácidos polimórficos de la ranura originan cavidades donde se introducen algunas cadenas laterales del péptido. También son importantes las interacciones del esqueleto de este con residuos conservados en la hendidura de todas las moléculas de clase II.

Los péptidos que se unen a las proteínas MHC de clase I proceden de proteínas sintetizadas y digeridas en el citosol, como las de los virus; por su parte, los presentados por las moléculas de clase II proceden de proteínas de patógenos exógenos degradadas en vesículas producidas por la fagocitosis de estos. Algunos de estos péptidos de origen exógeno pueden unirse a las MHC I –en lo que se conoce como presentación cruzada– cuando, tras la fagocitosis de antígenos víricos por las células dendríticas, los productos de degradación son llevados al citosol. Así se produce la activación inicial de los CTL por estas.

Las proteínas implicadas en el procesamiento y presentación antigénica –la degradación de proteínas a péptidos, la unión de estos a las moléculas del MHC y la movilización de estos complejos hacia la membrana plasmática– están codificados por genes situados en el complejo principal de histocompatibilidad junto a los de las proteínas presentadoras de las clases I y II. Estos hechos pueden hacernos considerar la posibilidad de que todas estas moléculas estén relacionadas evolutivamente, derivando las polimórficas inmunitarias de otras relacionadas con funciones más generales. Hemos visto que la enorme variabilidad secuencial de los distintos alelos se concentra en la hendidura de unión a péptido y en regiones superficiales de esta expuestas al contacto con el receptor de la célula T (TCR). Esta gran generación de diversidad se consigue mediante mecanismos genéticos que implicaron la duplicación de un gen ancestral y su posterior divergencia por medio de mutaciones puntuales, como las sustituciones, y sobre todo por conversión génica. Así, el polimorfismo de las moléculas del MHC influye en: la interacción directa entre MHC y TCR, y su implicación en la selección tímica del repertorio de células T tolerantes con lo propio; la selección de péptidos que une y la conformación final del epítopo mixto MHC-péptido. Esta especialización extrema parece el indudable resultado de la selección natural en la respuesta inmunitaria a los patógenos, pero también puede inscribirse en una función más general de carácter homeostático: el mantenimiento de la individualidad, de la unicidad, la definición de lo propio. En este sentido, igualmente podemos plantearnos, ¿cuál es la función ancestral de la que derivan estas otras más evolucionadas? Para intentar responder a esta pregunta debemos mirar a las proteínas implicadas en el procesamiento del antígeno.

Los péptidos presentados por las moléculas MHC de clase I proceden de proteínas degradadas en el citosol, en un proceso que podríamos considerar de control homeostático de calidad de la producción proteica. Del total de esta, alrededor de un 30% presentan algún defecto de plegamiento, son los denominados productos ribosomales defectuosos (DRiP). Estos son reconocidos y marcados por ubiquitina para su posterior degradación en el proteasoma. Los productos de esta proteasa multicatalítica se transportan al retículo endoplásmico mediante una proteína de unión al ATP denominada TAP y posteriormente se unen a las moléculas de clase I. La unión de los péptidos –al parecer, mediante un mecanismo de ajuste conformacional– es fundamental para el correcto plegamiento de estas proteínas presentadoras de antígenos, de forma que estos constituyen una parte integral de ellas.

Además de proteínas citosólicas normales, el proteasoma degrada otros productos de síntesis intracelular como los virus, que así serán detectados y eliminados por linfocitos T citolíticos. También puede degradar proteínas que le llegan mediante vesículas endocíticas, por transporte retrógrado, en células como las dendríticas cuando fagocitan células muertas como resultado de una infección vírica. Este proceso favorece el fenómeno de presentación cruzada, anteriormente comentado, que es muy importante para la activación eficaz de los linfocitos T citolíticos.

El proteasoma es un complejo proteasa multicatalítico que forma un gran cilindro hueco de 28 subunidades distribuidas por igual en cuatro anillos apilados. Las proteínas sometidas al proceso de degradación enzimática entran previamente desnaturalizadas en su interior. En el caso del procesamiento y presentación antigénica, algunos de sus componentes, constitutivos en todas las células, son sustituidos por otros que se expresan por el estímulo de interferones producidos como respuesta a una infección vírica. Se forma así el inmunoproteasoma, donde algunas subunidades inducibles, como LMP2 y LMP7, están codificadas en el MHC cerca de las proteínas transportadoras TAP1 y TAP2, y de las moléculas de clase I. Así pues, parece que el MHC agrupa moléculas que han coevolucionado en la degradación, transporte y presentación de péptidos que proceden de proteínas citosólicas. El proteasoma inmunitario manifiesta cambios en su especificidad enzimática: se producen péptidos con residuos carboxilo terminales hidrófobos (leucina, isoleucina, valina, tirosina o metionina) o básicos (lisina o arginina); en el extremo amino terminal, el inmunoproteasoma es menos exigente (aunque evita la presencia de prolina en sus primeros tres residuos) y los péptidos más largos son recortados por aminopeptidasas hasta alcanzar 8 o 9 aminoácidos y con los residuos de anclaje apropiados. En resumen, las subunidades inducibles por interferones aumentan la expresión en la membrana plasmática de proteínas de la clase I y una presentación antigénica eficaz mediante el suministro de mayores cantidades de péptidos adecuados –fundamentalmente en su extremo C-terminal y otros residuos de anclaje– y la consiguiente producción de epítopos inmunodominantes.

Las proteínas TAP 1 y 2 (transportadores asociados al procesamiento antigénico) son específicas en el proceso de presentación antigénica y actúan llevando los péptidos producidos por el proteasoma desde el citosol a la luz de retículo endoplásmico para su unión con las moléculas MHC I. Estos transportadores presentan alguna especificidad por los péptidos que acarrean, de hecho prefieren los que exhiben las mismas características secuenciales que las coseleccionadas por la producción del proteasoma y por la presentación antigénica del MHC I. No obstante, los genes LMP y TAP son muy polimórficos, dando como resultado que presenten diferentes epítopos del mismo antígeno en individuos diferentes. Pero también, el polimorfismo del MHC juega, como ya hemos visto, un importante papel en la selección de péptidos presentados a las células T, llegando a rechazar muchos de los péptidos transportados por TAP. Durante todo el proceso de formación, transporte y unión final de los péptidos a sus receptores MHC, intervienen numerosas proteínas con función de proteínas acompañantes o chaperones celulares, como la que protege a los péptidos formados en el proteasoma de la degradación completa antes de ser transportados al interior del retículo endoplásmico. En este lugar, las moléculas MHC de clase I esperan a ser cargadas con ellos. Para el correcto plegamiento y ensamblaje de estas, previamente se deben dar varios pasos mediados por la interacción con chaperones: en el primero, la cadena α forma un complejo con la microglobulina β2; y en el segundo, este recibe el péptido. En humanos, las cadenas α recién sintetizadas se unen al chaperón calnexina, que también participa en el ensamblaje de otros receptores antigénicos. Este las mantiene parcialmente plegadas en el interior del retículo hasta que la microglobulina β2 se une a ellas. En este momento, la calnexina se libera y las moléculas de clase I α-β2, todavía parcialmente plegadas, se unen a un grupo de proteínas denominado complejo de carga de MHC de clase I. Entre estas figuran chaperones como Erp 57 y la calreticulina, y una proteína relacionada con TAP que forma parte del MHC, la tapasina. Esta, junta el transportador de péptidos TAP con las moléculas de clase I de forma que se unan a los adecuados, completen su plegamiento y puedan migrar con ellos a la membrana celular para su presentación. Estos tres chaperones se unen a varias glucoproteínas durante su ensamblaje en el retículo endoplásmico, por lo que se considera que su función puede estar relacionada con el control de calidad general de la célula.

