HISTORIA Y FILOSOFÍA DE LA BIOLOGÍA (II): VITALISMO Y MATERIALISMO
En la anterior entrada nos planteamos saber qué
es un ser vivo, y , además, definir
qué niveles de existencia se pueden calificar como vivos; o lo que es lo mismo,
¿en qué niveles de integración tenemos seres con unos atributos o cualidades
propios de lo que denominamos vida?
Llegar a este planteamiento no ha sido fácil a
lo largo de la historia de la biología, entre otras cosas porque, para entender
bien a los seres vivos y su evolución, también ha sido preciso contar con el
avance de la física y de la química, omnipresentes en todos los procesos
biológicos; y, además, el penoso avance de la biología ha ido lastrado por
agrias polémicas que giraban alrededor de planteamientos vitalistas frente a
planteamientos materialistas.
Ideas de la antigüedad clásica
Entre los planteamientos vitalistas tenemos, en
la Grecia clásica, a Anaximandro (610-545
a.C.), el cual planteaba que los seres vivos procedían de un “lodo primordial”,
mientras que Aristóteles (384-322
a.C.) consideraba la existencia de la “psyque” o “principio vital” que se
manifestaba de modos diversos en plantas, animales inferiores, superiores y en
el hombre.
Aristóteles planteaba, además, concepciones muy modernas, como la identidad
entre materia viva y materia inerte, no reconociendo un límite muy claro entre
lo vivo y lo no vivo. Admitía, por tanto, la posibilidad de generación
espontánea de vida, esto es, que la materia denominada inerte, no organizada e
incapaz de cambio, pueda adquirir una psique o principio vital -más o menos
superior- que le proporcione naturaleza de ser vivo, esto es, capacidad de
cambio.
Posteriormente, en Roma predominaba una cultura
técnica de concepción materialista. Podemos destacar a Lucrecio (98-55 a.C.), contrario a las ideas aristotélicas, que
afirma: “Nunca nada ha nacido de la nada”.
El largo proceso de refutación de la generación espontánea
Las ciencias naturales del renacimiento no
consiguen liberarse de la versión escolástica de las ideas aristotélicas. Así,
en esta época era generalmente admitida la idea de que los diversos organismos,
tanto vegetales como animales, se producían de modo natural y normal “de
nuevo”, es decir, de materia inanimada, mediante generación espontánea.
En el siglo XVII, Francesco Redi (1626-1698), empleando el método experimental, logró
demostrar fehacientemente que la carne putrefacta no “criaba gusanos por si
misma”, sino que aquellos procedían de
los huevos previamente depositados por una mosca. Estos experimentos supusieron
un fuerte revés para la teoría de la generación espontánea, fundamentalmente
para los organismos superiores. Pero el inicio de la microscopía, con
Leeuwenhoek, y su desarrollo posterior abrió el campo de la observación de los
microorganismos y la posibilidad de que, estos si, pudiesen surgir por
generación espontánea.
En el siglo XVIII, Lázaro Spallanzani (1729-1799), calentó agua hasta ebullición y,
posteriormente, la dejó enfriar evitando su contaminación. Demostró así que
estos microorganismos proceden de huevos y esporas. Los partidarios de la
generación espontánea objetaron que la fuerza vital no podía entrar con el aire
en un recipiente tapado. Con esta argumentación la idea de generación
espontánea duró otros cien años.
En 1861, Louis
Pasteur (1822-1895), ideó unos experimentos para demostrar que los
microorganismos sólo aparecían como contaminantes del aire y no
espontáneamente. Utilizó unos frascos en cuello de cisne -que permitían la
entrada de oxígeno, que se consideraba necesario para la vida- pero que -con
sus cuellos largos y curvos- atrapaban las bacterias, las esporas de los
hongos, y otros microorganismos, evitando que el contenido de los frascos se
contaminase. Demostró, así, que si hervía el líquido del frasco -para matar los
microorganismos ya presentes- y se dejaba intacto el cuello del frasco, no
aparecería ningún microorganismo. Alguno de sus frascos, estériles todavía,
siguen exhibiéndose en el Instituto Pasteur. Sólo si se rompía el cuello del
frasco, permitiendo la entrada de gérmenes contaminantes, aparecían
microorganismos. Pasteur proclamó: “La
vida es un germen y un germen es vida”.
