La perspectiva de encontrar señales de vida en el
Cosmos, y más concretamente en otros lugares del Sistema Solar como Marte o
algunos satélites de Júpiter, ha vuelto a poner de actualidad el debate sobre su
definición. Esta se complica cuando asistimos a un creciente aluvión de datos
acerca de la desconcertante diversidad microbiana y sus complejas interacciones
ecológicas. Por otra parte, para abordar correctamente este problema debemos
tener en cuenta varios enfoques, además de los relativos a la física, la
química, la geología y la biología, como los concernientes a la historia de la
ciencia y la filosofía. Empezando por estos últimos aspectos, la definición
moderna de los seres vivos y su origen se consigue en la segunda mitad del
siglo XIX con el establecimiento de la teoría celular y la refutación de la
idea de generación espontánea. Hasta ese momento, la idea medieval de una
confusa cadena continua de los seres creados por Dios y recreados por
generación impedía plantear científicamente el problema de la continuidad de
las especies de seres vivos.
Schleiden, Schwann, Virchow y Pasteur, pero también
Darwin con su obra El origen de las especies por selección natural,
ponen la primera piedra para entender la naturaleza objetiva de los seres vivos
como unidades de vida. En este momento, la biología es eminentemente
funcionalista: el organismo –celular o
pluricelular– surgía de la integración de sus orgánulos u órganos en una
permanente evolución de sus funciones vitales. Por distintos motivos que no voy
a abordar aquí (ver las entradas anteriores de este blog), en el siglo XX
retorna un enfoque predominantemente estructural, ahora de origen genético, aunque
conviene adelantar que la naturaleza de algo no se explica por su estructura en
sí, sino por su proceso de origen. No obstante, como primera aproximación,
deberemos tener en cuenta el enorme despliegue de formas vivas y la disposición
de sus partes, pero aun para genetistas totalmente fieles a la doctrina del
dogma central de la biología molecular (DCBM) y a la teoría sintética de la
evolución, los virus no constituyen organismos vivos, ya que, a pesar del peso
que tuvieron las investigaciones con bacteriófagos en estos campos, no realizan
plenamente las funciones vitales. Más adelante volveremos a retomar la cuestión
de la prioridad entre estructura y función.
Además de la enorme diversidad funcional y
estructural de los seres vivos, observamos otro tanto en lo relativo a los límites
ambientales de cada especie en sus respectivos hábitats. Toda esta variabilidad
debe ser tenida en cuenta en las posibles definiciones de la vida, entonces
¿qué es la vida? Hemos visto que para intentar definirla no basta con el
conocimiento de la diversidad y complejidad de animales, plantas y protoctistas,
con los que estamos más familiarizados.
Pasteur
refutó experimentalmente la idea de generación espontánea y con ello reforzaba
el aforismo omnis cellula ex cellula, con el que Virchow completó la
teoría celular, pero también se alejaba del planteamiento científico del origen
de la vida, quizá imposible de abordar en ese momento. Años después escribió
esto, refiriéndose a la generación espontánea de vida:
“La he estado buscando durante veinte años
sin encontrarla, pero no creo que sea una imposibilidad.”
Es
difícil definir científicamente la vida, pero quizá sea su dificultad la que
incite a formulaciones más o menos atrevidas e imprecisas. Aquí van tres de las
más representativas.
En el
terreno de la ciencia, podemos tomar definiciones puramente físicas como la que
Erwin Schrödinger nos ofrece en la página 45 de su libro Qué es la vida (1944), donde afirma: “la vida se alimenta de
entropía negativa”, es decir, construye estructuras ordenadas en oposición al
aumento de entropía que predice el Segundo Principio de la Termodinámica. Aquí
queda claro que la vida implica una evolución material hacia procesos alejados
del equilibrio termodinámico en los que se minimiza la producción de entropía.
También
tenemos muchas definiciones más químicas como, por ejemplo, la del programa de
exobiología de la NASA: “La vida es un sistema químico automantenido capaz de
evolución darwiniana”.
Igualmente
abundan las definiciones más biológicas, menos reduccionistas, que recogen el
consenso de especialistas en el tema como Pier Luigi Luisi: “La forma de vida
mínima es un sistema circunscrito por un compartimento semipermeable de su
propia fabricación, que se automantiene produciendo sus propios elementos
constitutivos por la transformación de la energía y de los nutrientes
exteriores, gracias a sus propios mecanismos de producción”.
