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jueves, 26 de septiembre de 2019

HISTORIA Y FILOSOFÍA DE LA BIOLOGÍA III; LA NECESIDAD Y LA CONTINGENCIA




Como hemos visto en las entradas anteriores, en la segunda mitad del siglo XIX se producen grandes avances en el conocimiento de los seres vivos, ya liberado de creadores y de fuerzas misteriosas; y con estos nuevos conocimientos se asienta la biología experimental –inicialmente en ramas como la anatomía, la fisiología, la citología, la microbiología, la evolución, la genética, la bioquímica y la inmunología- al lograr deslindar las unidades propias de los niveles de integración, que actúan como agentes en los procesos biológicos –individuos pluricelulares, células y biomoléculas, principalmente- así como sus relaciones evolutivas. Respecto a esto último, queremos adelantar aquí que las principales teorías evolucionistas mantienen diferentes posiciones frente al papel relativo que desempeña el medio ambiente en las relaciones evolutivas entre los agentes biológicos. Sensu lato, veremos que el planteamiento de este problema está indisolublemente asociado a otros: como el de la prioridad entre estructura y función, y el de las relaciones entre el azar, la necesidad y la contingencia.
En este recorrido histórico vamos a prestar particular atención al necesario equilibrio, en el avance del conocimiento científico, entre lo que llamamos las ideas -de carácter inicialmente más filosófico- y los conceptos, más pegados a la experiencia conseguida mediante el análisis de los objetos. No se trata de unir, sin más, filosofía y ciencia, sino de entender el estado actual de la ciencia por su historia.  Así, a lo largo de la historia de la ciencia, mediante este equilibrio dinámico entre ideas y conceptos, se han ido construyendo hechos y teorías, a medida que el conocimiento empírico y el experimental consolidaban los conceptos. En este sentido, debemos tener en cuenta que para que un objeto pueda ser analizado, no es suficiente con descubrirlo; hace falta una nueva mirada que lo explique, una teoría que lo interprete, como se ilustra perfectamente con los descubrimientos que el microscopio y el telescopio ponen delante de nuestros ojos; ambos instrumentos nos ayudan a ver, pero es la teoría -como la Teoría Heliocéntrica- la que nos permite observar e interpretar. Las observaciones llevadas a cabo por A. Leeuwenhoek y por R. Hooke, carentes de explicación teórica, sólo pusieron de manifiesto un mundo desconocido que frecuentemente descentraba a los naturalistas, ya abrumados con sus problemas de clasificación de seres macroscópicos; el pensamiento de la época no sabe que hacer con esta explosión de diversidad microbiana, y a lo más que llega es a reavivar la discusión entre partidarios y detractores de la idea de generación espontánea.
Así pues, algún tipo de teoría enmarca siempre los hechos, los enunciados observacionales: las preguntas y las respuestas. A este respecto, como ya hemos visto en alguna entrada anterior, E. Schrödinger resaltaba la importancia de la teoría en la ciencia con una expresiva frase: “Se trata no tanto de ver lo que aún nadie ha visto, como de pensar lo que todavía nadie ha pensado sobre aquello que todos ven”. Esta frase es parecida a otra previa de J. W. von Goethe: “Todo ha sido ya pensado. El problema es pensarlo de nuevo.” No encuentro mejor resumen, para ilustrar la relación entre hechos y teoría, que el de estos dos grandes genios.
Para abordar convenientemente esta cuestión, hemos de recordar que, hasta llegar al momento glorioso del comienzo de la biología experimental, el estudio de los fenómenos vitales realizó una larga travesía, partiendo de la concepción fijista y creacionista de la naturaleza en su conjunto, propia del pensamiento escolástico. Así, desde el siglo XVI hasta el XX se produce un cambio profundo en el conocimiento de los seres vivos y de su entorno natural. A este respecto, Jacob (2014) ofrece una visión panorámica bastante detallada de este proceso de cambio, que yo utilizo como hilo conductor para mi interpretación crítica de la historia y filosofía de la biología. Así pues, a partir de aquí nos limitaremos a hacer una revisión de las principales ideas tratadas en entradas anteriores, pero desmenuzando los elementos principales de la historia del conocimiento biológico –ideas, hechos y conceptos en la mente de los principales autores de estos siglos- para ver cómo aparecen mezclados de formas distintas; auténtico caleidoscopio de la realidad en cada época, y en cada autor: materialismo, vitalismo, continuidad, discontinuidad, uniformismo, gradualismo, saltacionismo, teleología, azar, necesidad, contingencia, estabilidad, variación, estructura, función, etc.; en distintas combinaciones y proporciones. Llegados a este punto, no podemos eludir la cuestión: ¿cuál es el caleidoscopio, o caleidoscopios, de nuestra época? ¿Cuáles son las principales ideas, hechos y conceptos que debemos colocar en la actualidad, para obtener una imagen, lo más precisa posible, de la realidad? En las sucesivas entradas intentaremos dar respuesta a estas preguntas, y formarnos la imagen más adecuada que, actualmente, nos ofrece el conocimiento de los seres vivos.
