SELECCIÓN
NATURAL E INFORMACIÓN BIOLÓGICA
A la hora
de intentar entender y explicar cualquier aspecto relativo al origen,
naturaleza y evolución de la vida, acechan dos posibles problemas: por una
parte, caer en el terreno de la abstracción filosófica plena y, lo que sería
aún peor, en ocasiones alejada de la realidad; pero, en el otro extremo,
también corremos el riesgo de entrar en una exposición demasiado cuantitativa,
trufada de datos y detalles, aunque con cierta frecuencia interpretados de
forma mágica o animista, como las que atribuyen a genes aislados poderes dignos
de los relatos de Tolkien. Naturalmente hay que encontrar un equilibrio entre
ambas posiciones y, en mi opinión, pegarse en cada caso a la concreción de las
reacciones químicas, pero siempre en una lógica de niveles integrados, evitando
caer en el reduccionismo.
Así
pues, se trata de encontrar la esencia o la unidad de los seres vivos sin
entrar en construcciones teóricas con «vida»
propia, fuera de la realidad. Para ello, lo mejor es encontrar las leyes
generales de los seres vivos, y, en este sentido, podemos tomar como referentes
a dos biólogos, entre otros ya citados en los capítulos previos; uno del siglo
XIX, el gran Charles Darwin, que, como mencionamos en el capítulo 4, en su Autobiografía
nos dice: “Mi mente parece haberse convertido en una máquina de moler
grandes cantidades de datos para producir leyes generales”. El otro,
actual, es el genetista del desarrollo Sean B. Carroll, que en su libro Las
leyes del Serengeti comenta:
Una de
las falsas creencias que mucha gente tiene sobre la biología (sin duda, por
culpa de los biólogos y de los exámenes de biología) es que entender la vida
requiere manejar un enorme número de datos, […] El poder del pequeño número de leyes
generales que describiré aquí reside en su capacidad de reducir fenómenos
complejos a una lógica más sencilla de la vida. Dicha lógica explica, por
ejemplo, cómo nuestras células o nuestros cuerpos «saben» incrementar o reducir
la producción de alguna sustancia. La misma lógica explica por qué una
población de elefantes en la sabana aumenta o disminuye. Así, aunque las leyes
moleculares y ecológicas concretas difieren, su lógica general es notablemente
similar. (CARROLL, 2018.)
La reciente
lectura del libro de Carroll me ha sorprendido gratamente en dos sentidos, por
una parte, por tratarse de un genetista que –aun ocupándose del desarrollo, y siendo
un magnífico divulgador– demuestra una extraordinaria motivación y sensibilidad
por la ecología, contraria a la imagen deformada y prejuiciosa que a veces tienen
algunos naturalistas de los biólogos moleculares, y viceversa. Pero, por otra
parte, lo que más me ha interesado del libro es su perspectiva de niveles de
complejidad en la coincidencia con Darwin, sensu lato, de “entender las
leyes que regulan la vida en todas sus escalas”. En este empeño, recapitula el
trabajo de algunos pioneros de la biología que se ocuparon de este problema en cualquiera
de los tres niveles de ser vivo: molecular, celular y pluricelular; tanto en su
vertiente de integración de un organismo, como en sus relaciones ecológicas:
[…] al
igual que existen reglas o leyes moleculares que regulan el número de las
diversas clases de moléculas y células del cuerpo, también hay reglas o leyes
ecológicas que regulan el número y el tipo de animales y plantas que viven en
una determinada zona.
Así, Carroll
equipara las enfermedades de los organismos con los desequilibrios de los
grandes ecosistemas, como el Serengeti o los océanos y lagos; en todos los
casos son anormalidades en la regulación del número de los componentes del
sistema, sean estos moléculas, células o poblaciones.
Pero lo
más interesante es averiguar por qué son similares las leyes moleculares,
celulares y ecológicas de la regulación, aun presentando diferencias en su
concreción. El primer enunciado general al problema de la regulación de
la vida es la conocida teoría de la selección natural de Darwin: “mi teoría”, como
él la llamaba… la respuesta al problema de cómo se establecen los límites al crecimiento
potencial ilimitado de los seres vivos. Como ya sabemos, fueron las diversas
observaciones de Darwin en el viaje del Beagle, junto con sus experiencias sobre
selección artificial, como criador, y la lectura del libro de Thomas Malthus Ensayo
sobre el principio de la población las que constituyeron el germen de su
teoría de la selección natural: los límites al número y al crecimiento de los
individuos de cada especie los impone la competencia por un espacio y un
alimento limitados, en la que solo sobreviven los más aptos. Pero la cuestión
es ¿cómo? Desde Darwin, se ha intentado concretar qué procesos están implicados
en cada nivel y caso concreto. Por una parte, la teoría sintética neodarwinista
ha intentado reducir la selección natural a un mecanismo que, como un portero
de discoteca seleccione quién pasa o no; esto es, solo «pasan» los portadores
de la información genética adecuada para sobrevivir hasta la reproducción, dejando
así esta a la descendencia como herencia. Pero, por otro lado, a la abstracción
reduccionista de la información genética, presentada como frecuencias alélicas,
le sigue faltando la concreción del proceso fenotípico relativo a cada caso y
nivel.
En el campo
de la fisiología humana, Walter B. Cannon establece el concepto de homeostasis
para explicar los procesos de regulación funcional mediante los que se mantiene
la estabilidad o el equilibrio interno del organismo dentro de unos
determinados límites. Carroll comenta que algunos compararon este concepto con
el de la selección natural de Darwin, y no puedo estar más de acuerdo con esta
comparación, ya que –como he expuesto repetidas veces en varios capítulos– la
selección natural no es un mecanismo para producir variabilidad, sino, más
bien, la continua sucesión de ajustes posibles en el equilibrio dinámico entre
los factores bióticos y abióticos de la ecósfera, en permanente interacción. Al
igual que ocurre en un organismo animal, las interacciones materiales en la
naturaleza están en un continuo equilibrio dinámico mantenido por la naturaleza
física, química y biológica de sus factores en coevolución. La dinámica de
estos factores se opone a las contingencias medioambientales resultantes de las
interacciones que, en mayor o menor medida, atentan contra el equilibrio previo…
el resultado de la sucesión espacio temporal de las interacciones materiales y
sus continuos estados de equilibrio es lo que denominamos evolución; y esto
vale tanto para la evolución biológica como para la más general de la materia.
Poco
después de Cannon, y con una aproximación similar al concepto de homeostasis, Charles
Elton intenta poner orden en la naciente ecología: propone que, entre los
extremos de la extinción y la superpoblación, los animales regulan su número merced
a la cantidad de alimento disponible, los depredadores, los parásitos y los
agentes patógenos; subrayando, así, la importancia del alimento en las cadenas
y redes tróficas de los ecosistemas. Pero en ambos casos, las respectivas leyes
de la regulación eran más bien descriptivas de lo observado, tanto en el nivel
orgánico animal como en los ecosistemas. Faltaba la concreción molecular, la explicación
de cómo actúan los agentes de estos niveles de regulación.
Monod
y el alosterismo: ¿segundo secreto de la vida?
La explicación
en el nivel elemental de la vida vino del mundo microscópico de las bacterias y
los virus, material fundamental en la naciente biología molecular alrededor de
la Segunda Guerra Mundial. En ambos acontecimientos participaron muy activamente,
incluso de una forma cuasi legendaria, dos jóvenes franceses, François Jacob y Jacques
Monod. Estos dos ejemplos de compromiso con la ciencia y la libertad, cruzaron
sus respectivas preocupaciones biológicas, relacionadas ambas con la inducción
génica, en el laboratorio de André Lwoff. Encuentro casual y trascendental, en
1956, al ubicarse sus laboratorios en el mismo pasillo, ya que las investigaciones
de Jacob sobre virus complementaron las de Monod sobre bacterias. Esta coincidencia
los llevaría a desarrollar el modelo del Operón de regulación de la
expresión de los genes, primero, y al Premio Nobel de Fisiología o Medicina, en
1965, junto a André Lwoff. Aunque en la concesión de este galardón se enunciara
su contribución al conocimiento del control genético de la síntesis de enzimas
y la síntesis de virus, quiero destacar un fenómeno descubierto por Monod en
1961, el alosterismo, relacionado con los cambios conformacionales que sufren algunas
enzimas al unirse a una molécula distinta del sustrato en otro sitio distinto al
centro activo; estos cambios, que modifican la actividad enzimática, son especialmente
importantes en la regulación de los genes y las proteínas. Monod presentó el
alosterismo como el segundo secreto de la vida, considerando que el primero era
el ADN –cuya estructura acababa de conocerse en 1953–, y con ello marcó un
punto de inflexión respecto a la lógica numérica pura de Cannon y Elton. La
lógica de la información genética, le llevaría, unos años después, a enunciar la
prioridad de la invariancia reproductiva del ADN sobre las performances
teleonómicas –el logro o la ejecución conseguida, más que la
función, en la jerga que Monod emplea en su libro El azar y la necesidad
(1970)–, y con ello se alejaba de la lógica general de la regulación cuantitativa,
per se, de los componentes del organismo humano o de los ecosistemas. A pesar
de su descubrimiento del alosterismo, supeditó los agentes funcionales del
nivel supramolecular de la vida, las proteínas, al determinismo genético
representado por el férreo dogma central de la biología molecular (DCBM); en
vez de darle prioridad a la lógica intrínseca de las interacciones específicas
entre las proteínas y sus ligandos, se la concedió a la información genética del
ADN.
Desde el
punto de vista proteocéntrico, lo que realmente descubrió Monod fue la
actuación de las proteínas como los agentes supramoleculares más básicos de las
reglas o leyes que regulan cuantitativamente las individualidades en cada nivel
biológico: moléculas y células en los organismos, o animales y plantas en los
grandes ecosistemas. Estas leyes están implícitas en las interacciones entre estas
individualidades, y en los estados de equilibrio que se alcanzan por selección
natural. Lo más sorprendente del trabajo de Jacob y Monod es que la lógica molecular
descubierta, que se desprende de su modelo de regulación de la síntesis de virus
y enzimas, es universal y sirve para todos los niveles de la vida. Las leyes generales
de la regulación cuantitativa, resultantes de las interacciones entre los
individuos de cualquier nivel, son la regulación positiva, la negativa, la
lógica de doble negación y la regulación por realimentación. Las dos primeras
son las más intuitivas y sencillas de ver macroscópicamente a nuestro alrededor:
a más hierba, más herbívoros y depredadores, como ejemplos de la regulación
positiva; y, al revés con la negativa, a más depredadores, menos herbívoros…
pero esta es la visión simple y reduccionista de la selección natural que
queremos evitar. La realidad es mucho más compleja, todo está interconectado y
en equilibrio. Así, solo con ampliar un poco el foco, en la lógica del
Serengeti vemos, por ejemplo, que la irrupción del virus de la peste bovina, procedente
del ganado bovino humano, redujo drásticamente el número de búfalos y ñúes,
alterando gravemente todo el ecosistema: menos depredadores, pero más hierba,
más incendios, menos árboles y, por ello, menos jirafas… En sentido contrario, con
la eliminación del virus aumentó muchísimo la población de ñúes y, lógicamente,
la de los depredadores, pero también tuvieron lugar otros efectos menos
intuitivos: la evidente reducción de hierba (alimento de los ñúes) redujo el número
de incendios y, por consiguiente, se recuperaron los árboles y aumentó el
número de jirafas. Vemos aquí una concatenación de lógicas de doble y triple
negación entre el virus y el aumento de las jirafas: menos virus, menos hierba,
menos incendios… y, esto, con solo ampliar un poco el foco. Es evidente que no podemos
reducir la selección natural a simples relaciones depredador presa, o poco más;
a la escala de la ecósfera, la selección natural se plasma en la sucesión de
equilibrios dinámicos tras las contingencias perturbadoras de las continuas
interacciones entre los factores abióticos y bióticos… Y la consecuencia es la
evolución, enmarañada como un telar, con su urdimbre y su trama.