Estas
definiciones de vida, de más a menos reduccionistas, son meras abstracciones de
las propiedades de los seres que denominamos vivos merced a sus funciones
singulares, las que por ello clásicamente denominamos vitales: nutrición,
relación y reproducción, y además producción de variabilidad sometida a
selección natural. Por lo tanto, debemos plantearnos qué nivel de complejidad
material merece el atributo de vivo, es decir, a partir de qué nivel de
organización de la materia se cumplen estas funciones. En todas las descripciones
se tiene en cuenta que los seres vivos no vulneran los principios físicos y
químicos, pero se alejan de sus equilibrios consumiendo energía y aumentando la
entropía del entorno.
Vida: la
parte y el todo
Con la
formulación de la teoría celular, existe un consenso generalizado en considerar
a la célula como unidad de vida, pero como ya hemos visto existen agentes
patógenos como los virus y otros aún más elementales que no reúnen los
requisitos mínimos establecidos para considerarlos vivos, a pesar de la
complejidad de sus interferencias con las células. En biología son muy
frecuentes las paradojas y aquí nos enfrentamos a una de ellas: agentes
patógenos relativamente sencillos en comparación con la complejidad celular,
pero que influyen y pueden causar grandes alteraciones sistémicas no solo en
los organismos sino también en la biosfera. Efectivamente, agentes con distinto
grado de organización estructural –que podríamos situar entre lo
subcelular y lo supramolecular– como virus, viroides y priones están implicados
en diferentes patologías, pero también en otros procesos vitales beneficiosos. Tanto
la dificultad para situar dentro de los seres vivos a estas individualidades
como el contraste de la complejidad de sus interacciones y alteraciones, nos obliga
a ampliar el actual marco conceptual de la vida. Aunque los seres que
denominamos vivos singularizan los fenómenos vitales, la explicación de algunas
de sus paradojas implica el considerar la vida, sensu lato, como un
sistema de organización material supraquímica que poblaría determinados
rincones del Cosmos con distintos niveles de integración funcional y
estructural. En esta perspectiva, la función es prioritaria a la estructura en
el sentido de los fenómenos fisicoquímicos previos a la consecución de una determinada
organización supramolecular. Aquí aplicamos la acepción de prioridad como
“anterioridad o precedencia de una cosa respecto de otra que depende de ella”.
En la
Tierra y probablemente en otros lugares del universo, las principales moléculas
portadoras de información biológica, tanto conformacional como secuencial, son
las proteínas, el ARN y el ADN. Estas biomoléculas forman parte de los seres
vivos bien definidos y también de los agentes supramoleculares que interfieren
con algunos fenómenos vitales. Estos entes materiales con manifestaciones
vitales no son ni han podido llegar a ser sin el concurso del agua. Así, esta
pequeña molécula dipolar –organizada en retículos espaciales– modela las largas
cadenas de estos biopolímeros informativos ubicando de forma selectiva sus
grupos hidrofóbicos en el interior y los hidrofílicos en el exterior de la estructura
final resultante. En las etapas prebióticas, serían entes que tenderían hacia
la vida en contacto con el agua líquida (genuino puente entre lo no vivo y lo
vivo) e integrarían funcionalmente las primeras células, pero posteriormente también
pudieron entrar en acción como entidades que interaccionan con la vida.
En la
lógica que estamos siguiendo para encontrar una definición de vida, descartamos
que esta sea una idea sustantiva, pero también el que los seres que denominamos
vivos –como productos de un determinado proceso de evolución material– sean
considerados independientes del medio ambiente. No existe ningún ser vivo sin
su medio, y la vida constituye un retículo que resulta de la ramificación de
las interacciones materiales físicas y químicas. Entonces, ¿cómo se originan
los seres vivos? ¿De dónde surge la semilla inicial? ¿Cómo se teje la red de la
vida y de qué forma surgen los seres que la anudan? De forma sucinta, solo voy
a esbozar aquí un esquema básico de algunos caminos posibles (en algunas
entradas del blog, como la de marzo de 2017 Origen de la vida y origen de la
célula eucariota, se puede ampliar el tema).