En algunas entradas anteriores hemos visto que nuestra imagen del mundo puede venir de la mano de la religión, de la filosofía o de la ciencia. De las tres fuentes, la única que es totalmente ajena a una visión lo más objetiva posible de la realidad, es la religión, que se mueve en el terreno de las creencias; y, por tanto, debe estar circunscrita, y respetarse, en el ámbito de la intimidad de los creyentes.
Las otras dos fuentes -la filosofía y la ciencia- no sólo no se excluyen, sino que, como ya hemos visto y ampliaremos aquí, se necesitan mutuamente para sus respectivos progresos. Recordemos que -en algunas de esas entradas anteriores: Ciencia, filosofía y religión (10 de mayo de 2018)- distinguíamos entre las preguntas que se hace la ciencia y las que se hace la filosofía. Así decíamos que, mientras que la filosofía se plantea el sentido del mundo: ¿por qué las cosas son?, la ciencia aborda principalmente el modo de ser de la realidad material: ¿cómo son las cosas? Aunque esta formulación de principios parece poner algunos límites claros entre estas dos fuentes del conocimiento racional, pronto veremos que las ideas y los conceptos de ambas se entremezclan permanentemente. En la misma entrada, también veíamos cómo E. Mayr (2016) plantea que la biología, como cualquier otra ciencia, debe responder a tres tipos de preguntas: “¿qué?”, “¿cómo?”, y “¿por qué?”; y que la respuesta a estas preguntas debe ayudar a delimitar las distintas ramas de la biología y sus respectivas naturalezas filosóficas. Así pues, el planteamiento filosófico de ¿por qué las cosas son?, necesariamente tiene en cuenta “el qué”, “el cómo” y “el por qué” aportados por el conocimiento científico. De esta forma, paulatinamente, a medida que aumenta el ámbito y la experiencia del análisis del mundo material, muchas de las ideas filosóficas se van transformando en conceptos científicos. Por su parte, los científicos siempre van a enmarcar los nuevos hechos con teorías previas, preñadas de ideas y conceptos.
Las preguntas del tipo “¿qué?” son fundamentales para iniciar cualquier clase de conocimiento científico. Estas preguntas nos llevan a describir, identificar y clasificar seres y procesos del ámbito de la realidad material que nos propongamos conocer, sea cual sea su nivel de integración: bioquímica, biología molecular, celular, pluricelular (botánica, zoología), etc.
Las preguntas del tipo “¿cómo?” y “¿por qué?” pretenden ir más allá de la necesaria descripción y clasificación inicial. El “¿cómo?” es más frecuente en las ciencias físicas que el “¿por qué?”, y esto principalmente por su dominio de actuación, cuyas entidades materiales se remontan al Big Bang. Más allá de este dominio las preguntas del tipo “¿por qué”? caen, actualmente, en el ámbito de la metafísica; aunque es posible que, en un futuro no muy lejano, se amplíe el ámbito de actuación más allá del Big Bang, y lo que hoy es metafísica se constituya en física, como ha ido pasando repetidamente con muchas ideas desde el modelo geocéntrico hasta la actualidad.
Por su parte, en biología, el “¿cómo”? delimita un enfoque funcional característico de la fisiología del nivel de complejidad celular o pluricelular. Así, en el siglo XIX -antes de la formulación de la teoría de la evolución por selección natural de Charles Darwin- en las ciencias naturales predominaban las preguntas del tipo “¿cómo?”, tanto en fisiología como en embriología, ambas disciplinas muy fisicistas. Mayr (2016) comenta al respecto que estas dos disciplinas “también se planteaban, en esa época, preguntas del tipo ¿por qué?; pero para el cristianismo dominante en Occidente la respuesta era fácil: Dios el Creador (creacionismo), Dios el Legislador (fisicismo) o Dios el Diseñador (teología natural)”.