Además de refutar la idea de la generación
espontánea, estudios posteriores de Pasteur contribuyeron, junto los de Robert Koch (1843-1910), al
alumbramiento de la teoría microbiana de las enfermedades infecciosas. Estos
grandes eventos supusieron el nacimiento de la microbiología como ciencia
experimental.
Para completar el marco científico y filosófico
del momento, recordemos que un par de años antes, en 1859, Charles Darwin (1809-1882), publica su libro más señero: El origen de las especies por medio de la
selección natural; y, al mismo tiempo, varios autores enuncian la teoría
celular, donde se define la unidad mínima de vida. También, en este
esplendoroso momento para la biología, en el jardín de un monasterio de Brno, el
abad Gregor Mendel (1822-1884), llevaba
a cabo sus experimentos acerca de la transmisión hereditaria de caracteres a lo
largo de generaciones de seres vivos. Pero sus resultados, presentados en 1865
y publicados un año después, en una revista de escasa difusión, pasaron sin
pena ni gloria ante los ojos de la comunidad científica de la época. Su trabajo
no fue redescubierto hasta 1900 por tres científicos, de forma independiente: Hugo de Vries (1848-1935), Carl Correns (1864-1933) y Erich Tschermak (1871-1962).
Mendel había establecido una concepción de
herencia particulada, frente a la idea confusa de herencia mezclada, al
demostrar que los determinantes hereditarios se transmitían como partículas
independientes de generación en generación.
El vitalismo perdura tras la refutación de la generación espontánea
Antes de precisar la imagen que nos ofrece la
naciente biología moderna, en la segunda mitad del siglo XIX, conviene rastrear
la pertinaz resistencia del vitalismo a desaparecer, adoptando nuevas
formulaciones, a veces de forma inconsciente para sus autores.
Hemos visto como la idea de generación
espontánea de vida ha ido siempre acompañada de un “principio” o “fuerza vital”
que transformase la materia inanimada en materia viva. Para los vitalistas
ninguna parte aislada de un organismo estaba viva; por el contrario, las
propiedades de la materia viva eran de alguna manera compartidas por todo el
conjunto del organismo. El fin de la generación espontánea y el establecimiento
de la teoría celular –que situaba a la célula como unidad elemental de vida-
acabaron definitivamente con esta versión del vitalismo, pero no del todo con
él. Antes de continuar, conviene volver a recordar que el vitalista Aristóteles
mantenía, sin embargo, una concepción muy avanzada sobre la identidad entre
materia viva y materia inerte.
En este estado de cosas y de forma paradójica,
Schwann y Pasteur, fundamentalmente, se convierten en abanderados de una nueva
formulación vitalista, en la que sostienen que las actividades químicas que
realizan los tejidos vivos no se pueden realizar en condiciones experimentales
de laboratorio y establecen, así, dos categorías de reacciones: las “químicas”
y las “vitales”.
Frente a los nuevos vitalistas se alzaban los
reduccionistas, así llamados porque creían que los complejos procesos de los
sistemas biológicos podrían reducirse a otros más simples. El primer éxito de
los reduccionistas vino de la mano del químico alemán Fiedrich Wöhler (1800-1882), cuando convirtió una molécula
inorgánica -el cianato de amonio- en una orgánica, la urea.
No obstante, las afirmaciones de los vitalistas
se fortalecieron porque, a medida que los conocimientos químicos mejoraban, se
hallaron en los tejidos vivos muchos compuestos nuevos que jamás se habían
visto en el mundo de lo no vivo o inorgánico. A finales de la década de 1880 el
principal vitalista era Louis Pasteur, quien sostenía que los maravillosos
cambios que tienen lugar al transformar el jugo de las frutas en vino eran
“vitales” y sólo podían realizarlos las células vivas, es decir, las células de
levadura. El opositor más importante a la teoría vitalista de Pasteur fue Justus
von Liebig (1803-1873), el químico más importante de la época y, en cierto
modo, el “padre” de la química alemana.
En 1898, los químicos alemanes –y hermanos- Eduard Büchner (1860-1917, Premio Nobel
de Química en 1907) y Hans Büchner (1850-1902),
demostraron que una proteína extraída de las células de levadura podía producir
fermentación fuera de la célula viva. A esta sustancia se la denominó enzima
(de la palabra griega zyme, que significa “levadura” o “fermento”. Se demostró
que una reacción “vital” era química, cesando así la polémica con los
vitalistas, y sentando las bases de la Bioquímica como ciencia.