Algunos virus producen proteínas denominadas inmunoevasinas –por facilitar el escape de la acción del sistema inmunitario– que evitan la expresión de las moléculas del MHC de clase I en la membrana celular, interfiriendo en alguno de los pasos del procesamiento y presentación antigénica. Debo insistir en que no hay inteligencia ni en la acción de los virus ni en la del sistema inmunitario. La coherencia entre ambas –que presenta una apariencia de estrategias enfrentadas– la proporciona la selección natural.

Por su parte, los péptidos presentados por las moléculas del MHC de clase II pertenecen a proteínas que proceden de diversas fuentes exógenas: antígenos internados por células dendríticas o por los linfocitos B a través de sus receptores inmunoglobulínicos, o de patógenos fagocitados por macrófagos. Una vez sintetizadas en el retículo endoplásmico, las moléculas de clase II se unen por su hendidura de unión a péptidos a la cadena invariable (Ii), bloqueando así cualquier otra posible unión. Esta proteína invariable las acompaña hasta una vesícula endosómica ácida con proteasas donde se digieren las proteínas antigénicas. Allí, con el concurso de HLA-DM –una molécula parecida a las del MHC-II, que cataliza la carga de los péptidos resultantes de la digestión– se cambia la Ii por estos. Las células que presentan antígenos (APC) a través del MHC de clase II son reconocidas por linfocitos T auxiliares o colaboradores (Th), portadores de la glucoproteína CD4. Como ya hemos visto, algunos subtipos colaboran en la activación de células B, linfocitos T citolíticos o macrófagos con dificultades para acabar con las bacterias intracelulares que han fagocitado.

Como vimos con el fenómeno de presentación cruzada de péptidos de proteínas exógenas por moléculas MHC de clase I, también las de clase II presentan algunas proteínas citosólicas como la actina y la ubiquitina, seguramente mediante el proceso de recambio proteico general conocido como autofagia. En alguna de las vías por las que proteínas y orgánulos del citosol se transportan a los lisosomas para su degradación intervienen proteínas de choque térmico.

Inmediatamente después de su biosíntesis, las moléculas MHC de la clase II pasan a la luz del retículo endoplásmico, y conviene evitar la interacción de su hendidura con otras moléculas como péptidos y polipéptidos parcialmente plegados que abundan allí. Esto se logra mediante la formación de un complejo ensamblaje entre varias moléculas de clase II con una proteína trimérica conocida como cadena invariable (Ii). Cada subunidad de Ii se une de forma no covalente a una molécula MHC de clase II, de manera que parte de su cadena polipeptídica descansa en el surco de esta, evitando cualquier otra posible interacción. En este proceso de ensamblaje interviene el chaperón calnexina. La misma cadena invariable actúa también como un chaperón que, además de evitar interacciones indeseadas de las moléculas de clase II, las dirige hacia un compartimento endosómico de pH ácido donde se produce la carga de péptidos. Allí, la cadena Ii se digiere de forma seriada por la acción de proteasas ácidas como la catepsina S. Después de varias divisiones, solo queda un pequeño fragmento de la Ii unido a la hendidura del MHC, el denominado CLIP (péptido de cadena invariable asociado a clase II), que sigue evitando la interacción de estas proteínas de histocompatibilidad con otros péptidos. Posteriormente, CLIP se disocia tras la intervención de la molécula HLA-DM, y estos pueden unirse al surco ya libre en un compartimento endosómico especializado denominado MIIC (compartimento del MHC de clase II); esto permite que las proteínas del MHC puedan presentar el antígeno en la membrana celular. Los genes de HLA-DM (H-2M en ratones) se encuentran en la región del MHC de clase II próximos a los de TAP y LMP.  Pero, aunque sus cadenas α y β son muy semejantes a las de las moléculas de clase II, su surco está cerrado y no presenta péptidos; tampoco se expresa en la superficie de la célula y se ubica preferentemente en el compartimento MIIC actuando como un chaperón molecular. Allí, tras facilitar la liberación de CLIP, se une a las proteínas de clase II vacías logrando así tanto su estabilidad como que no se agreguen entre ellas. Además de la salida de CLIP de la hendidura, también cataliza la unión de otros péptidos antigénicos a esta, garantizando la estabilidad del complejo: HLA-DM se une permanentemente a él y elimina los péptidos mal engarzados al surco cambiándolos por otros.

Aunque aquí no se han mostrado en toda su complejidad, estas rutas de interacciones proteicas, relacionadas con el procesamiento y presentación de los antígenos, nos permiten adelantar algunas reflexiones sobre la evolución biológica en general y la de las proteínas en particular.

 

El sistema inmunitario como modelo de evolución adaptativa

En primer lugar, como marco general de la teoría de la evolución por selección natural, conviene recalcar el planteamiento contingente de esta, tal como la concibió Charles Darwin, en contraposición a la visión teleológica de otros planteamientos evolutivos: no puede haber proyecto ni propósito alguno en la evolución. Sin embargo, en los procesos inmunológicos analizados, frecuentemente tenemos delante el problema de cómo surgen estas complejas funciones, y se plantea la cuestión: ¿diseño ideal o chapuza? Si, de acuerdo con J. Monod, abordamos este problema desde un punto de vista riguroso –ateniéndonos al postulado de objetividad, que constituye la base del método científico: “la Naturaleza es objetiva y no proyectiva”–, entonces debemos descartar cualquier tipo de diseñador y de diseño ideal: no hay inteligencia en las acciones de los virus ni en las del sistema inmunitario, la coherencia entre ellas –que presenta una apariencia de estrategias enfrentadas– la proporciona la selección natural. El padre de la teoría de la evolución por selección natural vio claramente que los seres vivos eran capaces de adaptarse frente a los cambios ambientales, esto es, de modificar sus funciones y estructuras previas para desarrollar otras nuevas. Este razonamiento de Darwin se ha hecho relativamente popular con los términos utilizados por F. Jacob de chapuza o bricolaje evolutivo.

En la naturaleza, como en un naufragio, es suficiente con un tablón para mantenerse a flote, no interviene ningún ingeniero que diseñe en ese momento cualquier tipo de sofisticada embarcación. Así, en la evolución biológica se van salvando las contingencias –sean estas un mero chaparrón o un terrible naufragio– utilizando lo que los seres vivos tienen más a mano, esto es con chapuzas mejor o peor ajustadas a la resolución del problema; cualquiera de ellas valdrá si estos consiguen reproducirse. Podemos decir que la evolución es la historia de la concatenación de chapuzas sin propósito, y estas permanecen encadenadas tanto en la filogenia y como en la ontogenia, aunque ya no se utilicen y sean vestigios del pasado: alas de aves no voladoras, el coxis humano como vestigio de la cola de los primates, arcos branquiales durante el desarrollo embrionario de los cordados, entre otros.

Respecto al origen y la evolución de las proteínas, en el sistema inmunitario específico de los vertebrados hemos visto una amplia exhibición de plasticidad proteica adaptativa como la que se postula en este libro para el despliegue de los procesos vitales y su posterior evolución. La paradoja del reconocimiento deferencial de los antígenos proteicos por los linfocitos B y T parece recoger la selección prebiótica de estructuras hidrofílicas, más o menos desordenadas –implicadas en la interacción con el medio molecular–; e hidrofóbicas, implicadas en los estados de plegamiento y empaquetamiento de las proteínas. Así, las células T –que a través de sus TCR reconocen el epítopo mixto MHC-péptido antigénico– atenderían preferentemente a las estructuras hidrofóbicas de los módulos estructurales seleccionados principalmente por sus conformaciones. Por su parte, los linfocitos B –que a través de sus BCR reconocen las superficies hidrofílicas de las proteínas globulares– controlarían las variantes de diversidad genética secuencial generadas sobre los módulos estructurales básicos.