Volviendo
al encuentro casual de Monod y Jacob, resulta interesante seguir los pasos que los
llevaron a desentrañar la lógica de la doble negación a nivel molecular. Monod estudiaba
las curvas del crecimiento bacteriano en medios con distintas combinaciones de
azúcares, y observó que algunos de estos requerían de un periodo de tiempo para
inducir mediante su presencia la síntesis de la enzima que los descomponía; estos
azúcares actuaban como inductores de la producción de sus respectivas enzimas
degradadoras. Por su parte, Jacob estudiaba el extraño comportamiento de algunos
virus que infectan bacterias (bacteriófagos) cuando, en vez de multiplicarse y salir
de ellas mediante lisis, se quedan ocultos y silentes en su interior hasta que algún
fenómeno (la luz ultravioleta, en este caso) induce su multiplicación y la
consiguiente lisis celular. Ambos interpretaron inicialmente sus respectivos
fenómenos de inducción desde la sencilla lógica de una regulación positiva,
pero tras una serie de fracasos experimentales de esta hipótesis terminaron
encontrando la solución aplicando la lógica de la doble negación. Centrándonos en
el problema de Monod, el control positivo del inductor (el azúcar lactosa) sobre
la síntesis de la enzima (β-galactosidasa), que lo descompone en sus dos componentes
(glucosa y galactosa), es de una lógica arrolladora: la economía de la
naturaleza procura la producción de algunas enzimas solo cuando su sustrato
está presente. Pero esta lógica sencilla y directa responde más bien a voluntades
proyectivas, como las de los humanos; por el contrario, la lógica evolucionista
debe atender a los resultados sin propósito de las interacciones entre los
individuos de un nivel y al equilibrio que encuentran en estas o, lo que es lo
mismo, la selección natural, como acabamos de ver macroscópicamente en el ejemplo
del Serengeti. Así, en ambos casos se pone de manifiesto que detrás de la apariencia
de un sencillo control positivo estaba la lógica de la doble negación. Aunque para
llegar a la explicación molecular faltaba el auténtico agente, el represor, una
proteína que en el caso de la regulación del metabolismo de la lactosa reprime
la síntesis de la β-galactosidasa; la apariencia de inducción positiva por la
presencia de lactosa viene de que en realidad esta molécula inhibe al represor
y, por lo tanto, este cesa de reprimir la síntesis de la enzima. Antes de
continuar con este razonamiento, quiero hacer notar que unas pocas líneas más
arriba he utilizado las palabras auténtico agente para referirme al represor,
y no ha sido solo por estar este en el centro de la doble negación, sino por
tratarse de una proteína alostérica; volveremos sobre ello.
Ya hemos
visto las leyes generales de la regulación cuantitativa, pero ¿qué ocurre con
los aspectos cualitativos? ¿En qué consiste y cómo se almacena la información
biológica? En primer lugar, conviene resaltar que en el conjunto de las
interacciones materiales bióticas y abióticas que se dan en la ecósfera, los
seres vivos experimentan cambios estructurales que resultan de la selección funcional
de su actividad; se produce, pues, un registro de información biológica
estructural sobre la base de la plasticidad fenotípica, tanto a nivel molecular
como celular o pluricelular. Igualmente, tenemos una información estructural que
no es fenotípica sino, sensu lato, de ecosistema, esto es, de la
compleja relación entre los componentes de cualquier nivel biológico:
molecular, celular, organismo pluricelular o de gran ecosistema; como acabamos
de ver, esta información se corresponde con las leyes generales de la
regulación cuantitativa. En el nivel supramolecular tenemos dos tipos de macromoléculas
informativas: por un lado, los ácidos nucleicos ADN y ARNm, y, por otro, las proteínas,
ya que son polímeros portadores de una información secuencial que reside en el
orden o secuencia de sus monómeros constituyentes. Esta información biológica
secuencial podemos denominarla genética, stricto sensu, de acuerdo con
la definición de gen como un segmento de ADN portador de la información
secuencial para la síntesis de un polipéptido. Pero las proteínas (y también,
en cierto sentido, algunos ARN) albergan información conformacional, esto es,
la correspondiente al tipo y a la disposición espacial de las estructuras
secundarias en la terciaria globular. Esta información tridimensional depende de
las condiciones ambientales y, en condiciones fisiológicas, de la plasticidad de
las proteínas en sus interacciones con sus ligandos, fundamentalmente. Como he
expuesto en otros posts, denomino pregenética a este tipo de información, ya
que la considero prioritaria tanto en el origen de la vida como durante la
ontogenia y la filogenia, a lo largo de la evolución, sobre la genética; procesos,
estos últimos, donde se manifiesta almacenando información epigenética. Así
pues, lo que Monod descubrió con el alosterismo –según él, el segundo secreto
de la vida– fue una de las manifestaciones de esta información proteica conformacional;
lo cual podía haberse alineado con la corriente de pensamiento que, en la
primera mitad del siglo XX, le concede algún tipo de prioridad a las interacciones
entre proteínas y su medio molecular. Entre otros científicos afines a esta
idea podemos citar a Oparin, Fox, Landsteiner y Pauling, estos dos últimos envueltos
en una gran polémica relativa al origen de la estereoespecificidad de la
reacción entre los anticuerpos y los antígenos: frente a las teorías
denominadas selectivas, ellos proponían la teoría del molde antigénico –considerada
como instructiva y lamarckiana por sus oponentes–, donde la molécula proteica se
plegaría alrededor del antígeno, formándose así un anticuerpo específico frente
a él. Con el reconocimiento del ADN como material genético y la asunción de la
información secuencial como la única información biológica en la naciente
biología molecular, la cual ignora o minimiza la influencia del medio –ideas
recogidas en la teoría sintética neodarwinista y en el DCBM–, las proteínas
quedan relegadas a un papel secundario en todo lo relativo al origen,
naturaleza y evolución de la vida.
No
obstante lo dicho, quiero resaltar la enorme importancia de la genética para el
avance del conocimiento biológico. Hacia la mitad del siglo XX, el enfoque
genético se iba imponiendo al enfoque bioquímico en las líneas de investigación,
no solo por ser este último mucho más lento y difícil que el primero, sino, sobre
todo, porque la genética permite la búsqueda de mutantes como los que T. H.
Morgan utilizó en la mosca Drosophila melanogaster, que permiten identificar de
forma fácil un determinado fenotipo como el color de ojos. Pero –aunque las características
de la mosca de la fruta son más favorables para la investigación que, por
ejemplo, los ratones– el desarrollo de la genética bacteriana proporcionó un
material muy barato y manejable, como son las bacterias y los virus
bacteriófagos, para poder identificar y estudiar las proteínas implicadas en
los procesos bioquímicos. Así, la genética ha facilitado enormemente cualquier
tema de investigación biológica, como: el metabolismo, el desarrollo
embrionario, la regulación y el cáncer, por poner algunos ejemplos destacados;
además, lógicamente, del avance en el conocimiento de su propio campo. Pero, a
mi parecer, la utilización eficaz de las técnicas genéticas en la investigación
de los problemas biológicos no implica necesariamente el adoptar una interpretación
genocéntrica que, con frecuencia, sesga o distorsiona el marco conceptual de la
evolución. Convendría reflexionar sobre el problema que supone para la biología
la inercia de estar cómodamente instalada bajo el farol de la genética, que ilumina
mucho, pero también deslumbra y lleva a complicar enormemente su jerga, atribuyendo
la posesión de poderes cuasi mágicos a genes individuales (de polaridad
segmental, homeóticos, reguladores, oncogenes; que se superponen a los ya
clásicos genes dominantes, recesivos, epistáticos, etc.) que no pueden explicar
la realidad de complejos procesos poligénicos por la sencilla razón de que esos
procesos responden a cadenas y redes de reacciones donde actúan cientos de proteínas. Naturalmente, los coches
circulan igual por la carretera para un terraplanista que para un astrónomo, y
un ingeniero no tiene que plantearse elegir entre geocentrismo o heliocentrismo
para construir barcos que naveguen o aviones que vuelen; pero no debemos caer
en la indiferencia del “da igual, es una forma de hablar”. El enfoque evolucionista
no es el mismo, y la interpretación resulta distorsionada. Sin restar un ápice
de importancia a las técnicas genéticas en el avance del conocimiento
biológico, deberíamos ceñirnos rigurosamente a los hechos y conceptos que estén
bien establecidos, para sentar las bases conceptuales de la información
genética secuencial: que los genes están en los cromosomas (aunque también
reside allí parte de la información epigenética), y que se corresponden con segmentos
de ADN, cuya información secuencial está implicada en la síntesis de un
polipéptido, de acuerdo con el código genético. Pero, además, conviene tener en
cuenta que en la información biológica hay que incluir también la pregenética (conformacional)
y la epigenética (estructural); limitando así la genética a la información
secuencial, de forma que no haya diferencias conceptuales entre genes, solo
distinguirlos por la proteína que codifican, sin que se asigne al gen su
función ni el efecto final de una ruta de reacciones en las que participe esa
proteína junto a otras; es decir: lo que hacen todos los genes es codificar un
polipéptido, y punto.
Con el
establecimiento del código genético y la utilización del ARN, las proteínas prebióticas
–que son las portadoras de la información conformacional pregenética– consiguieron,
además de una plantilla genética para su síntesis, la formación de polipéptidos
más largos –que integren los dominios de los primitivos péptidos funcionales, los
cuales, hasta ese momento, posiblemente se asociarían formando miniestructuras
cuaternarias– y la posibilidad de mutaciones y recombinación epigenética (spliceosoma)
de los segmentos codificantes o exones correspondientes a las unidades
estructurales básicas o dominios proteicos, seleccionados en la etapa
prebiótica previa; modificaciones todas coherentes con las nuevas adaptaciones
conformacionales que tensionan la plasticidad fenotípica. La invariancia del
ADN permite conservar la especificidad funcional y la consiguiente coherencia
estructural de los complejos proteicos celulares. Aquí comienzan los procesos (como
siempre sin propósito alguno) de combinación de cualquier estructura informativa
anterior, pero, a mi parecer, no como hechos excepcionales en la evolución
(Sampedro, 2002), sino como provechosas y frecuentes contingencias. Siguiendo
con la denominación que se da a los primitivos módulos proteicos (presentes en
todas las proteínas), utilizaré el término dominio (como unidad de información
biológica) para referirme, en general, a los distintos dominios de información biológica
estructural (DIBE) seleccionados a lo largo de la evolución.