No obstante la victoria de los reduccionistas
sobre el vitalismo, las escuelas francesa -que enarbolaba la bandera de la célula
como unidad vital- y alemana -más reduccionista y que veía a las proteínas como
protagonista de las reacciones químicas en los seres vivos- mantuvieron el
enfrentamiento en diversos frentes.
Uno de estos frentes fue la naciente inmunología,
donde la escuela francesa –heredera de Pasteur, uno de los padres de esta
ciencia- defendió la inmunidad celular,
centrándose en el macrófago.
Por su parte, la escuela alemana desarrolló la
inmunoquímica (por centrarse en
proteínas con función inmunitaria) y defendió la inmunidad denominada humoral:
por los anticuerpos y otras proteínas presentes en los líquidos o humores del
organismo.
A pesar de que el progreso de la biología ha
superado e integrado conceptualmente estas diferencias, todavía se mantienen
las denominaciones: química inorgánica y orgánica, e inmunidad celular y
humoral.
Genotipo y fenotipo. Mendel y Darwin
Cuando la idea de generación espontánea
mantenía aún su fuerza, dos teorías competían acaloradamente por explicar la
herencia. Así, en el siglo XVII, los animalculistas
o espermistas –de la mano de Antoine de Leeuwenhoek (1632-1723)- y
los ovistas –liderados por Reigner de Graaf (1641-1673)- creían
que espermatozoides y óvulos, respectivamente, portaban en exclusiva las
características de animales y humanos, mientras que la otra célula (el óvulo
para los primeros y el espermatozoide para los segundos) sólo cumplía funciones
accesorias para el crecimiento del embrión y del feto.
Coincidiendo con el esplendoroso momento de la
biología anteriormente citado, de mediados del XIX, estas teorías comenzaron a
resquebrajarse, fundamentalmente por la práctica empírica de maestros
jardineros que perseguían la obtención de nuevas especies florales de carácter
ornamental. Estos maestros se dieron cuenta de que, en los cruces realizados,
tanto las células masculinas como las femeninas contribuían a las
características de las nuevas plantas.
Así pues, ya estaba claro que los dos
progenitores aportaban caracteres, pero ¿en qué proporción? ¿Cómo se combinaban
los centenares de caracteres de cada planta? La respuesta más común en aquella
época era: la herencia por mezcla. Esta idea suponía que cuando se unen
las células sexuales o gametos, masculino y femenino, el material hereditario
que contienen se mezcla, de forma similar a como lo haría una mezcla de
colorantes. Pero esta idea no arrojaba mucha luz sobre la herencia.
En este contexto, Mendel realizó sus conocidos experimentos. El gran mérito de Mendel
fue desentrañar el mecanismo de transmisión de los factores de herencia o
determinantes hereditarios (posteriormente denominados genes) con una
concepción de herencia particulada, como si fueran dados o monedas.
Cuando lanzamos un dado o una moneda, podemos
calcular la probabilidad teórica de un suceso determinado con ellos: sacar
cara, cruz, cinco, par, impar, etc. Posteriormente se puede ver que para que
los resultados observados se aproximen a los esperados es conveniente realizar
un número muy alto de experiencias. Mendel eligió muy bien los organismos y los
caracteres heredables observados y, a ciegas, sin saber qué tipo de “dado” o
“moneda” tenía entre manos, realizó sus cruces y observó. De estas
observaciones dedujo sus leyes, y lo universal de sus leyes tuvo que ver con su
hipótesis de partida, en la que cada carácter, en un individuo, estaba
determinado por dos copias (iguales o distintas) del mismo factor hereditario o
gen (una heredada del padre y otra de la madre). Posteriormente se vio que,
estos factores, o genes, se transmitían igual que lo hacen los cromosomas
durante la formación de los gametos. Con la posterior determinación de que el
ADN de los cromosomas es el material genético se averiguó la naturaleza química
de la “moneda” genética (la analogía con la moneda es grande, ya que la
probabilidad de heredar una de las dos copias de un determinado gen, procedente
de padre o de madre, es un medio, como si fuera la cara o la cruz de una
moneda). Pero también se vio que todo era más complejo que un simple juego de
azar.