Con la irrupción de Darwin en la biología, las preguntas del tipo “¿por qué?” adquieren sentido dentro del paradigma evolucionista darwiniano: en este momento, la biología comienza a plantearse, de forma científica, objetiva, el origen, la naturaleza y la evolución de los seres vivos. Efectivamente, con la publicación en 1859 de El origen de las especies por selección natural (Darwin,  1980) podemos fechar el nacimiento de la moderna biología, y no sólo por la importancia incuestionable de la obra de Darwin, sino porque, en la inmediatez de esta fecha, ven la luz la teoría celular de Schleiden, Schwann y Virchow; los experimentos de Louis Pasteur que ponen fin a las especulaciones vitalistas sobre la generación espontánea de vida; y los trabajos de Gregor Mendel sobre la naturaleza particulada de la herencia. Estos cuatro hitos ponen fin, formalmente, a cientos de años de prejuicios y oscurantismo alrededor de los seres vivos; que eran considerados entidades fijas, sin variación alguna, bien como productos de la creación divina, o bien como resultado de un proceso de generación espontánea bajo la acción de algún tipo de fuerza vital.
En esta breve revisión histórica del avance del conocimiento biológico vamos a comenzar por el siglo XVI en Europa, momento y lugar desde el que surgirán los primeros brotes de pensamiento científico. La historia que pretendemos abordar aquí es la historia de la idea de naturaleza, a medida que se va transformando en concepto científico, desde la concepción de instrumento para los designios divinos, del siglo XVI, hasta la actualidad, pasando por Darwin, que marca el punto de inflexión científico con su visión genuinamente materialista de la evolución por selección natural.

La naturaleza como agente de Dios
A la luz de los conocimientos actuales, resulta casi inconcebible la idea del siglo XVI de que los seres vivos eran engendrados por generación divina: por una parte, animales y plantas, que pueden engendrar semejantes mediante la unión, por la acción de Dios, de la materia y la forma; aunque, aquí, los padres no sean más que la sede de las fuerzas (el alma y el calor innato del líquido seminal) que unen la materia con la forma. Por otra parte, los seres considerados inferiores (gusanos, moscas, serpientes, ratones, etc.) que no nacen de la simiente, sino por generación espontánea desde la materia en putrefacción, la suciedad y el barro, bajo la acción del calor del Sol.
Veremos que el concepto científico de reproducción no se forma hasta la segunda mitad del siglo XVIII, a partir de experiencias de regeneración en invertebrados. A pesar de que es ya evidente que los humanos nos reproducimos sexualmente, seguimos empleando el término generación para designar cada eslabón de la concatenación sucesiva de padres e hijos. Pero, aun sin tener la concepción científica de reproducción sexual, no era menos evidente, para los humanos de cualquier época, la relación de semejanza entre padres e hijos: los corderos generaban corderos; los caballos, caballos; las uvas, uvas. Además, todos ellos con características parecidas. Está claro que la humanidad ha sabido aprovechar su experiencia práctica, al margen de sus creencias religiosas; como ilustra el refrán: a Dios rogando y con el mazo dando. Al igual que hemos visto con el avance del conocimiento científico, las ideas -en este caso religiosas- acompañan siempre a la experiencia, sea ésta del tipo que sea. Así pues, por un lado, tenemos las creencias, muchas veces atenazadoras; y, por otro, la práctica empírica de jardineros, agricultores y ganaderos. Paradójicamente, es en el terreno del conocimiento filosófico y científico sobre los seres vivos, donde más ha costado desterrar creencias y supersticiones -quizá porque los estudiosos de la naturaleza eran mayoritariamente clérigos- como la idea de generación espontánea, que se mantuvo hasta que Pasteur la refutó definitivamente en la segunda mitad del siglo XIX.
Para Jacob (2014), el siglo XVI es un siglo sin leyes de la naturaleza: “No se distingue entre la necesidad de los fenómenos y la contingencia de los sucesos”. Las leyes de la naturaleza empezarán a asomar en la mente de los científicos en el siglo XVII, pero inicialmente sólo en la física; poco después en la química; y mucho más tarde en la biología. Esto es consecuencia del   aumento de la contingencia en la evolución de los seres vivos, respecto a los niveles de integración inferiores (molecular, atómico, y subatómico): menos complejos y mucho más regulares y predecibles. Por eso, la biología tiene algunas particularidades respecto a las otras ciencias naturales: tiene menos leyes, es histórica, y resulta más difícil de matematizar. Los sucesos contingentes en biología son hechos históricos irrepetibles, que no pueden enunciarse como leyes, pero que dejan su huella evolutiva en la estructura y en la función de los seres vivos. Sólo la necesidad de los fenómenos (lo que no puede dejar de ser) puede elevarse a ley, también en los fenómenos en los que estén implicados los seres vivos y sus procesos. Como ya vimos en algunas entradas anteriores (El azar, la necesidad y la contingencia, principalmente) cada contingencia, en la evolución biológica, encadena necesidades previas con nuevas necesidades, propias de las estructuras resultantes en la última contingencia.