En esta lógica, podemos decir, como resumen, que la presentación antigénica a los linfocitos T enlazaría con características moleculares propias del origen prebiótico y la evolución posterior de las proteínas. Como ya hemos señalado, en las etapas pregenéticas la selección funcional de péptidos y polipéptidos se efectuaría mediante la formación de complejos puzles proteicos de miniestructuras cuaternarias, que pudieran estar actualmente representados en la unión MHC-péptido del sistema inmunitario, de forma semejante al proceso de plegamiento de las proteínas donde se forma un intermediario globular compacto (glóbulo fundido) caracterizado por presentar una considerable proporción de estructura secundaria y un núcleo hidrofóbico fluctuante expuesto al agua. Esta, contribuye al empaquetamiento de los residuos hidrofóbicos y a la estabilización de la estructura globular. Como expuse anteriormente, la estructura básica del sitio de unión de las proteínas del MHC podría constituir la pieza maestra del puzle conformacional que forman las pocas geometrías básicas de empaquetamiento estable de hélices α y láminas β en el plegamiento de las proteínas. En este sentido, ya hemos visto que el correcto encaje del péptido es fundamental para la estabilidad estructural de los complejos proteicos tanto en las moléculas del MHC como con las implicadas en la dinámica conformacional del proceso de digestión y transporte antigénico.

Además, esta hipótesis se ve reforzada por la acumulación de nuevos datos relacionados con la naturaleza dinámica de las proteínas parcial o totalmente desordenadas. Así, las proteínas intrínsecamente desordenadas (IDP) reconocen a su ligando en un proceso de coplegamiento o plegamiento sinérgico, que presentaría una analogía estructural con los intermediarios de plegamiento de las proteínas globulares, que van desde el estado desplegado de ovillo al azar al plegamiento globular, pasando por el glóbulo prefundido y fundido (molten globule).

Por otra parte, este reconocimiento y discriminación intercelular de lo propio y lo ajeno, característica del sistema inmunitario, es una función más moderna y sofisticada que deriva de otra más elemental quizá entroncada sensu lato con la homeostasis intracelular, y más concretamente con algún tipo de control de la producción y funcionalidad de las proteínas como, por ejemplo, la llevada a cabo por las proteínas de estrés o de choque térmico. En este sentido, en 1991 propuse también que estas proteínas pudieran ser los ancestros evolutivos de los receptores antigénicos, y más directamente de las moléculas del MHC. La gran especialización del sistema inmunitario parece el indudable resultado de la selección natural en la respuesta a los patógenos, pero también puede inscribirse en una función más general de carácter homeostático: el mantenimiento de la individualidad, es decir, de la unicidad y la definición de lo propio.

Acabamos de ver que el sistema inmunitario parece estar relacionado con la evolución de las proteínas; no en vano, la rama específica de este se denomina adaptativa, por lo que puede ser considerado un modelo de adaptación rápida capaz de producir, en tiempo real, anticuerpos específicos frente a todo el universo antigénico, incluso frente a moléculas de síntesis que nunca se han dado en la naturaleza. Así, utilizando los procesos generadores de diversidad en las inmunoglobulinas características de los linfocitos B, podemos llegar a producir los denominados anticuerpos catalíticos, donde –inmunizando con un análogo estable del estado de transición de un determinado sustrato– un anticuerpo monoclonal se puede convertir en una enzima específica.

El sistema inmunitario produce una gran diversidad –mediante mecanismos somáticos de recombinación genética (descubiertos por el grupo de S. Tonegawa en 1976) e hipermutación dirigida– que le permite reconocer específicamente todo el universo molecular merced a la generación de un repertorio de alrededor de mil millones de anticuerpos distintos. Existen cuatro mecanismos básicos de generación de diversidad para los anticuerpos en los linfocitos B. Los tres primeros, se producen en el contexto de la recombinación somática, y sirven para construir las regiones variables de las inmunoglobulinas, aumentando la diversidad fundamentalmente de la CDR3, que es la región hipervariable del sitio de unión al antígeno que más contacto presenta con este. El cuarto, la hipermutación somática, actúa posteriormente durante la respuesta secundaria, solo sobre el ADN ya reordenado, introduciendo mutaciones puntuales (en determinados “puntos calientes”) que afectan a las tres CDR, modificando así la afinidad de las inmunoglobulinas. La generación de diversidad en los TCR excluye este mecanismo, al parecer porque la selección del repertorio de linfocitos T está dirigida al péptido antigénico, que interacciona preferentemente con los lazos de las regiones CDR3. Las modificaciones posteriores de CDR 1 y 2 podrían aumentar la afinidad por el MHC propio, independientemente de que el péptido fuese propio o ajeno, y producir una reacción autoinmune.

Tanto en los linfocitos B como en los T se produce la reordenación somática al azar de unos cientos de fragmentos génicos o minigenes, denominados V, D y J, que son parecidos en todos los loci de sus receptores antigénicos. Estos codifican la formación de las tres regiones hipervariables de los dominios V de los BCR y TCR. Este proceso de recombinación V(D)J está dirigido por las proteínas recombinasas específicas de linfocitos RAG-1 y RAG-2, junto con otras enzimas como las modificadoras de ADN ubicuas y la desoxinucleotidiltransferasa terminal (TdT). Además, los genes de las inmunoglobulinas, reordenados por recombinación somática de sus minigenes, pueden aumentar su diversidad merced a mecanismos dependientes de procesos de recombinación y reparación del ADN impulsados por la enzima desaminasa de citidina inducida por activación (AID) como la hipermutación somática, la conversión génica y el cambio de clase.

En resumen, y centrándonos en los BCR y en los anticuerpos solubles relacionados con cada linfocito B, la recombinación somática comprende tres mecanismos de generación de diversidad: el reordenamiento de los fragmentos génicos V, D y J; el emparejamiento al azar de las cadenas pesada y ligera; y, también, la imprecisión en la unión de los minigenes. Por otra parte, el mecanismo de hipermutación somática actúa sobre las regiones VL y VH del ADN ya reordenado introduciendo mutaciones puntuales que modifican la afinidad y en algunos casos la especificidad de los anticuerpos. Este proceso es adaptativo y ocurre principalmente durante la respuesta secundaria de forma paralela al cambio de IgM a IgG u otros isotipos. El antígeno selecciona al modo darwiniano los clones de células B que, tras este proceso, presenten Igs con mayor afinidad hacia él. Este proceso de maduración de la afinidad, que implica al isotipo IgG, constituye un genuino proceso adaptativo durante la respuesta secundaria al antígeno.

Tanto las enzimas como los anticuerpos realizan su función de forma similar: se unen de forma específica a sus ligandos mediante el mismo tipo de interacciones débiles, y a través de cavidades que presentan una complementariedad, espacial y de cargas, que propicia la interacción. La intensidad de la unión, o afinidad, depende de esta complementariedad. Así pues, en el caso de los anticuerpos catalíticos, la hipermutación somática producida durante la segunda inmunización mejora notablemente la eficacia de estos ya que la molécula madura resultante presenta una afinidad de unión por el antígeno 30.000 veces mayor que la inmadura. Además, mientras que el anticuerpo inmaduro sufre un notable cambio conformacional al unirse al antígeno –ajustándose al mecanismo de encaje inducido–, por el contrario, el maduro no experimenta cambio apreciable alguno, realizando un mecanismo del tipo llave-cerradura.