Con las leyes de Mendel se estableció la
relación un gen, un carácter sin tener en cuenta la naturaleza del
mismo: estructural, funcional, de comportamiento, patológico, etc.
Prácticamente se estableció una relación, teleológica y casi teológica, del
tipo dado un carácter hereditario
cualquiera, detrás de él alguien habrá colocado el gen correspondiente.
Aquí la genética, en vez de cuestionar su
posición genocéntrica, se encerró en dogmas centrales y en abstracciones
matemáticas, asfixiando el alma viva de la biología, fundamentalmente la
biología evolucionista que acababa de nacer con Darwin, frecuentemente
presentado con una visión evolucionista radicalmente diferente a la de su
antecesor Lamarck.
Como todo el mundo sabe, la historia científica
de la evolución comienza con Jean-Baptiste
de Lamarck; aunque, generalmente, se insiste más en asociar a Lamarck como
padre de la idea de la herencia de los caracteres adquiridos que con las
auténticas señas de identidad lamarckianas: los seres vivos más primitivos
surgirían mediante generación espontánea y evolucionarían, mediante una
necesidad o impulso interno de cambio, hacia una mayor perfección. Como
resultado imperfecto, de esta tendencia progresiva, se producirían desviaciones
adaptativas laterales frente a los cambios del entorno.
En este sentido, también es muy probable que
algunos lectores no sepan que Darwin (2008) propuso una teoría de la herencia
de carácter lamarckiano, la “pangénesis”,
basada en la “herencia del uso y del desuso”: los hábitos adquiridos por un
individuo modificarían sus órganos corporales, y éstos producirían unas
entidades microscópicas, denominadas “gémulas”, que se acumularían en las
gónadas, transfiriendo así las modificaciones de los órganos de los
progenitores a los órganos de la descendencia.
Darwin -y su teoría de la pangénesis,
desacreditada en varias ocasiones- encontraría actualmente consuelo en las
crecientes investigaciones sobre los exosomas (Nota1): vesículas extracelulares
diminutas que intervienen en la comunicación entre todos los tipos celulares,
incluidos los gametos. Están cargadas de lípidos y un amplio surtido de
proteínas y ácidos nucleicos, que varía en función del tipo celular y de su
estado fisiológico: proteínas de adhesión celular, de fusión, transportadores
de membrana, citoesqueléticas, de señalización intracelular, relacionadas con
la síntesis de proteínas, de respuesta a estrés, enzimas variadas; y, también,
varios tipos de ARNs, así como múltiples fragmentos de ADN, que portarían
secuencias de todos los cromosomas. García Rodríguez (2018).
A diferencia de Lamarck, en la teoría de
Darwin, de la selección natural, la evolución se produce, sin propósito previo
ni sentido alguno, mediante la generación previa de variación individual (la
pangénesis, en la opinión de Darwin), que conlleva un aumento de las
posibilidades de sobrevivir y de reproducirse –selección natural y selección
sexual- de los individuos más adaptados a los cambios del medio ambiente.
Darwin sabía, por la práctica de los criadores de razas domésticas, que las
especies albergan una fuente inagotable de variabilidad; y que la selección
natural era independiente de los mecanismos generadores de dicha variabilidad.
Así, en el capítulo IV de “El origen de las especies por selección natural” Darwin (1980) nos
dice:
“...la variabilidad
que encontramos casi universalmente en nuestras producciones domésticas no está
[i]producida
directamente por el hombre… Tengamos también presente cuán infinitamente
complejas y rigurosamente adaptadas son las relaciones de todos los seres
orgánicos entre sí y con condiciones físicas de vida. Si esto ocurre, ¿podemos
dudar –recordando que nacen muchos más individuos de los que acaso pueden
sobrevivir- que los individuos que tienen ventaja, por ligera que sea, sobre
otros tendrían más probabilidades de sobrevivir y procrear su especie? A esta
conservación de las diferencias y variaciones individualmente favorables y la
destrucción de las que son perjudiciales, la he llamado yo selección natural o
supervivencia de los más adecuados. Varios autores han interpretado mal o
puesto reparos a la expresión selección natural. Algunos hasta han imaginado
que la selección natural produce la variabilidad, siendo así que implica
solamente la conservación de las variedades que aparecen y son beneficiosas al
ser en sus condiciones de vida”.
