ÁTOMOS,
VACÍO Y DIFRACCIÓN DE RAYOS X
Hacia
el secreto de la vida, a hombros de gigantes
“Hemos
descubierto el secreto de la vida…” Un excitado joven proclama a los cuatro
vientos que, junto a Jim, su compañero de investigaciones, habían logrado
desentrañar un misterio largamente velado a la humanidad. Ambos iban a comer al
Pub Eagle, próximo a su laboratorio de Cambridge, y, nada más entrar, Francis no
puede reprimir su alegría, y se lanza a contar que habían descubierto la
estructura del ácido desoxirribonucleico (ADN), y con ello el secreto de la
vida. Jim, era James Dewey Watson, un genetista estadounidense que había
formado una curiosa pareja de investigación con el británico Francis Harry
Compton Crick… Con algunas notables diferencias, a ambos les unía una gran
ambición por poder tener acceso al conocimiento y sus fuentes. En este sentido,
resulta significativo que Watson comenzara su famoso libro La doble hélice
(1968) diciendo «Nunca he visto actuar a Francis Crick con modestia». Por su
parte, Crick, en su libro Qué loco propósito (1988) hace un comentario sobre
su sorpresa por la excesiva motivación en el camino hacia el Nobel que Watson
revela en La doble hélice. Pero, anécdotas aparte, y parafraseando a
Newton, ¿a lomos de qué gigantes llegaron Watson y Crick a desentrañar el
secreto de la vida?, y, también, ¿de qué instrumentos científicos, técnicos y
personales se sirvieron para cumplir su propósito?
En ese
largo camino de ideas, conceptos y técnicas instrumentales hubo muchos gigantes
(algunos lejanos y otros muy próximos en el tiempo) sobre cuyos lomos se
auparon Watson y Crick para proponer un preciso modelo atómico molecular de la
estructura del ADN.
Sin lugar
a dudas, esta historia de influencias comienza en Jonia con dos filósofos
materialistas: Demócrito y su maestro Leucipo. Demócrito de Abdera expone un
pensamiento muy próximo al de la mejor ciencia actual: “Nada existe, aparte de los
átomos y el vacío”. “Los átomos constituyen el ser, poseen movimiento
propio y espontáneo en todas las direcciones y chocan entre sí. El vacío o no
ser separa los átomos y permite su desplazamiento”. Demócrito era un
filósofo materialista: para él todo se podía entender objetivamente como
propiedades de la materia en constante interacción dinámica, incluso
producciones de la mente como la percepción, las sensaciones y el pensamiento.
No hay ningún fenómeno natural inteligente ni finalista; los movimientos de la
materia y sus choques son resultado del azar y la necesidad.
Mientras la filosofía se plantea ¿por qué las cosas son?, la ciencia aborda
principalmente el modo de ser de la realidad material, ¿cómo son las cosas?
Aunque esta formulación de principios parece poner algunos límites claros entre
estas dos fuentes del conocimiento racional, iremos viendo que las ideas y los
conceptos de ambas se entremezclan permanentemente. De esta forma y
paulatinamente, a medida que aumenta el ámbito y la experiencia del análisis
del mundo material, muchas de las ideas filosóficas iniciales se van
transformando en conceptos científicos. Por su parte, los científicos siempre
van a enmarcar los nuevos hechos con teorías previas, preñadas de ideas y
conceptos.
De
la idea y el concepto a la técnica instrumental
Si nos situamos más allá del origen del universo, las preguntas anteriores caen
actualmente en el ámbito de la metafísica, aunque es posible que en un futuro
no muy lejano se amplíe el ámbito de actuación de los científicos, y que algunos
planteamientos de esta se constituyan en física, como ha ido pasando
repetidamente con muchas ideas desde los griegos hasta la actualidad. Así, la
teoría atómica pasa de la idea inicial de átomo de filósofos clásicos, como
Demócrito y Leucipo, al concepto experimental de este desde el siglo XIX, en la
explicación del comportamiento de la materia en los fenómenos y las leyes de la
química y de la física nuclear: ley de conservación de la materia; teoría
atómica de Dalton; hipótesis atómico molecular de Avogadro; tabla periódica de
los elementos, de Mendeléyev; modelo atómico de Rutherford; modelo atómico de Bohr;
modelo atómico de Sommerfeld; modelo de Schrödinger; modelo de Dirac… Todos
estos modelos y algunos posteriores incorporaron ideas provenientes de las teorías
de la relatividad y de la física cuántica…
Paulatinamente, el avance del conocimiento científico logró eliminar
subjetividades del concepto de átomo hasta hacerlo objeto directo de estudio y
utilización aplicando técnicas instrumentales fisicoquímicas, como las
relacionadas con la difracción de rayos X y la microscopía electrónica, entre
otras. Con estas técnicas instrumentales se ha llegado al abordaje de problemas
relativos a los seres vivos, como el de la base molecular de su información,
que son de un nivel de complejidad superior. El análisis por difracción de
rayos X de la estructura molecular de proteínas y ácidos nucleicos nos permite
conocer la disposición exacta de sus átomos constituyentes. Pero se trata de
una técnica difícil que no nos ofrece una foto, sino unas complejas imágenes de
patrones de difracción que hay que explicar.