El
descubrimiento de la lógica de la doble negación llevó a que Jacob y Monod propusieran
la existencia de dos tipos de proteínas: las estructurales –como las enzimas o
los anticuerpos, que realizan una determinada función mediante la unión específica
a un ligando– y las reguladoras, que controlan la síntesis de las estructurales
en función de las circunstancias ambientales. Desde mi interpretación
proteocéntrica del origen, naturaleza y evolución de los seres vivos, la propuesta
inicial de estos gigantes de su época nos lleva a plantear algunas cuestiones
acerca de estos dos tipos de proteínas: ¿cuáles son más ordenadas en su
estructura y específicas en su función, y cuáles más desordenadas y multifuncionales?,
y, en este sentido, ¿la evolución de las proteínas va de desorden a orden o al
revés? Por lo que sabemos, en las bacterias y virus –entidades consideradas las
más primitivas– predominan las proteínas más ordenadas y afinadas genéticamente
en su especificidad. Por otra parte, ya dentro de los eucariotas, observamos
que en el sistema inmunitario de los vertebrados –denominado también adaptativo
o específico por considerarse un modelo de evolución molecular y celular a
tiempo real– la especificidad y afinidad de la unión del anticuerpo con el antígeno
cambia, en el transcurso de las respuestas primaria y secundaria, de una
interacción de ajuste inducido a otra de tipo llave-cerradura. Es decir, en el rápido
proceso de adaptación molecular del anticuerpo frente al antígeno, que va desde
el primer al segundo contacto con él, y durante el que intervienen mecanismos genéticos
de recombinación e hipermutación somáticas, se produce una notable maduración
de la afinidad en el reconocimiento antigénico. Aunque el sistema inmunitario
de los vertebrados dista de ser primitivo, su lógica molecular y celular
responde a lo que hemos definido como la esencia de la naturaleza eucariota,
que arranca desde los protocariotas en el origen de la vida. En esta naturaleza,
la información biológica siempre va desde la conformacional pregenética a la
secuencial genética, siendo la primera prioritaria de la segunda. La
información epigenética se va almacenando a lo largo de la evolución como
consecuencia de esta dinámica, y en consonancia con la complejidad evolutiva. Así,
la información conformacional de las proteínas se obtiene mediante la
interacción con otras moléculas (incluidas otras proteínas y los ácidos
nucleicos), y está presente en la plasticidad fenotípica general de las
entidades biológicas en interacción directa frente a sus respectivos medios: los
ligandos moleculares, en este nivel; pero también en la plasticidad fenotípica
de las células y en la de los organismos pluricelulares. Además, todos los
niveles de complejidad establecen sus mecanismos reguladores numéricos tanto internos
en el seno de los organismos (homeostasis) como externos en los ecosistemas. Este
vínculo entre la información biológica cualitativa (pregenética, genética y
epigenética) y la cuantitativa (la que Carroll formula magistralmente como Leyes
del Serengeti) es lo que, a mi parecer, realmente alumbró Monod con el
fenómeno del alosterismo; aunque él lo colocó, como segundo secreto de la vida,
detrás del ADN y su papel en la invariancia reproductiva. Monod y Jacob
encontraron la explicación molecular de estas leyes generales de la regulación
cuantitativa, pero con el descubrimiento de las proteínas alostéricas
vislumbraron lo que yo creo es el primer secreto de la vida, lo prioritario en la
rampa que conduce –mediante la implicación necesaria de las leyes fisicoquímicas
universales– de la evolución química a la biológica: las necesarias condiciones
ambientales, el agua seleccionando lo hidrofílico y lo hidrofóbico, la
formación prebiótica de los monómeros desde lo inorgánico, los primeros
biopolímeros y la selección funcional de las primeras estructuras que
condujeron a la formación de la primera célula... Es decir, una genuina
coherencia entre lo inorgánico y lo vivo, no plantear la vida como un
acontecimiento de probabilidad cercana a cero, un acierto único en la ruleta
cósmica.
La
selección natural de la información biológica cualitativa se produce por interacción
directa entre los organismos y sus medios, en la que sobreviven los individuos más
aptos para realizar sus funciones vitales; depende de las interacciones
físicas, químicas y fisiológicas que, dentro del ámbito de sus leyes, se
imponen necesariamente. Por su parte, la selección natural sobre la información
biológica cuantitativa no depende de las interacciones directas entre las
especies y sus medios; aquí no hay coevolución adaptativa, como podríamos ver en
la cualitativa entre gacelas y guepardos, donde los progresos en astucia y
velocidad de las primeras exigen lo mismo en los segundos. En las leyes de la
regulación numérica de los componentes de un sistema biológico predomina la
contingencia, y podemos detectar efectos a distancia entre las especies, lo que
no obsta para que existan eslabones intermedios: como ya vimos en el Serengeti,
la irrupción o desaparición del virus de la peste bovina puede afectar en mayor
o menor medida a las jirafas, entre otras muchas cosas. Ahora, la pregunta es,
¿qué relaciones indirectas de causa efecto ocurren a nivel molecular y celular
que puedan ocasionar graves desequilibrios en el ecosistema interno del
organismo pluricelular? Evidentemente, este razonamiento está relacionado con
las enfermedades de plantas y animales, incluidos, naturalmente, los humanos.
Este planteamiento ecológico del organismo y la enfermedad implicaría desentrañar
los eslabones intermedios entre los más evidentes, como ocurría en el Serengeti
con los ñúes, la hierba, los incendios y los árboles… que estaban entre el
virus de la peste bovina y las jirafas. Aunque asegura publicaciones y
subvenciones, el actual enfoque genocéntrico, además focalizado en el estudio de
genes individuales, no ayuda mucho a este empeño.
La
información conformacional de las proteínas es la base de la plasticidad
fenotípica
Volviendo
al alosterismo de Monod, mi afirmación de que, con este descubrimiento, lo que él
realmente vislumbró fue el primer secreto de la vida se fundamenta en la
coherencia del modelo proteocéntrico sobre el origen, naturaleza y evolución de
la vida. En mi interpretación de los datos biológicos la información
conformacional de las proteínas (y también la de algunas moléculas de ARN) sería
prioritaria o precedente a la secuencial del ADN, la que Monod confirmó como primer
secreto de la vida con su apuesta por la invariancia de esta molécula genética sobre
la funcionalidad de las proteínas. En mi modelo, con la información
conformacional –esencia del alosterismo– comenzaría la evolución prebiótica y
la vida; es muy probable que no directamente con las muy especializadas proteínas
alostéricas que actúan en las células evolucionadas, sino con la información
conformacional conjunta de la triada proteica formada por: conformones (priones
funcionales), proteínas intrínsecamente desordenadas (IDP), y chaperones
(proteínas de choque térmico, HSP). En mi interpretación estas proteínas
canalizan los esbozos de las rutas metabólicas y la herencia mineral previas hacia
las propias de la vida. Este tránsito entre la información prebiótica inorgánica
y la ya biótica se hace mediante la selección natural de proteinoides que
experimentan con los mecanismos y propiedades rudimentarias que actualmente
vemos desarrollados en los tres tipos de proteínas citadas. Se iniciaría, así,
la rampa evolutiva de la información y herencia conformacional pregenéticas que
conduciría al despliegue de las funciones vitales, subrayando inicialmente en
ellas los procesos relacionados con el metabolismo y la replicación. La
herencia conformacional tiene una especial importancia en la coevolución de las
proteínas con el ARN y la selección de los mecanismos que permitieron la
formación de un primer código pregenético conformacional, previo al secuencial.
Recordemos que este código primitivo se sustenta sobre la relación conformacional
biunívoca de una proteína (una aminoacil-ARNt sintetasa) con un ARNt y con un
aminoácido específicos. Solo hay 20 de estas enzimas sintetasas (una por
aminoácido) y los 20 ARNt correspondientes son reconocidos por su bucle D, no
por el anticodón; por lo tanto, este código no es degenerado, como si lo es el
secuencial, donde hay varios ARNt específicos de un aminoácido (todos con un
único bucle D), pero con tripletes anticodones distintos y complementarios de
sus correspondientes codones en el ARNm. Estos hechos se interpretan mejor dando
prioridad a la información biológica conformacional de las proteínas sobre la
secuencial del ARNm y ADN. Además, entre otras razones, dado que las proteínas
sintetasas constituyen los únicos actores en esta escena prebiótica que no
presentan degeneración alguna en su relación biunívoca, podemos argumentar la prioridad
o precedencia de su información conformacional sobre la del ARNt. Es lógico
pensar que primero se unieran los aminoácidos a moléculas de ARNt en el seno de
las sintetasas, y que, posteriormente, este complejo utilizara (sin propósito
previo alguno) largas cadenas de ARN lineal como plantilla para la síntesis de
polipéptidos; quizá interaccionando mediante complementariedad de bases con una
o dos, antes de fijar el código secuencial de tripletes en la evolución.
Pero,
además del metabolismo y la replicación, la información conformacional también
puede reclamar la prioridad sobre la secuencial del ADN en lo relativo a la función
de relación del organismo con el entorno. En esta toma de noticia, las
proteínas están en vanguardia en las membranas de las células que actúan como receptores
de estímulos del exterior, y la información conformacional tiene un papel de
primer orden en la recepción y transducción de señales moleculares ambientales al
interior celular. Lo mismo podríamos decir de la regulación epigenética, sensu
lato, donde la información conformacional produce cambios estructurales en
los cromosomas y en otros dominios de información biológica estructural (DIBE).
Desde
las etapas prebióticas del origen de la vida, las primeras cadenas de
reacciones metabólicas estarían a cargo de proteínas desordenadas poco
específicas. Podemos imaginar que, de forma contingente, el producto final de
una cadena interaccionara con las distintas enzimas de esta… produciendo
distintos efectos. Es muy probable que algunos de estos fuesen más beneficiosos
que otros para la funcionalidad de la célula. Entre ellos, podríamos destacar, para
la economía celular, el resultante de la interrupción de la ruta metabólica por
la acumulación excesiva de su producto final. Se trataría de un fenómeno de inhibición
por realimentación mediado por alosterismo, donde el producto final
interacciona con la primera enzima (de naturaleza alostérica) de la cadena, provocando
en ella un cambio conformacional que impide la unión con su sustrato y, por
tanto, la desactiva. Con la posterior conquista del código genético, estos
fenómenos alostéricos adquieren una dimensión de regulación epigenética, pudiendo
actuar sobre la inducción enzimática mediante la inactivación por cambio
conformacional de proteínas alostéricas represoras de la expresión génica.