Darwin no llegó a conocer los trabajos de Mendel, y
eso ha servido como argumento para “disculparle” algunos supuestos dislates acerca
de la herencia, como la pangénesis; aunque también es posible que sus
observaciones y conclusiones en este tema, complementarias de las de Mendel, no
hayan sido bien valoradas.
Así, mientras Mendel abordaba el estudio estadístico
de la herencia analizando uno o dos caracteres; Darwin -en el capítulo I de El origen de las especies por selección
natural- planteaba la importancia de la selección artificial, practicada
por los criadores de razas domésticas, y su extrapolación a la comprensión de
la evolución de las especies por selección natural:
“La clave
está en el poder del hombre para la selección acumulativa: la naturaleza
produce variaciones sucesivas, y el hombre las aumenta en determinadas
direcciones que le son útiles… Por lo general los criadores hablan de la
organización de un animal como algo plástico, que se puede modelar a voluntad…Si
la selección consistiera meramente en separar una variedad muy típica, y hacer
cría de ella, el principio sería tan evidente como apenas digno de mención;
pero su importancia reside en el gran efecto producido por la acumulación en
una dirección, durante generaciones sucesivas, de diferencias absolutamente
inapreciables para el ojo no experto.”
Aquí Darwin resalta, de forma complementaria al
valiosísimo trabajo de Mendel, la importancia de la selección mantenida en el
tiempo –tanto la artificial como, mucho más, la natural- en el fabuloso
despliegue de formas que podemos observar, tanto las domésticas (formadas por
capricho o utilidad para el hombre) como las naturales, producidas mediante una
fina adaptación al medio natural. Pero lo más importante es la llamada de
atención que nos hace de que es preciso una constelación de variaciones (“absolutamente
inapreciables para el ojo no experto”), no una o unas pocas muy evidentes. Esta observación, dicho sea de
pasada, otorgaría prioridad a la recombinación (durante la formación de las
células sexuales) frente a la mutación, como mecanismo de cambio genético
coherente.
Podemos adelantar que, a diferencia del
planteamiento genético actual -presente en la teoría sintética de la evolución,
más pendiente de las frecuencias relativas de las variantes de genes aislados
que mutan- Darwin se centra directamente en el fenotipo (las propiedades
observables de un ser vivo), considerado como un todo, y en el papel del ambiente
selector de ese todo. Darwin
subraya el carácter conservador y acumulador –y no generador directo de variaciones-
de la selección natural, merced a la reproducción diferencial de los individuos
de una especie que presentan los fenotipos más adecuados.
Algunos autores de la teoría sintética, como Ernst Mayr (1904-2005), mantienen una
actitud más integradora al opinar que “es
el genotipo como un todo el que responde a la selección natural”. Aunque no
se aleja mucho de la dura ortodoxia:
“No puede
haber influencia del ambiente heredable, ni herencia de los caracteres
adquiridos. Los naturalistas…al igual que Darwin, casi todos ellos tendieron a
creer simultáneamente en la existencia de una cierta proporción de herencia
blanda”.
Sin entrar aquí en el tema, la
complejidad de los seres vivos y sus procesos ha puesto de manifiesto una serie
de patrones de información y herencia epigenética que implican el manejo modular de los
genes: cuáles se usan y en qué orden, frente a los cambios ambientales. Como
veremos mejor, en otra entrada, la epigenética (literalmente, por encima de la
genética) responde a la información y herencia relativa a la evolución singular
de los seres vivos de los niveles celular y pluricelular, y comprende los
cambios heredables de la expresión génica o del fenotipo sin que se produzcan
cambios en las secuencias de ADN.
Este concepto unitario de la relación entre ser vivo y
ambiente, se ajusta mucho mejor a la formulación darwiniana de la evolución que
el actual reduccionismo genético, que cae en una especie de neovitalismo informativo, similar al neovitalismo químico de Pasteur con las
reacciones vitales.