En 1895, Wilhelm Röntgen (Premio
Nobel de Física en 1901) descubrió casualmente una radiación desconocida hasta
entonces, y que por ello denominó rayos X, que era capaz de atravesar casi
todas las sustancias. Inicialmente, esta radiación se asoció a partículas con
una determinada energía. Posteriormente, el estudio de los rayos X como ondas propició
la creación de una nueva técnica instrumental, la difracción de rayos X, de la
mano de Max von Laue (Premio Nobel de Física en 1914, quien razonó que los rayos
X podían ser difractados al interaccionar con átomos que se encuentran a una
distancia parecida a la longitud de onda de la radiación emitida. Además, si
los átomos forman parte de moléculas cristalizadas (con una estructura espacial
ordenada), la difracción podía ser interpretada al recogerse sus reflexiones en
una placa fotográfica. Se obtenía, así, un patrón de difracción o difractograma
que ofrecía información de la estructura atómica del cristal. Fueron dos
británicos, padre e hijo, William Henry Bragg y William Lawrence Bragg (Premios
Nobel de Física en 1915), los pioneros en la utilización de la técnica de
cristalografía de rayos X para, mediante la interpretación de los difractogramas
obtenidos, calcular las distancias entre los átomos de macromoléculas biológicas
(como las proteínas o el ADN) y, así, determinar su estructura tridimensional.
La interpretación es siempre un paso fundamental en el camino de la
ciencia, y puede ser más o menos física según nuestro grado de proximidad al
objeto de estudio. Así, por ejemplo, en la historia de la determinación de la
estructura del ADN, el ingente trabajo de Chargaff sobre la composición química
de esta macromolécula reveló que todas las analizadas tenían igual cantidad de
adenina que de timina, y lo mismo ocurría con la citosina respecto a la
guanina. Pero, además, para resolver este gigantesco problema estructural también
fue preciso el análisis cristalográfico. Este fue dilucidado con gran esfuerzo
y rigor científico por Rosalind Franklin principalmente, que trabajaba con
Maurice Wilkins. La célebre fotografía 51 de los patrones de difracción de
rayos X de las fibras de ADN –“alguna de las fotografías por rayos X más
hermosas”, en palabras de J. D. Bernal (uno de los primeros discípulos de los
Bragg)–, obtenida por la investigadora, fue entregada (junto con otros datos)
por Wilkins a James D. Watson. Este perseguía con Francis H. Crick esta
estructura; para ello, unieron este conocimiento fisicoquímico con los datos de
Chargaff y propusieron un modelo molecular teórico del ADN.
En esta historia dos científicos, entre otros, resultaron especialmente
perjudicados: la principal fue Rosalind Franklin, que como mujer fue ninguneada
por algunos de los hombres que trabajaban alrededor de ella, y terminó trasladándose
al laboratorio de Bernal en Londres. El otro fue el gran Linus Pauling que –por
motivos políticos– no pudo viajar a Inglaterra para participar en las reuniones
donde se discutían los datos cristalográficos. Más tarde, Watson comentó al
respecto de la posibilidad de que Pauling hubiese podido asistir a los
seminarios del King´s College y ver la fotografía 51: “a más tardar en una
semana, Linus tendría la estructura”. También posteriormente reconoció el
enorme mérito de Franklin, que fallecida prematuramente no pudo ser candidata
al Nobel.
Por una parte, hemos visto el arduo trabajo experimental físico y químico,
de Franklin y Chargaff, con el que se consiguieron datos muy valiosos y bien
establecidos, imprescindibles para determinar la estructura del ADN. El rigor
de las técnicas instrumentales que aplicaban no admitía dudas en estos
dominios. Pero al adentrarse en los problemas biológicos se amplía notablemente
el campo de la interpretación. Aquí es donde la astucia –quizá reprobable– para
conseguir los datos se une a la audacia para interpretarlos. Eso fue lo que
hicieron Watson y Crick, con la colaboración de Wilkins y de espaldas a
Franklin.
La imagen de la doble hélice fue la piedra sillar sobre la que se edificó
la biología molecular. Al fin, la herencia particulada de Mendel y sus leyes
tenían una sólida base química; sin embargo, de nuevo, las relaciones
moleculares (de código genético) que se fueron descubriendo entre ADN, ARN y
proteínas admitían más de una interpretación. Lo realmente establecido es que
los genes son fragmentos de ADN que portan información para la formación de un
polipéptido. En una de las posibles interpretaciones, el denominado dogma
central de la biología molecular (DCBM) dicta que la información genética va
unidireccionalmente de la secuencia de bases del ADN a la del ARNm, y de esta a
la de aminoácidos de un polipéptido. Así, la información secuencial de este
último determinaría su estructura tridimensional y su función: una secuencia,
una estructura y una función. Este es el paradigma genocéntrico de la biología
molecular, donde la estructura es prioritaria a la función.
Pero también es posible una interpretación funcional donde la información
genética secuencial esté rodeada de la información conformacional de las
proteínas –tanto pregenética como epigenética– en su plasticidad intrínseca
adaptativa frente al medio ambiente molecular.
Con la teoría atómica hemos visto el avance del conocimiento científico
desde las ideas metafísicas hasta el análisis y la utilización directa de los
átomos. En sus publicaciones Crítica de la razón pura y Prolegómenos
a cualquier metafísica futura que quiera presentarse como ciencia, Immanuel
Kant plantea abiertamente: ¿puede la metafísica convertirse en ciencia? Él
tiene como modelos la Física y las Matemáticas, mientras que considera la
metafísica como un conocimiento ajeno a la experiencia directa: “un conocimiento
a priori, o de la razón pura”. Pero acabamos de ver la utilidad
instrumental de las ideas iniciales –como los átomos de Demócrito y Leucipo–
para llegar a desarrollar conceptos empíricos y experimentales, e incluso
llegar a delimitar objetos materiales susceptibles del análisis y del manejo instrumental
directo. Secuencias como esta son frecuentes en la historia de la ciencia.
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