Desde
el ámbito de la evolución prebiótica y a lo largo de toda la evolución, mi
modelo proteocéntrico plantea cómo la selección funcional de las interacciones moleculares
ha ido fijando dominios de información biológica estructural (DIBE). En los
inicios se irían seleccionando los péptidos y polipéptidos que constituyen las
unidades o dominios funcionales y estructurales básicos, presentes en todas las
proteínas. Estas unidades, de origen prebiótico y pregenético, marcan la
precedencia de las proteínas sobre los ácidos nucleicos: primero se seleccionarían
los dominios proteicos, y, posteriormente, esta información estructural se
codificaría en la información secuencial del ARN y ADN en forma de exones, como
se ve en el hecho de que todos los cambios genéticos son siempre conservativos
con la información funcional y estructural proteica previa, común en todos los
seres vivos. Así pues, desde el origen de la vida hasta el Serengeti –pasando
por el operón y la adquisición de la consciencia humana, entre otras muchas
conquistas–, la selección natural de las interacciones funcionales va
integrando información biológica como dominios estructurales (DIBE). A partir
de los dominios proteicos prebióticos (los primeros DIBE pregenéticos) y, con
la posterior relación de código genético, sus correspondientes exones (los DIBE
genéticos), todas estas unidades de información biológica estructural se
combinan y operan entre los niveles de integración de los seres vivos como
información epigenética, constituyendo una urdimbre arborescente. La trama del
telar de la vida se teje con ella cuando agentes infecciosos supramoleculares
como los virus se enredan entre las ramas de estas unidades funcionales (organismos
celulares y pluricelulares), o cuando el crecimiento desordenado del cáncer
desafía a la unidad funcional de un organismo. Mientras que en el origen de la
vida primaba la necesidad sobre la contingencia, a medida que urdimbre y trama
crecían y se entrecruzaban cada vez más, las relaciones contingentes entre las
especies y sus medios aumentaban en complejidad, y, en consecuencia, también lo
hacían todos los factores bióticos y abióticos de la ecósfera.
El
origen del lenguaje
En
coherencia con lo expuesto hasta ahora, el aumento de la complejidad del medio con
el que interactúan las especies lleva aparejado el consiguiente incremento de
la información biológica estructural, tanto la cualitativa como la cuantitativa.
En lo referente a la cualitativa, que implica una mayor interacción directa con
el medio específico, encontramos un magnífico ejemplo en el origen y desarrollo
del lenguaje humano en paralelo a la evolución del cerebro. La pregunta aquí es
¿cómo puede explicarse el proceso de formación de nuevas áreas de conexiones
neuronales, que preside la evolución del cerebro humano, bajo la presión
selectiva que implica la adquisición del lenguaje? Algunos autores buscan la
respuesta en mecanismos físicos desconocidos o en una exaltación del azar
genético, otros en la complejidad del comportamiento frente al medio como
orientador de las presiones de selección. Yo me adhiero a estos últimos,
aunque, como ya he expuesto repetidas veces, considero que el medio no es solo
selector sino también y primeramente moldeador. En este sentido, es curioso que
Monod –el descubridor del alosterismo–, fascinado por la genética y la naciente
biología molecular (con su flamante dogma central), se decante de forma
absoluta (en el apartado Origen de los anticuerpos de su libro El
azar y la necesidad) por las teorías selectivas (como la teoría de la selección
clonal de Burnet) frente a la del molde antigénico de Landsteiner y Pauling. Aquí
Monod apuesta por:
[…] la
inagotable riqueza de la fuente de azar donde bebe la selección […] en esta
ruleta genética especializada y ultrarrápida […] intervienen tanto
recombinaciones como mutaciones, produciéndose unas y otras en cualquier caso
al azar, con ignorancia total de la estructura del antígeno. Este, por el
contrario, desempeña el papel de selector […]. (MONOD,
1981.)
No
obstante, en el siguiente apartado (El comportamiento como orientador de las
presiones de selección) le otorga al medio específico un papel algo más
activo en sus interacciones con el organismo:
Organismos
diferentes que viven en el mismo «nicho» ecológico, tienen con las condiciones
externas (incluyendo los demás organismos), interacciones muy diferentes y
específicas. Estas interacciones específicas, en parte «escogidas» por el mismo
organismo, son las que determinan la naturaleza y la orientación de la presión
de selección que soporta. Digamos que las «condiciones iniciales» de selección
que encuentra una mutación nueva comprenden a la vez, y de forma indisoluble, el
medio exterior y el conjunto de las estructuras y performances del
aparato teleonómico. (MONOD, 1981.)
Monod
considera, además, que tanto la participación de las performances teleonómicas
como la autonomía del organismo frente al medio aumentan con la complejidad del
nivel de organización:
[…] esta
participación se puede considerar sin duda decisiva en los organismos superiores,
cuya supervivencia y reproducción dependen ante todo de su comportamiento. […]
El
hecho de que, en la evolución de algunos grupos, se observe una tendencia
general, sostenida durante millones de años, al desarrollo aparentemente
orientado de ciertos órganos, atestigua que la elección inicial de un cierto
tipo de comportamiento (ante la agresión de un predador por ejemplo) compromete
a la especie en la vía de un perfeccionamiento continuo de las estructuras y
performances que son el soporte de este comportamiento. (MONOD, 1981.)
En este
razonamiento, Monod rememora a Lamarck y su idea de la herencia de los
caracteres adquiridos mediante la tensión que el comportamiento ejerce sobre la
plasticidad fenotípica:
Hipótesis
hoy en día inaceptable, desde luego, pero que muestra que la pura selección,
que opera sobre los elementos del comportamiento, culmina en el resultado que
Lamarck quería expresar: el estrecho emparejamiento de las adaptaciones
anatómicas y de las performances específicas. (MONOD, 1981.)
Quiero
volver a resaltar la diferente consideración que Monod tiene acerca de la
plasticidad fenotípica en los niveles superiores respecto al nivel supramolecular
de las proteínas globulares, aún más llamativa cuando fue él el que descubrió
el fenómeno del alosterismo, el segundo secreto de la vida, como él mismo lo
denominó. Aun teniendo en cuenta que el fenotipo de las proteínas está informativamente
más cerca de los genes que, por ejemplo, el de las jirafas –con su largo cuello
incluido–, también debemos considerar que, en rigor interpretativo, la información
genotípica usada para la formación de un polipéptido es meramente secuencial, y
que, mediante la relación de código genético, se traduce en la secuencia de aminoácidos
de este, y punto. La realidad dista mucho del rígido determinismo del DCBM, que
reza: una secuencia de ADN, una única estructura y función proteica. Partiendo
de esta invariancia secuencial como base, todas las posibilidades de
información conformacional de los polipéptidos (fundamentalmente de los más
desordenados) depende de las condiciones fisicoquímicas ambientales y, sobre
todo, de las interacciones con sus ligandos moleculares. Hay margen, pues, para
la plasticidad fenotípica de las proteínas; en unas –como los priones-conformones,
los chaperones y las IDP– más que en otras con estructuras más ordenadas. En mi
modelo de la información biológica –en sus vertientes pregenética, genética y epigenética–
la plasticidad fenotípica de las proteínas es coherente con la interpretación
de los principales datos y hechos de la biología, que modifica y extiende los
conceptos de herencia y selección natural al conjunto de la ecósfera. Como ya
he expuesto, partiendo de las leyes de la evolución fisicoquímica, la selección
funcional de las interacciones moleculares va generando estructuras en los
distintos niveles de integración biológicos (los agentes y organismos de cada
nivel, pero también los DIBE). Así, en mi modelo la función es prioritaria a la
estructura, aunque la información biológica se deposita en esta última, pero no
solo en los organismos de las especies, sino también en la permanente relación
con sus medios y ambientes específicos: genuina información estructural en la ecósfera,
establecida de forma dinámica entre los factores bióticos y abióticos pertinentes
a cada una. De esta manera, la herencia –que no es sino la información
biológica que pasa de una generación a la siguiente– trasciende la idea actual
de información exclusivamente genética (estructura primaria, secuencial, del
ADN), para abarcar también toda la información estructural pregenética y
epigenética de los organismos y, además, la información estructural de las interacciones
entre estos y su medio ambiente. En este sentido, como ya hemos repetido, la
selección natural abarca la continua sucesión de ajustes posibles en el
equilibrio dinámico entre los factores bióticos y abióticos de la ecósfera, en
permanente interacción.
Pero
volviendo al problema de las presiones de selección en la evolución de las
especies, veremos cómo lo entiende Monod en el caso concreto de la evolución
humana asociada a la aparición del lenguaje. En primer lugar, él está de
acuerdo con los lingüistas del momento en señalar este proceso como un acontecimiento
único, pero discrepa de los que marcan una discontinuidad absoluta en la evolución
biológica, totalmente independiente del variado sistema de llamadas y avisos
que emplean los grandes simios. En este sentido, plantea el problema del tránsito
entre estos y el Homo sapiens como evolución inicialmente biológica, pero que
da paso a otra evolución, creadora de un nuevo reino, el de la cultura, de
las ideas, del conocimiento. En este proceso, partiendo de las capacidades cerebrales
de los grandes simios para registrar, asociar y transformar las informaciones
del medio, pasamos al cerebro humano con nuevas conexiones neuronales asociadas
al lenguaje. En la explicación de los procesos sucesivos de hominización y
humanización suele aparecer Chomsky y su gramática generativa, que nos
sitúa ante un cuello de botella en la aparición de nuestra especie. Monod subraya
de la aportación de este notable lingüista el hecho de que no se conozcan
lenguas primitivas:
Según
Chomsky, además, la estructura profunda, la «forma» de todas las lenguas
humanas sería la misma. Las extraordinarias performances que la lengua
representa y autoriza a la vez, están evidentemente asociadas al considerable desarrollo
del sistema nervioso central en el Homo sapiens; desarrollo que constituye
además su rasgo anatómico más distintivo. (MONOD, 1981.)
Esta
unidad de origen biológico de nuestra especie contrasta con la enorme
diversidad cultural de la humanidad. Es la diferencia entre la evolución biológica,
de adquisición funcional y estructural de la consciencia humana, y la cultural,
de los distintos grupos humanos, que crea los correspondientes contenidos de la
consciencia.
De esta
línea de razonamiento, Monod concluye:
La
hipótesis que me parece más verosímil es que aparecida muy pronto en nuestra
raza, la comunicación simbólica más rudimentaria, por las posibilidades
radicalmente nuevas que ofrecía, constituyó una de esas «elecciones» iniciales
que comprometen el porvenir de la especie creando una presión de selección
nueva; esta selección debía favorecer el desarrollo de la misma performance
lingüística y, por consiguiente, la del órgano que la produce: el cerebro. (MONOD,
1981.)
Además,
relaciona este proceso de hominización con la adopción de la postura erecta y
la liberación de las extremidades anteriores. Igualmente, destaca que la
adquisición del lenguaje en el niño es un proceso universal, cronológicamente
idéntico para todas las lenguas:
Resulta
difícil no ver en ello el reflejo de un proceso embriológico, epigenético, en
el curso del cual se desarrollan las estructuras neurales subyacentes a las
performances lingüísticas. (MONOD, 1981.)
Aunque
en los años 70 el uso del término epigenético no tenía el alcance del actual, aquí
Monod podría haber mencionado la ley biogenética de Haeckel: “la ontogenia
recapitula la filogenia”, que hoy se entiende mejor a la luz de los avances en el
conocimiento de la biología del desarrollo. Pero, no obstante la consideración lamarckiana
a la epigenética y al comportamiento como orientador de las presiones de
selección, en último término Monod define la naturaleza humana en términos
genéticos:
[…] la capacidad lingüística que se revela en el
curso del desarrollo epigenético del cerebro forma parte actualmente de la «naturaleza
humana» definida ella misma en el seno del genoma en el lenguaje radicalmente
diferente del código genético. ¿Milagro? Ciertamente, puesto que en última
instancia se trata de un producto del azar. (MONOD, 1981.)