En el análisis estructural de los anticuerpos catalíticos obtenidos durante las respuestas inmunitarias primaria y secundaria, se pone de manifiesto la existencia de mecanismos pregenéticos de generación de diversidad basados en la dinámica y plasticidad conformacional de las proteínas frente a sus ligandos. Estos hechos darían en parte la razón al modelo del “molde antigénico” de Linus Pauling (1940), actualmente reforzado por la existencia de proteínas intrínsecamente desordenadas o desestructuradas (IDP) que pueden adquirir una estructura terciaria estable cuando se unen de forma poco específica a diversos ligandos, supeditando esta a las funciones previas, como la posible interacción con uno o varios ligandos debido a su carácter predominantemente hidrofílico que facilita la unión en entornos acuosos mediante ajuste inducido.

La plasticidad conformacional de los anticuerpos obtenidos durante la respuesta primaria les permite superar la relativa imperfección de su estructura para unirse al antígeno. La recombinación somática, que se produce en esta respuesta, aporta los aminoácidos que más interaccionan con el antígeno y la geometría grosera del sitio de unión que se adapta al antígeno mediante ajuste inducido. Por su parte, con la hipermutación somática se consigue una conformación estable, con la máxima complementariedad frente al antígeno, cambiando solo alrededor de diez aminoácidos del anticuerpo inmaduro al maduro. Estos cambios afectan fundamentalmente a la geometría completa del sitio de unión, refinando la cavidad que reconocerá específicamente al antígeno, logrando así un encaje del tipo llave cerradura.

Además del evidente interés práctico de esta técnica, se abre una interesante reflexión teórica acerca de la evolución de las proteínas en general, y de las enzimas en particular, según el siguiente modelo: estructuras enzimáticas poco específicas –cuya plasticidad conformacional podría facultarles la unión, con mayor o menor afinidad, por varios sustratos–, paulatinamente irían adquiriendo mayor afinidad por algunos de ellos (se adaptarían y especializarían) a medida que algunos mecanismos genéticos primitivos, que implicasen recombinación y mutación más o menos dirigida, perfeccionaran y estabilizaran estas estructuras. (para una información más detallada ver Los anticuerpos catalíticos, en el capítulo 10 del libro de Ed. Síntesis,1998. Inmunología aplicada y técnicas inmunológicas).

 

Vacunas: de la viruela al coronavirus

La inmunidad adaptativa se puede adquirir activa o pasivamente dependiendo, respectivamente, de si los anticuerpos los produce el propio individuo o si son transferidos desde otro individuo que los genere. En este último caso, se pueden conseguir las inmunoglobulinas de forma natural a través de la placenta o de la leche materna, o de forma artificial procedentes del suero de otros organismos; en ambos procedimientos la inmunidad tiene un efecto temporal sin memoria inmunológica. Esta solo se genera mediante una inmunización activa que puede realizarse naturalmente al superar una infección no provocada, o artificialmente mediante la administración de vacunas mediante las cuales se introducen intencionadamente antígenos de agentes patógenos en el organismo para intentar obtener una inmunidad específica protectora frente a estos. Una vacuna eficaz debe ser segura (no producir enfermedad) y provocar una respuesta inmunitaria que proporcione una memoria inmunológica lo más duradera posible.

Como acabamos de ver, la vacunación se basa en dos características esenciales de la inmunidad adaptativa: la especificidad y la memoria; pero también debemos tener en cuenta algunos aspectos diferenciales del sistema relativos a las proteínas que actúan como receptores específicos en el reconocimiento antigénico: las del MHC y los TCRs, implicados en la respuesta inmunitaria celular del reconocimiento T, y las inmunoglobulinas, BCRs y sus correspondientes anticuerpos solubles, en la respuesta humoral del reconocimiento B. En mayor o menor medida, estos aspectos relacionados con la adquisición activa del estado de inmunidad se conocían empíricamente desde antiguo, como vimos en algunos de los fenómenos tratados anteriormente: el efecto portador (carrier) y la restricción por el MHC en la respuesta T.

Desde Pasteur, estas modificaciones experimentales de la respuesta inmunitaria conocidas como vacunas –en honor a los trabajos pioneros de Jenner, que consiguió inmunizar frente a la viruela humana con material obtenido en personas que estaban en contacto con la viruela bovina o vacuna– ponían de manifiesto que los agentes infecciosos estaban adaptados a su huésped específico. Así, por ejemplo, el virus vaccinia, causante de la viruela bovina, solo causa algunos ligeros trastornos en las personas, pero su analogía con el virus humano es suficiente para inmunizarnos frente a este, ya que el primero contiene antígenos que generan anticuerpos reconocedores de los semejantes en ambos patógenos. Este fenómeno también planteaba la posibilidad de atenuación de la virulencia de un patógeno de humanos, mediante el paso repetido por otros organismos y la consiguiente adaptación a ellos, pero sin pérdida de inmunogenicidad. También se fueron probando otras estrategias de vacunación como las basadas en patógenos muertos o en subunidades de estos, entre otras. Pronto se comprobó que en estas opciones había que equilibrar la capacidad de inmunización con suficiente memoria y la seguridad frente a efectos secundarios: los patógenos vivos atenuados son los más inmunógenos, pero con mayor riesgo a posibles infecciones en personas inmunodeficientes o inmunosuprimidas.

Por otra parte, tanto las características singulares de la respuesta inmunitaria de los individuos como la adaptación específica de los patógenos en general, y de los virus en particular, nos lleva al polimorfismo del MHC y a su papel en la selección y presentación antigénica: la unicidad de cada ser vivo se manifiesta en muchos aspectos de la respuesta inmunitaria. Atendiendo únicamente a la inmunidad adaptativa, tenemos, por ejemplo, que en la respuesta humoral a un patógeno se producen anticuerpos frente a una gran diversidad de epítopos superficiales de las proteínas de este, pero solo unos pocos proporcionan una auténtica protección.

Tanto en la respuesta B como en la T aparecen diferencias entre los individuos que deben subsanarse a la hora de hacer una vacuna eficaz: esta debe ser segura; capaz de generar protección con una inmunidad lo más duradera posible; para ello, debe inducir una respuesta tanto humoral (con anticuerpos neutralizantes) como celular (con linfocitos T protectores); y, además, otras consideraciones relativas al coste, estabilidad y fácil administración. De todos estos requisitos, es fundamental el conseguir una correcta respuesta tanto humoral (B) como celular (T), que no siempre está garantizada en algunos abordajes modernos de vacunas subunidad mínimas con solo uno o unos pocos epítopos, más seguras pero mucho menos inmunogénicas.