La vida resulta de la evolución del Universo
Desde el siglo XX, los grandes descubrimientos científicos
nos ofrecen una imagen dinámica y unitaria del universo en evolución. Hasta
donde alcanza nuestro conocimiento actual sobre la historia del universo
presente, en expansión; ésta arranca, tras el Big Bang,
con la creciente organización de la materia. La historia,
el tiempo, comienzan con el paulatino enfriamiento del Universo y el aumento de
las interacciones de la materia: de un caldo material, sin forma, a millones de
grados, hemos llegado a la vida que conocemos; pasando por la formación de
partículas elementales, que integran átomos, que integran a su vez moléculas,
desde las más simples simples a las muy complejas.
No hay vitalismo, la materia viva surge de la evolución
material del universo. La evolución biológica debe ser coherente con la del universo
de la que forma parte: la vida surge como una propiedad emergente en la
organización, integrada y jerárquica, de la materia. En determinadas
condiciones termodinámicas hay una tendencia universal a la complejidad
estructural, fruto de la continua interacción de la materia, y la vida es una
de sus manifestaciones. En palabras de E. Schrödinger (1867-1961, premio Nobel
de Física en 1933): “la vida se alimenta de entropía negativa.
Con los conocimientos actuales, podemos plantear una
cuestión respecto a la información biológica, ¿es la información genética secuencial
una singularidad respecto a la información de la materia del universo? Podríamos
contestar que si, del mismo modo que el lenguaje en la especie humana es una
singularidad informativa en el conjunto de los seres vivos sobre la Tierra.
Sabemos que la aparición de la especie humana en la Tierra era posible pero no
necesaria, entonces la pregunta es: ¿es absolutamente necesaria la información
genética secuencial para la vida en el Universo?
Es ampliamente admitido que,
aunque el ADN almacene la información genética secuencial, las proteínas son las biomoléculas informativas que hacen cosas en los organismos:
determinan la forma y la estructura de la célula, gobiernan el metabolismo y
están implicadas en los procesos de reconocimiento molecular. Y además hacen
todas esas cosas merced a la información conformacional que portan en la disposición espacial de sus
átomos –mediante su capacidad para formar estructuras tridimensionales
interconvertibles y flexibles- lo que les permiten acciones moleculares
específicas, frente a sus ligandos, mediadas por enlaces débiles.
Algunas definiciones de información van desde “dar forma o substancia a una cosa”
a otras tomadas directamente
del pensamiento de Schrödinger:
”la expresión matemática de información
es idéntica a la expresión de entropía tomada con signo inverso”.
Y así como la entropía de un sistema expresa el
grado de su desorganización, la información proporciona la medida en que dicho
sistema está organizado. Así entendida, la información puede ser denominada
información estructural: es decir, hace referencia a la organización establecida
en un cuerpo, o en un conjunto, mediante determinadas distribuciones,
disposiciones o relaciones espaciotemporales entre sus elementos o partes.
En conclusión, la información
material en el Universo viene determinada por la interacción y por la estructura
o forma resultante que, a su vez, informa las sucesivas interacciones. Para entender la naturaleza de la información
en los seres vivos, la biología debe plantearse conectar con este concepto de
información estructural de la materia, y no caer en una especie de neovitalismo
informativo centrado en la información secuencial, y en la proyección vitalista
de los mensajes genéticos.
En
una entrada anterior –Origen de la vida y
origen de la célula eucariota- propuse la hipótesis del protocarionte o
protocariota, como la primera célula en el origen de la vida. Esta
célula primitiva tendría las características básicas de los eucariotas
–correspondientes a 347 genes exclusivos de ellos, relacionados con la
endocitosis, el sistema de transducción de señales y la síntesis de proteínas
en el núcleo- y un particular sistema de evolucionabilidad.
Sin
entrar aquí en muchos detalles (ver entrada citada) el propósito de esta nota
es la posible relación de los exosomas –por su universalidad, filogénica y
funcional, en la comunicación intercelular- con las vesículas o semillas de evolucionabilidad: arqueas,
bacterias y virus. Entre las principales ventajas de estas vesículas de
evolucionabilidad (el término semillas
sólo es para dar fuerza expresiva a la idea de siembra de vesículas acariotas) estaría la exaltación de mecanismos
de herencia horizontal, que propiciaran una evolución exógena al protocarionte,
como la evolución exógena del
metabolismo energético, a cargo de algunas de estas vesículas que
devendrían en bacterias. Las vesículas que, al azar, portasen un equipamiento
enzimático primitivo, fundamental para realizar un metabolismo básico, podrían
ir colonizando ambientes diversos, y ser fagocitados por el protocariota.