La
hipótesis más clásica apunta a que la vida pudo surgir en la Tierra de forma
abiótica desde lo inorgánico. En la entrada citada, defiendo la hipótesis de que
en este escenario la prioridad funcional pudo correr a cargo de la plasticidad
de las proteínas. Posteriormente, con el establecimiento del código genético la
información biológica reposaría sobre tres pilares: conformacional pregenético
de proteínas y ARN, secuencial genético de ADN/ARN y de regulación epigenética.
En mi interpretación, la naturaleza esencial de este origen de la vida en la
Tierra es eucariota y centrada en las proteínas.
No
obstante, la vida puede surgir también desde otra previa. Y en este caso
podemos tener dos posibilidades: un origen extraterrestre, como la hipótesis de
la panspermia, o bien un origen terrestre. En ambos escenarios, su naturaleza
puede ser proteica, genética o mixta como en los virus, aunque en estos destaca
el componente genético. Sin entrar a fondo en el tema, quiero destacar la
enorme diferencia en cuanto a la naturaleza de su prioridad de origen entre la
proteica funcional de la eucariota y la genética estructural de los virus. En
mi hipótesis, los virus y otros acariotas (arqueas y bacterias) pudieron surgir
de vesículas de exocitosis –como los actuales exosomas– desde las primeras
células de naturaleza eucariota que denominamos protocariotas.
Antes
de continuar, quiero volver a subrayar la enorme diferencia de naturaleza vital
entre estos dos extremos que cohabitan en la Tierra, sobre la que conviene
reflexionar, y para ello volvamos a plantear la pregunta ¿cómo se teje la red
de la vida y de qué forma surgen los seres que la anudan?
La
vida como organismo de la naturaleza
En la
naturaleza como un todo podemos observar una gran diversidad de fenómenos,
procesos y sucesos materiales que implican distintos niveles de organización.
Muy sucintamente, cuando hablamos de un fenómeno nos referimos a la
manifestación de una actividad que se produce en la naturaleza, mientras que por
proceso entendemos una serie de fenómenos encadenados que conducen a una
finalidad. Ya hemos hablado en otras entradas de este blog de teleología y
teleonomía, aquí solo voy a mencionar que el aparente proyecto de los procesos
tiene que ver con la necesidad imperativa de los fenómenos constantes, esto es,
lo que no puede dejar de ser por inevitable: las leyes de la naturaleza como,
por ejemplo, la de la gravedad o la segunda de la termodinámica. La
concatenación de estos sucesos necesarios en determinados ámbitos puede
conducir a la organización de la naturaleza en ciclos, protofunciones y
protoestructuras que inician la conexión de la necesidad imperativa con algún
tipo de necesidad fisiológica vital. Así, por ejemplo, cuando el agua líquida
alberga determinadas moléculas anfipáticas, como fosfolípidos o polipéptidos,
la coherencia de su retículo de puentes de hidrógeno se impone a la
perturbación de los grupos apolares hidrófobos de estas moléculas, de forma que
los empaqueta en el interior de estructuras más estables termodinámicamente
como membranas biológicas o proteínas globulares. De esta manera y partiendo de
lo inorgánico, se pudieron ir integrando algunos fenómenos necesarios y los
consiguientes procesos fisiológicos seleccionados en un sistema orgánico de
interacciones alrededor de las denominadas funciones y subfunciones vitales: interacción
con el agua líquida y selección de fosfolípidos que llevó a la formación de
membranas biológicas con las que se iniciarían los compartimentos, la
individualidad y la homeostasis; interacción de polipéptidos y selección de
módulos funcionales y estructurales proteicos por sus capacidades metabólicas y
de propagación estructural, inicio de sistemas alejados del equilibrio y
replicativos; coselección de polipéptidos y ribozimas que terminarían formando ribonucleoproteínas
y estableciendo un código genético… entre otras muchas interacciones que sin
propósito previo alguno originarían funciones y estructuras dotadas de
finalidad vital. Cada nueva estructura funcional seleccionada interaccionará
necesariamente con su entorno orgánico e inorgánico y se enfrentará a las
contingencias con su creciente información biológica –proteica pregenética, genética
y epigenética– tanto en la ontogenia como en la filogenia. Así, en mayor o
menor medida, los nuevos sucesos contingentes provocaran la ramificación de los
procesos seleccionados, y vuelta a empezar: necesidad imperativa del fenómeno
emergente y las consiguientes protofunción, protoestructura, necesidad
funcional…y así hasta la simbiosis de algas y hongos formando líquenes o los
guepardos corriendo tras las gacelas.