 

Virus y sistema inmunitario, una pasión ciega

La pérdida de inmunogenicidad de muchas vacunas que eliminan más o menos componentes de los virus vivos frente a las que los utilizan atenuados, pero completos, parece centrarse más en los epítopos T que en los B. Recordemos que los primeros están formados por un péptido, de las múltiples proteínas antigénicas que constituyen el virión, presentado por una de las moléculas del MHC del individuo. Estas son muy pocas en cada individuo, pero con un alto polimorfismo en la especie, por lo que las diferencias de epítopos mixtos MHC-péptido en una población serán muy grandes e influirán en las características de cada respuesta inmunitaria individual: una determinada combinación de moléculas MHC presentará mejor que otra algunos péptidos de un patógeno. Así pues, cuanto más elementos proteicos eliminemos de este, al elaborar una vacuna contra él, más restringiremos la respuesta celular de muchos individuos con unos alelos MHC poco competitivos para presentar los péptidos disponibles. Debemos recordar también que estas restricciones se deben a que la hendidura polimórfica –donde se une el péptido que se presenta a los TCR– no es apta para todos ellos y, en el grupo de los que sí, algunos presentarán más afinidad que otros por ella. Por lo tanto, se produce una competición y una selección antigénica por unos pocos sitios de unión, tanto de las proteínas de histocompatibilidad de la clase I como las de la clase II. Las singularidades en el polimorfismo de ambas influyen en la respuesta inmunitaria de cada individuo, y por lo tanto deben tenerse en cuenta a la hora de diseñar una vacuna eficaz. Esta debe tener como objetivo el conseguir una potente inmunidad humoral y celular, y en ambos casos es imprescindible una correcta presentación antigénica a los linfocitos T, tanto los citotóxicos o citolíticos (CTL) como los colaboradores o auxiliares (Th), para lo que es preciso disponer de un buen repertorio de péptidos del patógeno.

En la respuesta humoral, las células plasmáticas producen grandes cantidades de anticuerpos con la misma especificidad antigénica que tenían los linfocitos B de donde proceden. Para la activación de estos se necesita la colaboración de los linfocitos Th1 y Th2. Estos se activan, además de otras señales, mediante el reconocimiento específico (TCR) del antígeno en forma de péptidos presentados por APC profesionales –como las células dendríticas y los macrófagos– en sus moléculas MHC de clase II. Por su parte, los linfocitos B también precisan de una doble señal para su activación: la primera procede de la unión de sus BCR con el antígeno, que tiene que ser, al menos en parte, proteico; la segunda de la colaboración específica con los linfocitos Th1 o Th2, según los casos, previamente activados por el mismo antígeno. Las células B, tras captar el antígeno con sus receptores inmunoglobulínicos lo endocitan y procesan. Luego, actuando como APC profesionales, sus proteínas MHC-II lo presentan en forma de péptidos a los linfocitos Th; con esta interacción, y con otras señales, se activan y diferencian los linfocitos B específicos del antígeno. En este proceso se transforman en células plasmáticas (productoras masivas de anticuerpos) y células B de memoria, ambos tipos con la misma especificidad que los linfocitos originales.

Por su parte, los linfocitos T citolíticos (CTL) son fundamentales en la respuesta adaptativa frente a virus en fase intracelular –especialmente en los que se propagan directamente de una célula a otra, ya que nunca están al alcance de los anticuerpos–, debido a que su acción destruye tanto el lugar de replicación como el material genético del virus. Los CTL reconocen, mediante sus TCR específicos, péptidos de virus presentados por moléculas MHC de clase I de las células infectadas por estos. De hecho, algunos virus logran evitar la expresión de estas moléculas en la membrana plasmática y así escapan de la actividad citotóxica. Entonces, esta acción corre a cargo de las denominadas células asesinas naturales (NK, en sus siglas en inglés) con una intensidad inversamente proporcional a la presencia de las moléculas de clase I sobre la superficie de la célula infectada. Para la activación de los CTL es preciso en muchos casos la colaboración de linfocitos Th1 previamente activados. Para ello, estos últimos deben reconocer mediante sus TCR y moléculas CD4 los complejos MHC II-péptido sobre la superficie de las células presentadoras de antígeno. Los linfocitos Th1 y los citolíticos reconocen antígenos relacionados sobre la misma APC (células dendríticas principalmente), presentados por moléculas de clase II y I, respectivamente.

Así pues, tanto en la respuesta humoral como en la celular, la singularidad de cada individuo inmunocompetente recae en buena parte sobre las moléculas del MHC de clase I y de clase II y su elevado polimorfismo. Como ya hemos visto, este se concentra en la hendidura de unión a los péptidos antigénicos, y sobre él recae la selección de estos y la conformación final del epítopo mixto MHC-péptido que reconozcan los receptores de las células T. El mil millonario número de estos TCR se encontraría con el evidente cuello de botella de como mucho 14 alelos MHC diferentes en cada individuo, si no fuera por el efecto de amplificación conformacional producido en la acomodación de distintos péptidos en la hendidura polimórfica de cada proteína de histocompatibilidad.

La consecuencia práctica de estas consideraciones para la producción de una vacuna eficaz es que son precisas todas las proteínas del patógeno y no solo una o unas pocas que se consideren diana preferente de los anticuerpos. Para ello, aunque estuviese correctamente elegido el blanco de estos se precisarían todos los péptidos que se pudiesen generar durante una infección, de forma que todos los individuos –cada uno con unos alelos MHC distintos– pudiesen realizar una respuesta T (Th1, Th2 y CTL) eficaz. Se trataría de aplicar las antiguas experiencias de inmunizaciones con un hapteno, donde siempre es necesaria una misma proteína portadora o carrier: aquí, la proteína portadora serían todas las del patógeno completo, debidamente atenuado. 

En este sentido, desde Pasteur, toda la experiencia acumulada apunta a que las vacunas de virus atenuados son las más potentes, ya que al disponer de las proteínas víricas al completo desarrollan todos los mecanismos efectores de la inmunidad celular y humoral. Para corregir esa deficiencia, otras estrategias de vacunación incorporan proteínas o péptidos, como carrier, para conseguir una mayor inmunogenicidad T, como ocurre con algunas vacunas de polisacáridos y subunidad. Igualmente, se podrían identificar los péptidos del virus con los que se consiguen los epítopos T más eficaces para cada variante MHC, y hacer vacunas “a la carta” para determinados haplotipos HLA (MHC de humanos).

Actualmente, el proceso de atenuación se basa –mejorando el tradicional iniciado por Pasteur– en el crecimiento selectivo en células no humanas. Así, se van aislando cepas adaptadas a otra especie que ya no prosperan adecuadamente en la nuestra, pero que mantienen su poder inmunógeno para producir una respuesta específica con memoria inmunitaria. Estas vacunas pueden resultar problemáticas en individuos inmunodeficientes o inmunosuprimidos, pero las técnicas de ADN recombinante pueden eliminar algunos genes relacionados con la virulencia, y hacerlas más seguras.

La adaptación del virus se produce tras sucesivas mutaciones, pero estas no son el motor del proceso sino la selección natural en la relación con el medio: las células que infectan, y el organismo completo en su caso. En contra de la creencia popular y la manera de expresarse de algunos medios y políticos, los virus no tienen ningún propósito ni quieren acabar con nosotros… de hecho, si eso ocurriera –como puede ocurrir con una población pequeña infectada por una cepa muy virulenta– esta desaparecería con el aniquilamiento de los humanos. Así pues, si los virus tuvieran inteligencia su estrategia sería mantener vivos a los individuos sobre los que se multiplican, pero el problema no es la inteligencia de los virus, sino la nuestra y nuestro comportamiento. No obstante, en general, la selección natural tiende al equilibrio entre la virulencia de las cepas y la supervivencia de sus huéspedes.

 

¿Son los virus nuestros enemigos?