Otro
autor, especialista en la moderna genética del desarrollo, que aborda la
evolución humana asociada al lenguaje es Javier Sampedro. En su libro Deconstruyendo
a Darwin (2002) critica el gradualismo como factor determinante de la
evolución por selección natural y, en su lugar, propone la evolución modular
como fuente natural de progreso en biología. Sin renunciar totalmente al
gradualismo darwiniano como explicación de las adaptaciones que las especies
muestran a su particular entorno, considera los grandes acontecimientos creativos
de la evolución biológica como ejemplos de evolucionabilidad:
Lo que
quiero decir es que los grandes pasos de la evolución, los incrementos de complejidad,
las exploraciones de nuevos espacios de diseño, no consisten en una mera
acumulación de ínfimas variaciones fijadas por selección natural en la
inmensidad del tiempo. […] son acontecimientos singulares, relativamente súbitos,
sin evidencias de transición gradual, y han ocurrido una sola vez en la
historia de la Tierra. (SAMPEDRO, 2002.)
Al
igual que hacía Monod –cuando intentaba aplicar la idea del comportamiento
como orientador de las presiones de selección para entender el origen del
lenguaje, asociado a la evolución del cerebro–, Sampedro también invoca al “apestado”
Lamarck y al polémico Chomsky, pero lo hace acompañado de otros investigadores
como el psicólogo James Mark Baldwin y los neurocientíficos Gerald Edelman y
Giulio Tononi. Estos últimos aportan una renovada teoría de la consciencia animal,
que nos permite recrear el tránsito del cerebro de los grandes simios al de los
humanos. Ellos creen que la consciencia humana consiste en una sucesión de
escenas unitarias e indivisibles formadas mediante una red de interacciones
mutuas y simultáneas de las distintas regiones especializadas de la corteza
cerebral. Estas interconexiones se refuerzan cuando formamos conceptos al
coincidir sus elementos en una escena, tanto en la experiencia como en la
imaginación o la memoria. El camino que hay que reconstruir es el que va desde
la consciencia primaria de los grandes simios antropoides –con cerebros capaces
de formar escenas mentales, pero sin lenguaje– a la consciencia humana.
Igualmente, hay que plantearse el tránsito en la evolución desde la consciencia
primordial de los animales más elementales hasta la de nuestros antepasados
primates. Aquí es donde Sampedro –a diferencia del acontecimiento único y modular
del origen del lenguaje– no ve problema alguno para describir un proceso de
evolución gradual:
La
consciencia primaria, por tanto, puede surgir gradualmente por selección
natural a partir de animales de comportamiento rígido y mecánico. Este
acontecimiento evolutivo no necesitaría una invención neurológica muy radical:
bastaría con que la selección natural favoreciera durante millones de años el
aumento, todo lo gradual que se quiera, del número de conexiones que
intercambian los especialistas del córtex. (SAMPEDRO, 2002.)
Ya
hemos llegado a la consciencia primaria de nuestros parientes primates, ahora
falta explicar el gran salto a la consciencia humana. Según Edelman:
[…] La
consciencia primaria –la capacidad de generar una escena mental en la que una
gran cantidad de información diversa se integra con el objetivo de organizar el
comportamiento presente e inmediato– se da en animales con estructuras
cerebrales similares a las nuestras. Esos animales parecen capaces de construir
una escena mental, pero, a diferencia de nosotros, tienen unas capacidades
semánticas o simbólicas muy limitadas, y carecen de verdadero lenguaje. (EDELMAN
Y TONONI, 2002.)
Por su
parte, Sampedro intenta explicar este salto a partir de la teoría de la
consciencia primaria de los dos neurocientíficos, los conceptos y sus
conexiones ya existían antes que las palabras:
Las
primeras palabras no inventaron conceptos: se limitaron a describir los conceptos
anteriores al lenguaje, sobre todo los más comunes o importantes: los conceptos
generados por la consciencia primaria de un mono. (SAMPEDRO, 2002.)
Pero, ¿cómo
explicamos el salto de la consciencia primaria de nuestros antepasados (monos antropoides)
a la consciencia humana, con un cerebro mucho más desarrollado? Sampedro lo ve
así:
Quizá
un Australopithecus pudiera aprender por imitación a asociar unos
cuantos gruñidos con otros tantos estados conscientes (conceptos)
visuales o emocionales. […] Pero lo que va de ahí al órgano del lenguaje innato
demostrado por Chomsky parece aún un abismo insalvable. Ese órgano debe estar
hecho de redes de neuronas con una arquitectura especial innata, es decir,
diseñada por los genes durante el desarrollo del cerebro. ¿Qué tiene que ver
que el Australopithecus pueda aprender unos cuantos gruñidos con
la posterior evolución de los genes que saben hacer una arquitectura
neuronal innata del lenguaje? ¡Qué bien nos vendría Lamarck aquí! Si el
resultado del esfuerzo de un homínido por mejorar sus gruñidos a lo largo de su
vida pudiera imprimirse en los genes de su hijo, dispondríamos de un
poderosísimo mecanismo para la evolución del lenguaje […] Pero el lamarckismo
está prohibido, ¿no? (SAMPEDRO, 2002.)
Sampedro
recurre al denominado efecto Baldwin, que consiste en que lo
aprendido se hace instinto:
[…] cuando
un cerebro es capaz de aprender algo, el resultado de ese aprendizaje acaba,
generaciones después, formando una estructura innata en el cerebro del recién
nacido.
[…] En
términos neuronales, aprender algo no es más que reforzar ciertas conexiones
sinápticas y debilitar otras. Y un dispositivo innato del cerebro no es más que
una serie de conexiones sinápticas reforzadas o debilitadas desde el nacimiento,
sin que medie aprendizaje alguno (o sin que medie mucho). (SAMPEDRO, 2002.)
En
este punto, Sampedro opta por el carácter preadaptativo de la mutación:
Antes
de que existieran coches…, la variabilidad genética natural producía niños que tenían
parte de este trabajo hecho de nacimiento: algunas de esas conexiones
sinápticas reforzadas ya estaban ahí sin necesidad de ningún aprendizaje, por
la más pura y simple casualidad darwiniana: (1) los genes cambian al azar, (2)
los genes afectan a las conexiones sinápticas, y, por tanto, (3) la población
tiene una gama continua y aleatoria de conexiones reforzadas innatas. […] Los
genes, y las arquitecturas neuronales innatas fabricadas por ellos,
permanecerían variando aleatoriamente una generación tras otra, sin que ninguna
fuerza selectiva favoreciera una variante sobre las demás y acabara transformando
la composición genética de la población. (SAMPEDRO, 2002.)
Vemos que
en coherencia con este enfoque acerca de la evolución del cerebro y de la mente
humana mediante un rápido proceso de adaptación al medio, Sampedro –al igual
que Monod– también elude la plasticidad fenotípica frente a un medio moldeador,
y se centra en su papel exclusivamente selector de la variabilidad genética al
azar; aunque, en vez de limitarse solo al gradualismo de las mutaciones
puntuales, apuesta por la evolución de módulos genéticos:
Los
acontecimientos singulares de la evolución suelen ir acompañados de sucesos
modulares en los genomas que los experimentan: incorporaciones de genomas
completos, duplicaciones de sistemas integrados preexistentes, reutilizaciones
de estrategias complejas cuya eficacia ya había sido probada con anterioridad.
(SAMPEDRO, 2002.)
En el
desarrollo del concepto de evolución modular, Sampedro se encuentra con algunos
problemas; uno de los principales es el relativo al origen de la primera célula:
El
surgimiento de la célula eucariota no hizo desaparecer a las bacterias –a los
módulos– que la constituyeron: los descendientes de esos módulos siguen hoy
mismo nadando por ahí. La evolución de Urbilateria no hizo desaparecer a los
metazoos de simetría radial que aportaron a Urbilateria sus módulos, formados
por un gen selector y una batería coherente de genes downstream. Si la
primera bacteria se formó por evolución modular, es decir, por la agregación o
duplicación de subsistemas coherentes más o menos autónomos, yo esperaría
encontrar rastros actuales de esos subsistemas, o al menos una combinación de
ellos que fuera diferente de la omnipresente solución que dio lugar a todos los
seres vivos que existen en la Tierra, incluido el código genético universal en
este planeta. ¿Dónde están esos rastros del pasado modular de la primera célula?
No los hay, que sepamos. (SAMPEDRO, 2002.)
No voy
a abordar de nuevo el interesante problema que aquí plantea Sampedro –en varios
post de este blog explico mi interpretación sobre el origen de la vida y la
eucariogénesis–, tan solo recordar que en el modelo proteocéntrico los primeros
módulos se corresponden con las unidades estructurales básicas o dominios
de las proteínas y, con la posterior conquista del código genético, sus correspondientes exones (ambas estructuras
constituyen el inicio de los DIBE a nivel supramolecular); igualmente, en este
modelo la primera célula sería protocariota (tendría una naturaleza básicamente
eucariota) y de ella surgirían, mediante una actividad de exocitosis vesicular
semejante a la de los actuales exosomas, células acariotas (arqueas y
bacterias) y los virus. Además, en este modelo hay una producción continua de
dominios de información biológica estructural (DIBE), en vez de casos
singulares de evolución modular, y no hay problemas con ningún resto de las
etapas prebióticas del origen de la vida.
En
relación con estos dominios informativos, voy a retroceder a la reflexión de
Sampedro sobre Lamarck y el efecto Baldwin. En su libro, Deconstruyendo
a Darwin, frecuentemente identifica la genuina teoría evolucionista del naturalista
británico con el neodarwinismo de la teoría sintética. Como ya hemos visto en
anteriores post, Darwin propuso una teoría de la herencia compatible con el
enfoque lamarckiano: la pangénesis. Las gémulas –propuestas por Darwin como
mecanismo conector de la peripecia somática con las células sexuales– tienen un
representante real en los exosomas y, además, tenemos la plasticidad fenotípica
como precedente y orientadora de las mutaciones genéticas. Por otra parte, también
es imprecisa la afirmación de que el mecanismo propuesto por Baldwin sea
exclusivo de los animales con cerebro, la relación entre aprendizaje e instinto
no es más que una particularidad epigenética de la más general entre ontogenia
y filogenia. Aquí estamos de nuevo ante el dilema de la prioridad entre
estructura y función: ¿qué fue primero, la estructura acertada o la función
resultante de la interacción necesaria seleccionada? Por una parte, tenemos el
proceso gradual de selección de la consciencia primaria, que aparece en
distintos animales con mayor o menor complejidad; pero, por otro lado, tenemos
el salto evolutivo del surgimiento del lenguaje humano, realizado en muy poco
tiempo, ¿cuál es el motor de este proceso? ¿Las mutaciones genéticas o el
repentino e inagotable incremento de las interacciones entre los homínidos? De acuerdo
con Goethe, en el principio fue la acción.