La imagen
de la vida como una red donde los nudos serían los organismos celulares y
pluricelulares que clásicamente denominamos vivos se nos queda corta. Sabemos
que estos no son los únicos entes que interaccionan, también lo hacen algunos
acelulares como los virus, entre otros con difícil acomodo en los nudos. Esta
representación reticular, frecuentemente utilizada en las relaciones tróficas,
también se consideró útil para interpretar el creciente aluvión de hechos acerca
de la herencia horizontal, que deshilachan la individualidad genética filiativa
de las especies y desdibujan la imagen del árbol de la vida. En la hipótesis
que propongo, la naturaleza esencial del primer origen de la vida en la Tierra
–mediante conexión funcional entre la necesidad imperativa de los fenómenos y
la contingencia histórica de los sucesos– es eucariota y centrada en las
proteínas. Los virus, entre otros seres acariotas, tendrían un origen posterior
predominantemente genético a partir de la primera vida en la Tierra. La
interacción entre estas dos naturalezas vitales era igualmente inevitable,
obedecía y obedece a la misma necesidad imperativa de los fenómenos materiales –aunque
ahora en un mayor nivel de organización– y la selección natural propició el
equilibrio entre ambas. Más aún, como he expuesto en otras entradas de este
blog (ver Origen de la célula eucariota, de 27 de mayo de 2020), la
selección natural debería interpretarse como el resultado en cada instante de
la dialéctica entre el ser vivo y su medio: el estado dinámico funcional,
momento a momento, de la estructura material de la naturaleza viva
coseleccionada en su constante interacción. Podríamos decir que, a pesar de su
naturaleza distinta y de que no sean seres vivos, los virus están plenamente
integrados en la vida considerada como un todo funcional.
El
telar de la vida
Con lo
expuesto aquí, y los argumentos dados en otras entradas de este blog, podríamos
concluir que la imagen de la red no sea la más adecuada, pero aunque es
imposible simplificar tanto la enorme complejidad de la vida, siempre ayuda
apoyar las ideas en alguna, aunque no sea perfecta. Quizá pudiera ser más
representativa del entrecruzamiento evolutivo de las dos naturalezas vitales la
imagen de un telar con su urdimbre y su trama. Por una
parte, hemos visto que la explicación de fenómenos de transferencia genética
horizontal difumina cada vez más al ser vivo con su medio, afectando al mismo
concepto de especie como conjunto unitario de genes. Por otra, vemos la
integración funcional de dos naturalezas vitales muy diferentes, aunque
relacionadas en su origen: la eucariota (celular y pluricelular) proteocéntrica
y la acariota más genocéntrica; en este último grupo, se aprecia que el determinismo
genético aumenta desde las arqueas (más parecidas a los eucariotas) a los virus
(agentes genéticos móviles) pasando por las bacterias como estado intermedio.
Cada
vez es más frecuente el descubrimiento de nuevos virus y su influencia en
todos los ecosistemas terrestres. Dadas sus singulares características como
parásitos intracelulares obligados y su elevada tasa de mutación son los
principales dinamizadores de la herencia horizontal y de la diversidad genética
en la biosfera (ver la entrada de este blog de 26 de enero de 2021 Virus y
sistema inmunitario). Aunque la naturaleza acariota de arqueas y bacterias
difiere de la eucariota, en mi propuesta, los tres grupos se ramifican del
tronco protocariota inicial, de forma que en mayor o menor medida todos forman
parte de la urdimbre, aunque las células acariotas frecuentemente se
enredan como un zurcido entre los hilos de esta. Sólo los virus son un
verso suelto, pura trama.
La
vida en la Tierra se teje en el telar de una evolución sin sentido. Sus
hilos representan estas dos naturalezas: la urdimbre celular tiende como
un arbusto ascendente, pero enredado, hacia la complejidad de la integración
creciente que resulta de la necesaria interacción funcional material,
mientras que la trama viral tiende a exaltar la variabilidad genética
y sus hilos se insertan entre los primeros de una forma aún más ciega y
enmarañada.
No
obstante estas particularidades, en un planteamiento global aumenta la
diversidad funcional y estructural de los individuos y la complejidad orgánica
y sistémica de las interacciones. La selección natural pone cordura como
inteligencia universal que actúa en esta aparente locura.