Antes de conocerse sus dimensiones y naturaleza se asociaron a agentes patógenos más sencillos y pequeños que las bacterias. Durante prácticamente la mayor parte del siglo XIX no se pudieron aislar (pasaban por los filtros más pequeños conocidos) y recibieron el nombre de virus (en latín, veneno) por su letalidad. El primero en aislarse fue el del mosaico del tabaco a finales del XIX por D. Ivanovski y M. W. Beijerinck. Este carácter de agente infeccioso asociado a enfermedad y muerte ha acompañado a los virus desde que se tiene noticia de ellos. El hecho de que se les considere parásitos celulares obligados con la única función de replicarse afianza esa fama, aunque hay que tener otras cosas en cuenta. Una de las principales es la especificidad de los virus por un determinado tipo celular y, en su caso, también por la especie pluricelular. Por lo tanto, deben existir tantos virus como tipos celulares, definidos estos por los marcadores específicos –generalmente, proteínas o glucoproteínas de membrana que varían en mayor o menor medida de unas especies a otras– que son su puerta de entrada en la célula. Así, hay virus en todos los reinos eucariotas, pero también en bacterias y arqueas. Por otra parte, los virus en conjunto no manifiestan el carácter asesino y liquidador que se les achaca; por el contrario, suelen coevolucionar con sus huéspedes celulares, como consecuencia necesaria de su propia existencia basada en una replicación parásita. De hecho, los virus más virulentos suelen ser los que pasan de una especie a otra nueva, en la que comienzan un periodo de adaptación. Durante ese tiempo se producen las cepas más virulentas, que posteriormente se van atenuando. Fuera de esos desequilibrios naturales, a los que nuestra especie contribuye cada vez más, los virus han alcanzado un importante papel en la transferencia genética horizontal que, como otras fuentes de variabilidad en la evolución, se produce de forma ciega sin propósito alguno. En sus huéspedes naturales, las enfermedades son menos graves y frecuentemente los individuos infectados son asintomáticos o sufren síntomas leves. Sin embargo, en la nueva especie infectada aparecen por mutación nuevas cepas muy virulentas que tienden a desaparecer con los individuos que matan, y se va alcanzando un equilibrio por selección natural entre el virus y su nuevo huésped. Entre estos virus nuevos o reemergentes abundan los que tienen un genoma de ARN, por la mayor tendencia a sufrir mutaciones durante su replicación debido a una enzima polimerasa de ARN más imprecisa al no corregir errores. De nuevo, debemos insistir en que, sin importarnos su origen, cualquier variabilidad es dependiente del entorno y debe quedar fijada mediante selección natural; esto es, por las circunstancias pertinentes que concurran alrededor de la variante mutada: tanto la capacidad adaptativa del virus como factores ecológicos y humanos que propician su expansión. Esto hace que, aun sin propósito ni dirección, la velocidad de evolución adaptativa de estos virus sea muy grande. De hecho, cualquier población de virus en general, y de los de ARN en particular, está formada por un gran número de partículas víricas o viriones con genomas semejantes, pero que presentan diferentes mutaciones, más o menos virulentas, sometidas a fluctuaciones numéricas debidas a la selección natural. Estas poblaciones se denominan cuasiespecies víricas y su dinámica y estructura vienen determinadas por su relación con el entorno en general y con su huésped en particular, de manera que la consideración de variante o cepa debe tener una proyección fenotípica sobre la mera variación genotípica.

Como ya hemos señalado, las mutaciones al azar no tienen ningún propósito y pueden formar cepas con mayor o menor virulencia. Así, en un virus bien adaptado al huésped humano, las cepas menos virulentas ocasionan patologías leves con adquisición de inmunidad y una mayor propagación vírica. La aparición súbita de variantes muy virulentas en estos casos ocasiona algunos fallecimientos y generalmente la desaparición de estas cepas con ellos. Si, por el contrario, el virus es un recién llegado que ha pasado masivamente a los humanos desde otra especie animal, entonces las cosas cambian drásticamente y las cepas virulentas no tienen ningún impedimento para su propagación. Las transmisiones de diversos agentes patógenos a nuestra especie desde animales vertebrados, que denominamos zoonosis, y también el gran número de infecciones que sufrimos desde vectores invertebrados, como los mosquitos entre otros, tienen mucho que ver con lo que en general llamamos globalización y que influye cada vez más en nuestra forma de vivir: aglomeraciones en grandes urbes y desplazamientos frecuentes por todo el mundo que favorecen las enfermedades sexuales, respiratorias y gastrointestinales; alteración del equilibrio medio ambiental por el cambio climático, desplazamiento de especies de sus hábitats naturales por obras públicas y comercio mundial; etc.

Aquí hemos visto como la selección natural siempre es conjunta: entre el ser que se selecciona, sea este vivo o no, y el entorno. Los virus necesitan a las células que infectan para existir, no compiten contra ellas; pueden evolucionar muy rápido por mutación, como lo entiende la teoría sintética por meros cambios en sus secuencias génicas, pero en realidad su auténtica evolución es por coselección junto a sus huéspedes a los que infectan, pero a su vez necesitan, ambas cosas ciegamente como parásitos intracelulares obligados que son.

 Volvemos a encontrarnos con la cara y la cruz del término necesidad: la imperativa material y la funcional. Recordemos que en la primera, los fenómenos materiales suceden porque no pueden dejar de hacerlo de acuerdo con las leyes de la física y la química. En la segunda, más propia de los niveles biológicos, la necesidad imperativa de los fenómenos da paso a la funcional de los procesos fisiológicos orgánicos; por eso, la selección natural darwiniana los tiene en cuenta en la supervivencia de los organismos mejor adaptados al medio. Pero, en el caso de los virus, que son unas complejas entidades moleculares entre lo inorgánico y lo vivo, se aprecia más nítidamente el tránsito entre los dos tipos de necesidad, y que la selección natural es la que pone coherencia y orden a las contingencias ciegas que relacionan virus y sistema inmunitario.

 

¿Son los virus agentes genéticos móviles?

El origen de los virus es un problema complejo dada la gran variabilidad de elementos genéticos que tenemos que considerar en este campo. Generalmente, una buena guía para encontrar el origen de algo es definir bien su naturaleza esencial, para situarlo así en la realidad material y su evolución. Teniendo en cuenta que son parásitos celulares obligados, lo primero que debemos plantearnos es si surgieron antes o después de las células. En este sentido, no debe confundirnos la mayor o menor complejidad de los distintos tipos de virus, ya que los caminos de la evolución son enrevesados y no siempre lo más simple es lo anterior. También debemos tener en cuenta la especificidad de tipo celular de los virus, abarcando todo el universo celular de la biosfera. Así, a pesar de la existencia de virus sin cápside como los narnavirus, todos parasitan el proceso celular de la traducción, con la consiguiente producción de proteínas víricas. Algunos parasitan también la transcripción, como hacen todos los viroides multiplicando su ARN. Independientemente de muchas singularidades de este tipo, lo general en la replicación vírica es la producción de proteínas que forman su cápside y que les permiten las interacciones específicas con sus respectivos huéspedes celulares. Todo esto es más compatible con un origen de los virus posterior a la aparición de la célula y, probablemente, dependiente de los procesos celulares relacionados con su replicación. Incluso elementos replicativos tan sencillos como los narnavirus –ribonucleoproteínas formadas por ARN y la polimerasa que codifica– necesitan la compleja maquinaria celular para su multiplicación. La existencia de estos elementos víricos sencillos y de otros como los viroides, puede producir interferencia con procesos y estructuras vivas más complejas de forma no buscada, sin propósito alguno, por necesidad imperativa de interacción entre sus respectivas moléculas constituyentes; el resultado final se ajusta por selección natural.