Eric
R. Kandel (Premio Nobel de Fisiología o Medicina en el año 2000), en su
magnífico libro La nueva biología de la mente, nos dice que Descartes se
equivocaba al pensar que “la mente está separada del cuerpo y funciona con
independencia de él”. Al separar la mente del cerebro, Descartes tenía un
planteamiento dualista, como lo tenía Alfred Wallace –el codescubridor de la
selección natural– que también pensaba lo mismo; pero no así Charles Darwin,
que tenía un pensamiento materialista monista: la mente es un producto del
cerebro, es decir, de la materia en evolución organizada en forma de cerebro.
Otro aspecto importante que debemos tener en cuenta es que la mente no emana
del cerebro sin más, respondiendo a algún tipo de programa genético.
Denominamos mente a una serie de procesos que resultan de la toma activa de
noticias del mundo exterior por el organismo animal, del procesamiento por el
cerebro de los datos percibidos, de las acciones de respuesta y de la
experiencia encadenada en dicho proceso. Así, la mente surge de la interacción,
y de la estructura resultante, entre el organismo animal y su entorno, mediados
por el cerebro. Nuestra mente –en sus diferentes manifestaciones: aprendizaje,
memoria, conciencia, pensamiento…– resulta de la plasticidad funcional y
estructural del cerebro del organismo humano en interacción con su medio. De
esta manera, la fisiología y la anatomía cerebral experimenta modificaciones
que recorren, de abajo arriba, cambios conformacionales en las proteínas
implicadas en las redes de interacciones moleculares intra e intercelulares;
cambios morfológicos en las neuronas y en las células de la glía; y cambios en
la red de comunicaciones entre neuronas, mediante el establecimiento y
reforzamiento de uniones muy precisas entre ellas, denominadas sinapsis. Así
pues, estas se modifican como resultado adaptativo de las interacciones del
organismo frente a su medio. En el límite negativo de la fisiología, la
patología cerebral también se caracteriza por exhibir cambios significativos en
estos tres niveles de organización: supramolecular, celular y de organismo
pluricelular.
Debemos
subrayar que la mente no es solo un producto del cerebro aislado, sino que
resulta de la permanente interacción entre el cerebro y el medio, en continuo
cambio. En este sentido, y ante la complejidad de uno de los productos más
especiales de la mente, la conciencia, resulta pertinente citar la conocida
frase de K. Marx:
No es
la conciencia del hombre la que determina las condiciones materiales de su
existencia, sino estas últimas las que determinan su conciencia.
El
inmunólogo C. Janeway, Jr. parafrasea esta cita para describir la esencia
adaptativa del sistema inmunitario, a saber: la selección de un repertorio
linfocitario que permita, por una parte, discriminar entre lo propio y lo no
propio; y, por otra, que este pueda adquirir una memoria específica frente a lo
ajeno manteniendo una tolerancia frente a lo propio. Así, según Janeway:
No es
el repertorio de receptores T heredado genéticamente el que determina las
interacciones de los linfocitos; sino, por el contrario, las interacciones linfocitarias
(selección positiva y negativa en el timo) las que determinan el repertorio de
linfocitos.
Quiero
resaltar –además del paralelismo entre el sistema inmunitario y nervioso– el
hecho de que aquí la selección natural no responde al criterio de la
reproducción diferencial por las limitaciones de alimento, sino más bien a
mecanismos reguladores como los que hemos visto para la homeostasis, el control
de la división celular o del metabolismo… Pero quizá lo más sorprendente sea
encontrar la esencia de las frases citadas en Lamarck:
No son
los órganos, es decir, la naturaleza y forma de las partes del cuerpo del
animal, lo que ha dado lugar a sus hábitos y facultades especiales, sino que
son, por el contrario, sus hábitos, su modo de vida y su entorno lo que ha
controlado en el curso del tiempo la forma de su cuerpo, el número y estado de
sus órganos y, finalmente, las facultades que posee. (LAMARCK,
2017.)
Sin
entrar en la crítica de otros aspectos de Lamarck, aquí deja claro, en una
relación de causa efecto, la prioridad de la función sobre la estructura, y la
importancia del medio en el proceso de plasticidad somática adaptativa.
En el
caso del origen, naturaleza y evolución del lenguaje estamos ante un ejemplo de
evolución rápida, impulsada por la complejidad creciente de un incipiente medio
social y basada en la exaltación de la plasticidad fenotípica de los tres
niveles de agente vivo implicados: el esfuerzo por utilizar las manos y la
palabra, mediante el que se tiende a universalizar socialmente el medio humano
(nivel animal); el refuerzo de las conexiones sinápticas neuronales (nivel
celular) y la plasticidad conformacional adaptativa de las proteínas implicadas
en el proceso, que sirve de guía selectiva a las mutaciones y recombinaciones
genéticas y a las modificaciones epigenéticas (nivel supramolecular). Igualmente,
y en coherencia con lo anterior, se pone de manifiesto el cambio rápido y la
acumulación de los tres tipos de información biológica: pregenética, basada en
la plasticidad fenotípica en los tres niveles; genética, basada en los cambios
en la información secuencial (seleccionados coherentemente por la información
pregenética) y la epigenética de índole estructural. Hay que tener en cuenta
que en el desarrollo del cerebro están implicados el mismo tipo de genes selectores
(con sus correspondientes cadenas de genes downstream) que los que portan
información para otras zonas del organismo; pero esto no quiere decir que ninguno
de estos genes, denominados selectores, tenga una misión reguladora o diseñadora,
solo actúan como plantillas secuenciales para la síntesis de proteínas
implicadas en procesos fisiológicos de regulación o diseño. De hecho, los genes
selectores están implicados en un esquema regulador similar al del
operón lactosa, y, además, son idénticos e intercambiables entre especies como,
por ejemplo, la mosca de la fruta y los humanos.
Para desbrozar
el problema de la plasticidad fenotípica en los tres niveles de integración
animal, conviene contemplar la evolución del cerebro desde los animales más
primitivos. En esta mirada panorámica son muy importantes las investigaciones
con la babosa marina Aplysia de Kandel, acerca de los refuerzos en las
interconexiones neuronales implicadas en el aprendizaje y la memoria.
La
trama molecular del aprendizaje y la memoria
Hemos
visto que la mente es un producto del cerebro, pero no algo que emana de un
cerebro aislado como resultado directo de algún programa genético, sino como
resultado de la dinámica cerebral que media la interacción entre el organismo
animal y su medio. En esta dinámica –como en cualquier otra interacción entre
el organismo y el entorno– intervienen los niveles de integración
supramolecular, celular y animal; los cuales, en interacción continua con sus
respectivos medios, exaltan la plasticidad fenotípica en los dominios informativos
pregenético, genético y epigenético. En el modelo proteocéntrico propuesto,
dentro del dominio de información conformacional pregenética tenemos las
características esenciales o constitutivas de las proteínas tanto en lo
relativo a la plasticidad proteica específica de estructuras desordenadas
frente a ligandos diversos, como en la propagación de conformaciones por medio
de proteínas tipo prión. Por su parte, la información epigenética, sensu
lato, se corresponde con la exaltación de la plasticidad estructural, bajo
los niveles celular y pluricelular, y el manejo modular de los genes, por las
proteínas, que mantenga el conveniente equilibrio, en cada caso, entre
invariancia y diversidad proteica.
En
coherencia con el modelo propuesto, debemos preguntarnos ¿cómo se forma, se
almacena y se recupera la memoria en el cerebro? Los neurobiólogos constatan
que actualmente existe un vacío abismal entre el conocimiento de regiones
claves del cerebro asociadas a determinadas funciones y el conocimiento de los
potenciales mecanismos moleculares que intentan explicarlas. A este respecto,
una importante fuente de conocimiento podría generarse desde la correlación de
las diferencias genéticas (generalmente pocas) y, sobre todo, epigenéticas de
los grandes tipos animales con las anatómicas cerebrales de los mismos tipos, a
lo largo de la filogenia. No obstante, se sabe que muchas moléculas iguales
están implicadas en los dos principales tipos de memoria, declarativa y no
declarativa; y en especies muy variadas, como la babosa marina, la mosca de la
fruta y algunos roedores. Así pues, parece que la maquinaria molecular para la
memoria ha sido ampliamente conservada en la evolución. Santiago Ramón y Cajal
proponía que la memoria debe implicar el fortalecimiento o refuerzo de las
conexiones neuronales; y en los trabajos de Eric Kandel con la babosa marina
Aplysia se observa que la experiencia modifica las sinapsis y permite la
adaptación a los cambios ambientales; resaltando, una vez más, que la función
es prioritaria a la estructura y le da coherencia. Igualmente, las lesiones y
las enfermedades también modifican las conexiones neuronales (Kandel, 2019).
La
memoria explícita o declarativa supone la capacidad consciente de recordar
hechos y acontecimientos. Está relacionada con la región medial del lóbulo
temporal, que incluye el hipocampo. Por su parte, la memoria implícita o no
declarativa tiene que ver con habilidades motoras ejecutadas automáticamente
(andar, montar en bicicleta, usar la gramática, etc.) de forma inconsciente.
Está relacionada con regiones del cerebro que responden a estímulos, como la
amígdala, cerebelo y los ganglios basales. La unidad funcional y estructural
más elemental implicada en la memoria implícita es el arco reflejo asociado a
un acto reflejo, y constituye la base del aprendizaje asociativo –descubierto
por Ivan Pavlov– relacionado con los estímulos condicionados. Para Pavlov, el
aprendizaje implicaba una asociación entre los estímulos externos y el
comportamiento. Queda claro, pues, que el aprendizaje y la memoria se
sostienen, en parte, en el medio, y no sólo como toma de noticia consciente de
lo que ocurre a nuestro alrededor, sino también como reflejo condicionado
inconsciente. La trama de la memoria no es sólo cerebral, y mucho menos la
expresión de un programa genético.
Kandel
subraya que la memoria no es una función unitaria, distintos tipos de memoria
se procesan de forma diferente y se almacenan en distintas regiones del
cerebro. Pero, tanto la memoria explícita como la implícita se pueden almacenar
a corto plazo, durante unos minutos, o a largo plazo, durante días, semanas e
incluso más tiempo. La memoria a corto plazo implica modificaciones químicas
que fortalecen las sinapsis. La memoria a largo plazo requiere síntesis de
proteínas diversas –entre otras, priones–, y, probablemente, la construcción de
nuevas sinapsis. La potenciación a largo plazo (LTP) es un tipo de refuerzo
sináptico en el hipocampo, y hay un amplio consenso en considerar este mecanismo
como una de las probables bases fisiológicas de la memoria. Además de los
priones, algunas proteínas –que también destacan por su plasticidad e
información conformacional–, pertenecientes a la familia de las denominadas
proteínas intrínsecamente desordenadas o desestructuradas (IDP o IUP) también
participan en la adquisición de memoria a largo plazo; como, por ejemplo, TAD
(CREB transactivator domain) que actúa sobre un grupo de proteínas –conocido
como CREB (cAMP response element binding protein)– que resultan esenciales para
la activación de la expresión génica necesaria para la conversión de la memoria
a corto plazo en memoria a largo plazo. En este sentido, también se han
relacionado determinados neuropéptidos con la diversidad de las células
cerebrales y con la diversidad de las sinapsis.