Así pues, el metabolismo se desarrollaría
desde las vesículas acariotas (bacterias), expulsadas y, posteriormente,
endocitadas, de forma sucesiva, por las protocariotas. Sería un metabolismo
externo al protocariota y realizado en el acariota con las proteínas y genes
que, al menos inicialmente, le proporcionara el protocariota. La
externalización tendría como ventaja inicial la selección exterior, en
ambientes muy diversos, de las adaptaciones más ventajosas, y que esto fuese
más fácil que el desarrollo interno de un complejo sistema de integración de
módulos en el protocariota.
Los
eucariotas se formarían mediante el baile
continuo de interacciones entre protocariotas y acariotas: los precursores protocariotas más eficaces
serían los que comenzaran una actividad fagocítica cada vez más específica, de
la que dependería su nutrición, ya que la sopa
primigenia se iría esquilmando. Es
probable que la aparición del oxígeno -tras la fotosíntesis oxigénica- y su
toxicidad para los protocariotas, promoviera en éstos el paso de la fagocitosis
a la endosimbiosis, fundamentalmente para aprovechar los sistemas enzimáticos
de adaptación al 02, de las bacterias precursoras de las
mitocondrias.
Inicialmente, al menos, todas las proteínas con
especificidad complementaria, tanto las de las membranas protocariotas como las de las membranas
acariotas, procederían de los protocariotas.
Así, durante este largo periodo, la
selección natural favorecería las variaciones de los protocariotas que lograran:
1)
Producir exomódulos acariotas, englobados en vesículas
exosómicas, con un metabolismo cada vez más eficaz que interiorizara los
metabolitos ambientales más apropiados y los transformara convenientemente.
Esto constituiría una especie de cultivo celular acariota.
2)
Expulsar
–por exocitosis y gemación- y, posteriormente, endocitar, de forma continua, las
vesículas y exomódulos con especificidad creciente, y seleccionarlos por su
eficacia metabólica, desarrollando así un sistema interno de transducción de
señales. Este proceso culminaría con la adquisición de mitocondrias y la
consiguiente formación de la célula eucariota.
3)
Desarrollar
los mecanismos genéticos que exaltasen la variabilidad y especificidad: virus,
elementos genéticos móviles y otros mecanismos de herencia genética horizontal.
Así, paulatinamente, se produciría el origen único de la célula eucariota (origen monofilético), con la posterior selección
e incorporación de las vesículas y exomódulos acariotas más eficaces -ya que
los protocariotas constituirían el único vórtice de esta selección- y, al mismo
tiempo, una auténtica explosión de
diversidad acariota: arqueas, bacterias y virus.
Parte del texto de este artículo
aparece en un monográfico del Club de Amigos de la Unesco de Madrid: La importancia de la cultura científica.
Edición coordinada por Bernardo Herradón. Nº 335 de Cuadernos CAUM.
- Darwin, C. (1980). El origen de las especies. Ed. Bruguera. Barcelona.
- Darwin, C. (2009). Autobiografía. Editorial Laetoli. Pamplona.
- Eldredge, N. (2009). Darwin. El descubrimiento del árbol de la vida. Katz Editores. Buenos Aires. Madrid.
- García Rodriguez, A. (2018). ¿Me conoces? Soy un exosoma. UAM Ediciones. Madrid.
- Jacob, F. (1999). La lógica de lo viviente. Una historia de la herencia. Tusquets Editores. Barcelona.
- Mayr, E. (2016). Así es la biología. Ed. Debate. Barcelona.
- Schrödinger, E. (2005). Qué es la vida. Textos de Biofísica. Facultad de Farmacia. Universidad de Salamanca.
Vis vitalis, ¡ja, ja! Muy bien, muy completo, me pasaré por aquí para resolver dudas.
ResponderEliminar¿Por qué no incluyes el atributo alt en el HTML de inserción de imágenes? P.ej.: "alt=esquema de los orgánulos celulares". Ayudaría mucho a los ciegos. ¡Gracias!
¡Ay! Rocío, que cosas me dices :-) Lo siento, pero yo soy un pobre ignorante de las herramientas informáticas, no he entendido nada de ese "atributo", pero, si logro enterarme, me vendría muy bien mejorar el blog. Te habrás dado cuenta de que es muy elemental en su estructura.
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