Pero estos fenómenos no deben distraernos de la esencia del proceso principal. Estamos acostumbrados a una forma de pensar dicotómica, de realidades enfrentadas y a veces hasta con planteamientos maniqueos, cuando frecuentemente nos encontramos con procesos complejos y entrelazados con múltiples conexiones. Los planteamientos dicotómicos ayudan a sistematizar, a buscar, a matematizar, etc. Pero, ¿es dicotómica la realidad material? Creo que no, y la propia lógica de la naturaleza puede permitir la interacción de diferentes elementos genéticos. Cada vez se conocen más hechos que pueden hacernos pensar en la coexistencia de fenómenos relacionados con la vida que tienen distinto origen. Entre ellos debemos esforzarnos en distinguir los seres y procesos que están en la corriente principal del origen y evolución de la vida de otros elementos que interfieren con ella influyendo más o menos en la información biológica global. En este sentido, no parece que las células procedan de los virus; podría ser que tuvieran un origen paralelo, aunque es difícil tanto su origen como su evolución sin interaccionar con las células. Más plausible sería que tuvieran un origen celular, sin propósito alguno, solo por necesidad imperativa de las funciones y estructuras celulares previas y posterior fijación funcional de las interacciones mutuas por selección natural (ver post de 2017 de este blog).

La hipótesis principal que se expone allí es compatible con los siguientes datos:

·       Los virus –desde su posible origen, no finalista, como semillas de evolucionabilidad de la célula protocariota, y su posterior papel como agentes genéticos móviles– tienen tendencia a ser específicos del tipo celular que los produce, y a coevolucionar con él; pero, también sin propósito alguno, pueden interaccionar de forma cruzada con otros tipos celulares.

·       El hecho de que los virus sean polifiléticos –con un origen diferente para cada familia, y sin compartir genes entre ellas– apoyaría la hipótesis del protocarionte formador de semillas: cada virus coevolucionaría con su tipo de célula.

·       Las familias de virus de ARN son mayoritarias en huéspedes eucariotas y las de ADN en procariotas; y ninguna de las dos comparten genes entre sus miembros. Estos hechos no casan bien con la suposición de que los virus de ARN son los más primitivos, por una parte, y con la de que los eucariotas proceden de los procariotas, por otra.

·       Es muy probable que la selección natural fuese estableciendo sistemas de coevolucionabilidad celular basados en las interacciones proteicas específicas y en el consiguiente intercambio de material genético. Al menos con cierta frecuencia, estos sistemas cooperativos sin propósito alguno podrían incluir algún eucariota, algún acariota celular y los virus correspondientes de todos ellos. En este sentido, parece que la evolución podría exaltar la interacción entre virus y eucariotas en algunos ambientes extremos.

·       Con estas premisas, es probable que primero apareciera el sistema protocariota-virus ARN (primer ácido nucleico y primera célula, que derivarían directamente de la relación inicial entre proteínas y ARN, heredada del primitivo proceso de splicing). Con la conquista del ADN, probablemente le seguirían los sistemas: protocariota-virus ADN-arqueas, y protocariota-virus ADN-bacterias.  

·        Existen relaciones evolutivas entre los virus y otros elementos genéticos móviles: viroides, transposones, ARN satélites y plásmidos; pero, seguramente por su mayor simplicidad, todos estos agentes sean posteriores a la aparición de las células protocariotas entorno al splicing y el resto de la factoría del núcleo: gobierno del ARN por las proteínas –con la selección de módulos proteicos– y los mecanismos de replicación, transcripción y traducción (con ARNt, ribosomas y aminoacil-ARNt sintetasas).

·       En coherencia con lo expuesto hasta ahora, las similitudes estructurales entre proteínas con secuencias diferentes procedentes de las cápsides de varias familias víricas, se pueden deber a procesos de divergencia (más que de convergencia) evolutiva: se parte de los mismos módulos proteicos básicos, pero –como ocurre con todas las proteínas– con una deriva secuencial conservadora de la estructura.

 

Las funciones no las “diseña” la variabilidad sino que las modela la selección natural: el sistema inmunitario en bacterias

Al comienzo del post, hemos visto que los seres vivos se han originado desde un complejo medio material en incesante interacción adquiriendo individualidad, pero sin aislarse completamente de él: manteniendo un flujo continuo y regulado de materia y energía. Todos los organismos presentan un medio interno, diferenciado activamente del entorno, cuyas características y componentes deben mantener en equilibrio dinámico con el exterior. Desde el origen de la vida, y a lo largo de una evolución carente de programa previo, se han seleccionado muchas funciones y estructuras –como las que hemos visto integradas en el sistema inmunitario– que han resultado útiles para el mantenimiento de los organismos frente a los cambios ambientales. En el paradigma evolutivo genocéntrico de la teoría sintética, el peso de la adaptación al medio recae sobre mecanismos genéticos productores de una diversidad estructural al azar que permite el despliegue y selección de nuevas funciones. En este modelo de herencia dura, la variabilidad genética es el inicio y el fin del proceso adaptativo, y el medio no juega ningún papel relevante, con la selección natural ejerciendo el papel de portero de discoteca que dicta quien puede pasar o no. Por el contrario, en el modelo proteocéntrico la función es prioritaria a la estructura y el proceso adaptativo arranca de la plasticidad proteica pregenética frente al medio que, posteriormente, señala el camino a los mecanismos genéticos y epigenéticos. Aquí el medio juega un cierto papel moldeador además de selector en los tres niveles informativos.

Como ya se ha expuesto en varias ocasiones en las páginas de este blog, el modelo proteocéntrico que propongo se ajusta mejor a un origen y evolución de la vida de naturaleza eucariota. Los acariotas –arqueas, bacterias y virus– derivarían de los primeros y tendrían una naturaleza más centrada en mecanismos genéticos. De estos tres grupos, los virus serían los más especializados en este sentido genético; podríamos decir que los más automatizados, hasta el punto de no tener la autonomía propia de los seres vivos.

Aunque resulte muy épico, no podemos recrearnos en relatos de lucha a muerte entre virus y cualquiera de los tipos celulares que infectan, y menos en el caso de organismos unicelulares. Desde una perspectiva evolutiva, los virus necesitan a las células para existir y, aunque por azar se produzcan virus letales que matan y otros menos virulentos que no, los primeros tienden a desaparecer en la dinámica poblacional con sus huéspedes. Por su parte, las células también matan virus, pero la selección natural favorece el equilibrio con estos por sus papeles benéficos, entre otros el de impulsar la transferencia genética horizontal, especialmente importante en las bacterias y arqueas.

Hemos visto que los virus coevolucionan por selección natural con sus huéspedes celulares, y de la misma manera que la generación ciega de diversidad eucariota y acariota ha dado lugar tanto al complejo sistema inmunitario proteocéntrico de los vertebrados como a los sofisticados mecanismos de evasión vírica, siempre en continuo equilibrio dinámico, no debe sorprendernos que las células acariotas hayan desarrollado un sistema inmunitario de naturaleza genocéntrica frente a virus bacteriófagos, como el descubierto en la Universidad de Alicante en 1993 por Francis J. Mojica estudiando la arquea halófila extrema Haloferax mediterranei, en cuyo ADN encontró unas secuencias cortas y repetitivas semejantes a las de ciertos virus. Lo sorprendente no fue tanto este hallazgo, ni que comprobase que eran frecuentes en otros acariotas, sino que estas secuencias –a las que denominó CRISPR, por las siglas en inglés de repeticiones palindrómicas cortas interespaciadas agrupadas regularmente– podían formar parte de un auténtico sistema inmunitario de arqueas y bacterias frente a las infecciones víricas. Al igual que hace el sistema inmunitario de vertebrados, el de acariotas también discrimina lo propio de lo ajeno y guarda memoria. La diferencia está en que mientras el primero identifica proteínas, este detecta el ADN ajeno y lo destruye. Tras la infección, una pequeña porción de ADN del virus se integra en el genoma bacteriano y queda almacenado en él y en su progenie, sirviendo de memoria para el reconocimiento de las secuencias víricas tras posteriores infecciones. El sistema CRISPR degrada el ADN del virus mediante la actividad del complejo proteico de la endonucleasa CAS.