Por otra parte, y contradiciendo la creencia de la ausencia de
neurogénesis en el cerebro adulto, el hipocampo es una fuente de nuevas
neuronas a lo largo de la vida del animal.
En
esta panorámica del conocimiento actual sobre el aprendizaje y la memoria
animal, antes de abordar directamente los mecanismos moleculares
específicamente neurológicos, puede ser conveniente plantear ¿cuáles son los
mecanismos moleculares generales de la adaptación biológica al medio? Para
ello, y dentro del marco general del modelo proteocéntrico propuesto, debemos
intentar entender cómo se genera la información conformacional en las
proteínas, esto es, ¿cómo se produce la dinámica conformacional de las
proteínas en la interacción funcional con sus ligandos? Además, como acabamos
de ver, los mecanismos moleculares básicos, implicados en la memoria, están muy
conservados a lo largo de la evolución; e incluso me atrevería a proponer que,
en lo esencial, estos mecanismos adaptativos responden a una misma lógica desde
las etapas prebióticas del origen de la vida.
En este
momento, debió seleccionarse el juego entre dos tipos de estructuras dentro de
los polipéptidos proteinoides que se formaron al azar en la sopa primordial, a
saber: las estructuras hidrofílicas desordenadas, con su capacidad de unión por
ajuste inducido a diferentes ligandos moleculares; y las estructuras
hidrofóbicas compactas, con su capacidad para empaquetarse con otras
estructuras proteicas propagando sus conformaciones. Las hidrofílicas, que son más
desordenadas y plásticas, pueden cambiar a un tipo de estructura más ordenada
bajo la acción de las hidrofóbicas compactas, tanto las de la propia proteína como
las de otra. Esto es lo que ocurre con los priones-conformones, que pueden propagar
su conformación β a otras proteínas; transformando, así, las conformaciones α, de proteínas de secuencia igual o similar, a
β. Los conformones actuarían como selectores y propagadores de proteinoides
termales desestructurados y poco específicos, merced a un código
conformacional. Así, durante la etapa de evolución química prebiótica los
proteinoides pregenéticos y desestructurados debieron moldearse y seleccionarse
por interacción directa con el medio, y con el concurso de proteinoides de tipo
prión (conformones) –caracterizados por su capacidad para propagar sus
conformaciones– lograr establecer una línea de evolución conformacional
adaptativa.
Los
priones-conformones y las proteínas de choque térmico (HSP), entre las que se
encuentran los chaperones y las chaperoninas, son proteínas que despliegan una
gran cantidad de información conformacional. Aunque disponen de porciones,
mayores o menores, de estructura desordenada que les permite cierta plasticidad
en sus interacciones con otras moléculas; su modo de actuación se apoya
fuertemente en sus respectivos núcleos hidrofóbicos, ejerciendo un papel
opuesto sobre otras proteínas: los priones-conformones inducen el cambio
conformacional y las HSP contribuyen a mantener la conformación correcta, como,
por ejemplo, los chaperones en el plegamiento y acompañamiento de los
polipéptidos recién sintetizados.
Se
conocen múltiples procesos biológicos donde los priones-conformones actúan
junto a las HSP seleccionando y propagando información conformacional. Así, la
proteína de choque térmico Hsp90, además de chaperón, puede actuar también como
acumulador o condensador molecular (capacitor), que le permite mantener ocultas
las posibles conformaciones proteicas de una determinada cantidad de mutaciones
del genoma, mediante la conservación de las estructuras previas a las
mutaciones. En situaciones de estrés celular abandona su función de
conservación conformacional y libera bruscamente los fenotipos proteicos
acordes a las mutaciones. Estos fenómenos proporcionan el primer mecanismo
molecular plausible para que una célula responda a su ambiente con un cambio
fenotípico heredable. Igualmente, algunas proteínas priónicas asistidas por
chaperones pueden adoptar dos isoformas, una de las cuales puede ser capaz de
propagar y amplificar su malformación actuando como un molde sobre las
isoformas normales.
En
este sentido, mecanismos similares de estabilización de la isoforma formadora
de oligómeros dentro de proteínas de tipo prión-conformón, en la mosca de la
fruta, pueden estar implicados en la memoria a largo plazo (LTP). La acumulación de estas isoformas podría
ayudar a formar o estabilizar la memoria a largo plazo, mediante la creación de
grupos de proteínas de larga vida en las sinapsis.
Igualmente,
se han identificado en plantas alrededor de unas 500 proteínas candidatas a
presentar un comportamiento priónico, que están implicadas en fenómenos de
adaptación al ambiente a largo plazo. Generan, así, un tipo de memoria
conformacional de las condiciones ambientales, transmisible de generación en
generación.
En los
últimos años del siglo XX, se ha visto que muchas proteínas de eucariotas exhiben
una porción mayor o menor de estructura desordenada, son las denominadas
proteínas intrínsecamente desordenadas o desestructuradas (IDP o IUP) que
pueden adquirir una estructura terciaria estable cuando se unen de forma poco
específica a diversos ligandos, que van desde pequeñas a grandes moléculas,
como, por ejemplo, otras proteínas o ácidos nucleicos. Así, se supedita la
estructura a las posibles funciones previas (la interacción con uno de varios
ligandos posibles) o a procesos adaptativos frente a cambios ambientales,
produciendo una información biológica conformacional. Esta también puede
establecerse –en coherencia con un medio ambiente mantenido– como un tipo de
herencia conformacional. Conviene subrayar la importancia funcional de las IDP,
ya que intervienen como reguladoras en procesos celulares clave, tales como
transcripción, traducción, transducción de señales y ciclo celular; así como en
muchos procesos de adaptación molecular.
Las
IDP no presentan un núcleo (core) hidrofóbico; y en ellas, además, predominan
los aminoácidos hidrofílicos sobre los hidrofóbicos, lo que facilita la unión
con diferentes ligandos, mediante ajuste inducido, en entornos acuosos. Las IDP
reconocen a su ligando en un proceso de coplegamiento o plegamiento sinérgico.
Este proceso presentaría una analogía estructural con los intermediarios de
plegamiento de las proteínas globulares, que van desde el estado desplegado de
ovillo al azar al plegamiento globular, pasando por el glóbulo prefundido y
fundido (molten globule). Por todo ello, es posible que su funcionalidad en la
célula precise del concurso de otras proteínas (como las HSP-chaperones y los
conformones) que poseen tanto alguna región desestructurada como un potente
núcleo hidrofóbico (core), que les proporciona estabilidad y capacidad de
modificar a otras proteínas. Esta acción conjunta de los tres tipos de
proteínas puede estar implicada en los principales procesos celulares y etapas
biológicas, desde el origen de la vida, es decir: en la ontogenia, en la
filogenia y en la fisiología celular. En la etapa prebiótica (anterior al
código genético), pudo establecerse una relación de coevolución molecular entre
los conformones y los proteinoides desordenados primitivos. El posible fruto de
esa relación sería la selección pregenética de las características propias o
esenciales de los dominios funcionales y estructurales de las principales
familias proteicas (los primeros DIBE). Estos se definen tanto por sus núcleos
hidrofóbicos –que determinan sus conformaciones de empaquetamiento– como por
sus periferias hidrofílicas, que determinan fundamentalmente la especificidad,
esto es, la capacidad de unión a ligandos específicos. Por poner un ejemplo,
que ya hemos visto anteriormente, en la superfamilia de las inmunoglobulinas
todos los anticuerpos tienen la misma estructura básica en sus dominios, pero
los dominios variables portan unos lazos hipervariables que constituyen las
tres regiones determinantes de la complementariedad (CDR 1, 2 y 3), y estas
sufren cambios en el transcurso de la respuesta primaria a la secundaria frente
al antígeno, de los que resulta una maduración de la afinidad. Se pasa, así, de
un mecanismo de ajuste inducido a otro de llave-cerradura.
Este
mecanismo pregenético de información y herencia conformacional de las proteínas
pudo evolucionar conjuntamente, en la etapa prebiótica, con la información conformacional
del ARN, y como resultado de esta coevolución se formó el código genético. Así,
en este modelo proteocéntrico, la primera célula tendría una naturaleza
esencialmente eucariota, básicamente una arquea similar a un núcleo, con un
metabolismo elemental limitado a la producción de proteínas y una fisiología
centrada en el tránsito de información externa, de la membrana celular al
núcleo (rutas de transducción de señales), y de respuesta adaptativa interna,
del núcleo a la membrana celular. En el inicio y en el final de ambas rutas
informativas debe estar presente la triada formada por IDP, HSP-chaperones y
conformones. En este sentido, parece que tanto los priones-conformones como las
IDP están solo, o principalmente, presentes en los eucariotas, lo que
reforzaría esta hipótesis. Además, este flujo de información entre el primordio
de célula eucariota (que denomino protocariota) y el medio externo, iría
reforzado por una continua y contingente producción de vesículas de exocitosis
semejantes a los actuales exosomas (cargadas, al azar, de proteínas y ácidos
nucleicos) que, sin propósito alguno, colonizarían el medio exterior, e
interiorizarían y seleccionarían partes de su metabolismo mineral
abiótico. Muchas de estas vesículas estarían abocadas a volver, por
endocitosis, a las células protocariotas. De esta manera, se iría haciendo,
lentamente y de forma exógena, el metabolismo energético. Así, en este modelo
proteocéntrico –con este continuo baile de exocitosis y endocitosis– se
formarían tanto los eucariotas como todos los acariotas (entidades sin núcleo
definido): el resto de las arqueas, las bacterias y los virus. En este sentido, resulta interesante el que
las regiones desestructuradas (características de eucariotas) no tengan
actividad enzimática. Las enzimas específicas pudieron formarse, en la etapa
genética, aumentando paulatinamente la afinidad desde reconocimientos de ajuste
inducido a mecanismos del tipo llave-cerradura. Además, en el interior de las
vesículas de exocitosis, tanto el material genético como las proteínas
resultantes –ambos producidos de forma contingente, y necesaria, por la
maquinaria nuclear que había iniciado su andadura– pueden seleccionarse, sin
problemas de coherencia funcional, en su encuentro con el premetabolismo mineral
exterior. Algunas de estas vesículas alcanzarían la vida libre como acariotas,
y otras volverían por endocitosis a la célula protocariota, proporcionando,
así, los nutrientes necesarios. En algunos casos, se podrían establecer relaciones
de endosimbiosis, integrando, así, el metabolismo exógeno conquistado. Es muy
probable que se estableciese una línea evolutiva de endosimbiosis que, en vez
de ser un hecho puntual, puede continuar actualmente en determinados ambientes.
Así, el inicio del metabolismo energético eucariota sería por integración
funcional, en una línea evolutiva de endosimbiosis sucesivas, de un metabolismo
acariota exógeno.