Se puede llegar a razonar que la esencia funcional de los eucariotas está más centrada en la plasticidad proteica y que, por eso, sus sistemas inmunitarios –sobre todo el sistema inmunitario de los vertebrados– reconocen lo ajeno sobre la base de la diversidad de las proteínas; no se conoce ningún sistema semejante al CRISPR-CAS en eucariotas, aunque en principio podrían haber llegado a recibir algo de él mediante transferencia genética horizontal. No obstante, la selección natural –que media y da coherencia a las interacciones ciegas entre ambos tipos de organismos celulares, eucariotas y acariotas, y los virus– ha ocasionado mecanismos de escape de estos últimos de todos los sistemas inmunitarios. Esta coevolución entre los virus y sus huéspedes se produce mediante un equilibrio dinámico, que nos conviene conocer para evitar los desequilibrios ecológicos que frecuentemente ocasiona nuestra forma de vida y nos traen pandemias.

 

¿Lucha por la existencia o cooperación en la evolución?

Con cierta frecuencia nos encontramos en varios dominios de la biología con asociaciones de ideas que siempre me han parecido faltas de rigor científico. Una de las más frecuentes tiene que ver con la utilización de Darwin y del darwinismo para apoyar ideologías políticas y económicas como el nazismo y el liberalismo. Este uso espurio –y obviamente peligroso– de la teoría darwiniana ha calado también entre algunos científicos en mayor o menor medida llegando, por una parte, a presentar al darwinismo –sobre todo al neodarwinismo de la teoría sintética– como producto y sustento del liberalismo; y, por otra, al neolamarckismo como estandarte del socialismo. Pero, en realidad, los que así piensan tratan con poco rigor las obras de Lamarck y de Darwin.

Para empezar, aunque solo sea de pasada, la teoría sintética neodarwinista tiene fuertes desencuentros con la esencia de la teoría de Darwin. Por otra parte, en El origen de las especies por medio de la selección natural, Darwin subraya qué entiende por lucha por la existencia: “utilizo el término lucha por la existencia en el sentido general y metafórico, lo cual implica las relaciones mutuas de dependencia de los seres orgánicos y, lo que es todavía más importante, no sólo la vida del individuo, sino su aptitud y éxito en dejar descendencia”. Además, para Darwin la evolución es el resultado, sin propósito ni dirección, del encuentro casual de necesidades ciegas. Así, la selección natural no es un mecanismo, es el resultado sumario, la acumulación, en cada momento de las variantes afortunadas con la supervivencia; independientemente de cómo se hayan producido esas manifestaciones variables de la materia viva.

Por otro lado, los humanos somos los únicos animales con capacidad para pensar, para hacer un proyecto, para plantearse una meta. Sin embargo, en estos tiempos aciagos, con la pandemia del coronavirus que ha originado la enfermedad conocida como Covid-19, y con otras muchas amenazas pendiendo sobre nuestras cabezas, nos encontramos a científicos y políticos hablando del virus como si fuera una mente maligna que decide estrategias de propagación, enfermedad y muerte; estrategias malvadas, a las que tenemos que responder militarmente porque estamos en guerra contra el virus. Se puede justificar este tratamiento con explicaciones del tipo: “es una manera de hablar”, “así la gente lo entiende mejor”; pero yo creo que siempre es mejor explicar las cosas como son en realidad, ya que, si se explican bien, la gente lo entenderá; porque quizá sean algunos de los científicos y políticos que así hablan quienes no lo entienden bien. El hecho cierto es que “la guerra” debíamos declararla contra nuestra organización –o mejor desorganización– social y económica; realmente, la pandemia ha sido fruto de ella. No es este el lugar de entrar en el tema y, además, mucha gente lo ha tratado ya.

Volviendo al discurso de partida: la naturaleza humana y su organización social, económica y política no pueden servir para explicar el resto de la naturaleza y viceversa. La diferencia fundamental es que nosotros tenemos, para bien o para mal, propósitos, finalidades, y capacidad para corregirlos; el resto de la naturaleza no, aunque eso sí mantenga una gran coherencia –que los científicos deben intentar desentrañar– entre la necesidad reglada de los fenómenos y la contingencia histórica de los sucesos.

 

¿Destrucción mutua asegurada o coevolución entre virus y células?

Con estas tres primeras palabras (MAD en sus siglas en inglés) se conocía la terrible doctrina estratégica imperante en el mundo durante la denominada guerra fría entre los dos grandes bloques militares (USA y URSS) a lo largo de la segunda mitad del siglo XX. En aquellos años se oía mucho esta idea junto a otras no menos alarmantes como el “equilibrio del terror”. Las siglas MAD (que coinciden con la palabra loco en inglés) son suficientemente expresivas; haría falta perder la cordura para iniciar un ataque nuclear con la idea de poder destruir al otro bloque y salir indemne, en un mundo donde ambos enemigos poseen capacidad nuclear suficiente para destruir varias veces el planeta. Aunque el tema fue y sigue siendo muy inquietante, solo lo he utilizado para compararlo con otra confrontación no menos importante: la de los virus con las células en general, y especialmente con individuos pluricelulares como nuestra especie. Efectivamente, aunque durante aquellos años de gélida confrontación la MAD fue más que posible en varias ocasiones, afortunadamente el terror a la destrucción total impuso un peligroso equilibrio. Si los humanos –que somos una especie supuestamente inteligente y con capacidad de decisión– hemos estado al borde de la extinción, ¿qué podría pasar en el enfrentamiento entre dos mundos tan distintos, y que evolucionan sin propósito alguno, como son los virus y las células? Aunque la respuesta es arriesgada, podemos tener en cuenta algunas consideraciones. Por un lado, nuestras particulares características de animal “racional”, que además ha escapado de la selección natural, no nos favorecen mucho. En muy poco tiempo hemos acumulado un poder destructivo inmenso, quizá mayor que nuestro “raciocinio”; en manifiesto contraste con los aproximadamente 3.800 millones de años de coevolución entre virus y células. Aquí estamos de nuevo ante una paradoja en biología: podríamos decir que la “ceguera”, la falta de conciencia, de proyecto, de voluntad de los organismos y sus sistemas favorecen el equilibrio de forma natural; aparentemente, vemos dos “estrategias” enfrentadas: por un lado, la eucariota –con la plasticidad informativa pregenética de las proteínas, en vanguardia de la genética y epigenética– y, por otro, la acariota –más centrada en la información genética, sobre todo en los virus–, pero en los dos casos totalmente “ciegas”, por lo que no hay proyecto alguno de enfrentamiento, tan solo colisión de trayectorias históricas de necesidades y contingencias, como cuando chocan dos cuerpos celestes. A lo largo de la evolución de estas interacciones, individuos de cada mundo resultan dañados en mayor o menor medida, pero la información funcional y estructural resultante en cada acto de selección natural se mantiene junto a la interacción. Desde el origen de la vida, la evolución se muestra como la sucesión de estados dinámicos de información biológica en la ecósfera. 

 

BIBLIOGRAFÍA

 

1. Ogayar, A. Presentación antigénica y puzle conformacional. Una hipótesis (I y II). Inmunología (1991) Vol. 10, nº 1, 19-23; y nº 3, 97-103.

2.  Murphy, K. Travers, P. Walport, M. Inmunobiología de Janeway (7ª ed.) Mc Graw Hill, 2009.

 

 

 

 

 

 

 

 

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