Por
otra parte, en apoyo de este modelo de adaptación pregenética –basado en la
plasticidad conformacional de IDP, HSP-chaperones y conformones– está que las
IDP suelen estar en el centro de redes proteícas que conectan rutas reguladoras
y de señalización celular. Esto resulta coherente con la hipótesis planteada
que las situaría (junto con los otros dos elementos de la triada) en el
comienzo y en el fin de las rutas informativas, de la membrana al núcleo y
viceversa. En este modelo general de la adaptación de las proteínas al medio
–como hemos visto en la maduración de los anticuerpos–, las proteínas más
plásticas estarían en los extremos de las rutas (principio y final), y las
menos plásticas hacia el centro. Lógicamente, en el caso de que las rutas se
entrelacen formando redes, el punto de conexión coincide con los extremos
previos. El crecimiento, la evolución de estas rutas, sería orgánico (por
intususcepción) desde los extremos hacia el centro, mediante duplicación génica
y la consiguiente modificación mejorada del gen de la proteína anterior por
selección conformacional. Es posible que, en general, se vaya pasando desde los
extremos, más plásticos, hacia el centro, más específico, cambiando
reconocimientos del tipo ajuste inducido por otros tipo llave-cerradura, con
aumento de la afinidad. Igualmente, muchas rutas de transducción de señales son
idénticas en su parte central y sólo varían en el inicio y en el final, con
proteínas más plásticas, sobre todo en las que se sitúan en la membrana celular
enfrentándose con los cambios del medio exterior. El cambio genético –por el
que se puede pasar de la plasticidad proteica del ajuste inducido al
reconocimiento tipo llave-cerradura– no puede ser tan rápido en la evolución en
general como lo es en la producción de anticuerpos. Además de que el sistema
inmunitario posee un sistema muy sofisticado y singular de generación de
diversidad para el reconocimiento antigénico, los anticuerpos son proteínas que
circulan libremente por los humores del organismo, y en las que los cambios que
afectan a sus regiones hipervariables solo están implicados en la unión al
antígeno, y no a su integración en complejos multiproteicos.
La
evolución del común de las proteínas es más lenta y coherente con la
funcionalidad general del sistema en el que estén integradas. En este sentido,
ante las nuevas exigencias funcionales, las proteínas tensionarán su
plasticidad conformacional al máximo –y, con la participación de las
HSP-chaperones, incluso evitaran la manifestación fenotípica de algunas
mutaciones favorables a esa nueva tendencia estructural–, hasta que, en algún
momento de estrés importante, las HSP-chaperones liberen los fenotipos proteicos
(productos de las mutaciones acumuladas), que, así, serán seleccionados por la
coherencia funcional del conjunto. Por otra parte, las IDP intervienen en
muchas funciones de evidente implicación epigenética: metilaciones,
acetilaciones, glicosilaciones, fosforilaciones, factores de transcripción,
regulación de la transcripción y traducción, histonas, aminoacil-ARNt
sintetasas, ensamblaje de grandes complejos proteicos, ribosoma, citoesqueleto,
etc. Los polipéptidos desestructurados actúan como chaperones y proteínas HSP,
y también forman parte de esta familia de proteínas, lo cual confirmaría la
relación funcional ancestral de las HSP-chaperones con las IDP y
priones-conformones; por lo que es probable que las HSP-chaperones surgieran
como una familia proteica con características funcionales y estructurales
intermedias entre las otras dos.
Las
IDP parecen ser más ubicuas en la fisiología celular que los conformones. Al
contrario de lo que suele ser el razonamiento habitual, esto no implica
necesariamente una antigüedad mayor de las IDP, sino que las propiedades de las
IDP constituyen la esencia de la especificidad proteica y de la adaptación al
medio, sobre la base de la plasticidad de unión a múltiples ligandos. Esta
plasticidad de unión descansa sobre los abundantes residuos hidrofílicos de
estas proteínas. Por su parte, los conformones tendrían un papel fundamental en
el origen de la vida como selectores y propagadores de información
conformacional, merced a su núcleo hidrofóbico. Este papel es fundamental en el
establecimiento de las principales familias proteicas, definidas por su conformación
de plegamiento. Las IDP estarían implicadas en el establecimiento de las
diferentes funciones específicas de estas familias.
En
cualquier caso, convendría realizar una jerarquía de las proteínas por su
ubicación, plasticidad y funcionalidad; es decir, habría que establecer una
filogenia funcional-estructural de los principales sistemas y subsistemas de la
célula eucariota, teniendo en cuenta las proteínas más plásticas y
multifuncionales primero y las más específicas después; en el supuesto de que
las proteínas más plásticas estarán en el inicio funcional de cada sistema en
la ontogénesis, en la filogénesis y en la fisiología. Así, en las células, las
proteínas más plásticas estarán en la membrana –en interacción con el medio–, y
las rutas que llevan información hacia el núcleo (segundos mensajeros y
transducción de señales; rutas epigenéticas...) estarán automatizadas y serán
universales. Solo variará la entrada de información del exterior y la llegada
de información al efector final de la ruta interior.
¿Contingencia
o teleología?
En
algunos capítulos de este libro, hemos visto la diferente forma de enfrentarse
al problema de la teleología que tienen personajes legendarios como Jacob y
Monod: dos científicos unidos por el trabajo experimental –que les valió el
Premio Nobel–, pero también ambos con ideología marxista e implicados en una
dura y arriesgada lucha en la resistencia francesa contra la invasión nazi.
Siempre me ha sorprendido que en sus dos principales libros (ambos de 1970, y
citados en la bibliografía de este texto) no se mencionen en sus respectivas interpretaciones
sobre la filosofía de la naturaleza viva. Son curiosas las derivas
intelectuales, pero Jacob con una terminología menos alambicada que la de
Monod, aun centrado en el programa genético, se abre a ciertas consideraciones
frente al reduccionismo molecular: la evolución chapucera a partir de
estructuras previas, el papel del medioambiente, la integración creciente y la
contingencia. Respecto a este concepto, en la última página de su libro La
lógica de lo viviente, nos dice:
La
unidad de explicación se sustenta hoy en la contingencia. En los organismos,
sin embargo, los efectos del azar se compensan inmediatamente por las
necesidades de la adaptación, de la reproducción, de la selección natural, lo
que conduce a una paradoja. En el mundo inanimado puede predecirse
estadísticamente con precisión el azar de los sucesos. En los seres vivos, por
el contrario, indisolublemente ligados a una historia que desconocemos en sus
detalles, las desviaciones introducidas por la selección natural impiden toda
predicción. ¿Cómo puede preverse la aparición y expansión de ciertas formas
vivas y no otras? ¿Cómo predecir el final precipitado de los grandes reptiles
de la era secundaria y el triunfo inminente de los mamíferos? (JACOB, 2014.)
Mientras
escribía este y otros post anteriores –y dándole vueltas a prioridades y antónimos–
me asaltaba con frecuencia la paradoja acerca del carácter necesario de la vida
–como nivel de integración material en determinados rincones del universo que
reúnan ciertas condiciones (probabilidad uno)– frente a la posibilidad
contingente, altamente improbable (probabilidad casi cero), pero real, de cada
ser vivo de los que poblamos la Tierra en algún momento, con una configuración de
información material única. Poco a poco, esta paradoja fue adquiriendo
importancia porque en ella cristalizaba el meollo del problema relativo al
origen, naturaleza y evolución de la vida. En mi mente aparecían dos escenarios
posibles con el mismo final: la realidad que conocemos. Ambas escenas partían de
los estados iniciales del Big Bang –un universo naciente de altísima temperatura
y densidad material que, según se iba enfriando, propiciaba las interacciones
entre partículas con integración creciente– y, como en una película acelerada, desde
ese minúsculo plasma primordial estallaba una tormenta de luces y formas hasta aparecer
el universo actual, con nuestro sistema solar y la vida en la Tierra. Pero, ¿cómo
ha sido el proceso de evolución cósmica para llegar a esta realidad? ¿Qué
modelo evolutivo nos permitiría entender mejor el proceso del surgimiento de la
vida terrestre?
En el paradigma
actual, magistralmente plasmado en el libro de Monod El azar y la necesidad,
el juego del azar conduce a un acierto en la ruleta cósmica –lo que lógicamente
(incluso, podríamos decir teleológicamente) supone una existencia previa y una
fórmula o clave informativa que acertar–; seguido de una información secuencial,
o mensaje invariante que nos lleva a unas estructuras y performances
teleonómicas, consideradas más un logro o ejecución conseguida que una función.
Estas estructuras y performances acertadas logran satisfacer las necesidades
vitales, también finalistas. Aquí la prioridad o precedencia es: invariancia
reproductiva, estructuras y performances teleonómicas.
Por el
contrario, en el modelo de la necesidad y la contingencia, aquí expuesto,
la evolución cósmica aparece como resultado de las incesantes interacciones de
la materia y la energía que se inician en el Big Bang y, en algunos rincones, dibujan
la vida como una estela. Aquí, la necesidad es primero imperativa –atendiendo a
la causalidad de las interacciones materiales, según las leyes naturales
implicadas– y luego funcional, por la selección medioambiental contingente de
las estructuras informativas que resultan de las interacciones. Estas estructuras
propenden a la integración y combinación formando organismos y dominios de
información biológica estructural (DIBE). En este modelo la prioridad es: necesidad
imperativa, selección contingente funcional, dominios de información biológica
estructural.
Si lo
contrario de lo contingente es lo necesario, ¿sería la teleología, en su consideración
de finalidad necesaria universal, lo contrario de la contingencia? Como ya
vimos en el apartado En el principio fue la acción del capítulo 8, los
dos modelos aquí expuestos pueden ilustrarse con un experimento mental. Al
igual que hicimos cuando intentamos visualizar la explosión de materia desde el
Big Bang hasta la realidad actual, imaginemos una escena a partir de nuestros
monos ancestrales, y con ellos intentemos recrear dos posibles maneras de
llegar a escribir todos los libros producidos por la humanidad. Teniendo como
referencia lo escrito en el capítulo 8, recordemos que en el modelo del azar dispondríamos
de muchos monos aporreando teclas de ordenadores para producir escritos…
los monos pueden seguir escribiendo en el mismo ordenador sobre el mismo escrito,
o en otros ordenadores con nuevos textos… es difícil calcular cuánto
tiempo necesitarían los monos en conseguirlo, pero podemos aventurar que mucho.
Por el contrario, el modelo de la contingencia es compatible con el de la
evolución de los homínidos a los humanos, con la adquisición del lenguaje y la consiguiente
cerebralización, la conquista del medio humano social y la evolución cultural
con todos los avances en la comunicación escrita… y todas las contingencias
históricas que han llevado a Homero, Cervantes, Darwin… y a todos y cada uno de
los autores que han escrito el acervo de libros atesorados por la humanidad, en
muy poco tiempo, sin determinismo ni propósito alguno. Todos los escritores y
sus obras, pero también todos los humanos y sus particulares historias, aún más,
todos los seres vivos que han existido en el planeta Tierra son contingentes: posibles,
pero no necesarios; tan posibles e innecesarios como los que resultarían de otras
infinitas combinaciones de genes e interacciones desde el origen de la vida…
cada individuo con una probabilidad cero de existir en un planeta donde las
condiciones fisicoquímicas conceden una probabilidad uno a la vida.
En el
Cosmos infinito se pueden dar todas las contingencias posibles, pero no todas a
la vez.
BIBLIOGRAFÍA
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