Pero volviendo al siglo XVI, en él todo parece embrollado, caprichoso, resultado del designio divino; como hemos visto, todo ser se explica mediante la unión singular de materia y forma. Aquí reaparecen las ideas aristotélicas, pero teñidas de las creencias de la escolástica. No hay leyes naturales que permitan entender a los seres y sus procesos; la naturaleza aparece ligada a la voluntad de Dios, pero no como el resultado acabado de su obra, sino como su agente ejecutor: el que da forma a la materia generando permanentemente los seres -ríos, montañas, planetas, animales, plantas- manteniendo y dirigiendo su creación. Resultado de esta creación divina, cada ser vivo es un eslabón de la cadena secreta que une todos los objetos de este mundo, la cadena continua de los seres. Veremos que esta idea está presente en el siglo XVII para explicar la formación de los individuos de una misma especie, como resultado de creaciones simultáneas realizadas sobre el modelo de la creación divina inicial. Aquí vemos como la relación entre materia y forma (podríamos decir la estructura) tiene carácter divino: la materia es como el barro con el que Dios modela los seres. En palabras de Jacob (2014): “La generación no es más que una de las recetas utilizadas cotidianamente por Dios para la conservación de un mundo creado por Él”.
Pasará algún tiempo hasta que la estructura, se explique científicamente como resultado de las continuas interacciones de las unidades energético-materiales; y esta cuestión tiene mucho que ver con la forma de entender las funciones y las estructuras de los seres vivos, siempre estrechamente relacionadas en su evolución.
Pero ¿cómo salimos de este pensamiento teológico, cuyas causas primeras y fines últimos son de naturaleza divina? Como ya hemos apuntado, la biología fue la última ciencia natural en abandonar el pensamiento subjetivo; primero le costó abandonar todo vestigio de teología; pero, aún hoy, tiene constantes tentaciones de recaer en planteamientos vitalistas y teleológicos.

Disposición de las estructuras visibles
En el siglo XVII los naturalistas comienzan con el análisis de las estructuras visibles y la clasificación de los seres vivos. Como hemos comentado más arriba, la generación ya no es una creación única, sino el medio regular que asegura la perpetuidad de las especies; pero entendidas, éstas, aún en la lógica de la cadena continua de los seres. En esta época, el foco de atención, en las ciencias naturales, pasa de la creación de la naturaleza a su funcionamiento físico. Galileo, Descartes, Leibniz, Newton, entre otros, se plantean descifrar la ciencia de la naturaleza: hay que descubrir la clave, el orden, el código, las causas de los fenómenos, y unirlos entre sí mediante leyes. Estos grandes genios sustituyen el sistema de signos divino, dejado por el Creador en los seres, por el sistema de signos de las matemáticas, que permite descomponer, analizar y recomponer las cosas, por lo que resulta muy objetivo y eficaz; pero limita el ámbito de la ciencia de la naturaleza a la física, la única que puede expresarse en lenguaje matemático. Se pasa, así, de la oscuridad de la interpretación de la naturaleza a través de los textos sagrados, a la claridad y coherencia del cálculo matemático. Sólo así se puede elevar a ciencia la interpretación de fuerzas aún misteriosas como la gravedad.
Pero ¿qué pasa con el estudio de los seres vivos? Para empezar, hasta finales del siglo XVIII no existe una frontera clara entre las cosas y los seres vivos, que hasta entonces forman un todo continuo en la cadena de los seres. Así, según Buffon: se puede “ir bajando gradualmente de la criatura más perfecta hasta la materia más informe, del animal mejor organizado al mineral más tosco”, (Jacob, 2014).
Antes de continuar con los avances en el conocimiento de los seres vivos, quiero hacer una llamada de atención sobre la controversia entre la perspectiva gradualista y la saltacionista en las teorías evolucionistas. Frecuentemente se asocian -y se desacreditan- las posiciones saltacionistas con las catástrofes creacionistas; sin embargo, aquí vemos claramente asociado el gradualismo con la idea creacionista de la cadena continua de los seres. Más adelante retomaremos esta polémica.
Pero volviendo al siglo XVII, tenemos que destacar la influencia de la física, y más concretamente de la mecánica, en el avance del conocimiento científico de los seres vivos. En este momento no hay alternativa, o se continua con la imagen confusa de una naturaleza teológica, o se busca una imagen coherente y unitaria del mundo natural; y esta unidad y coherencia sólo podía venir de la revolución científica naciente en las ciencias físicas de la época: la mecánica. Así pues, todo en la naturaleza funciona como una máquina, es más, toda la naturaleza es una máquina. Esta concepción mecanicista afecta fundamentalmente a la naciente fisiología, derivada de la práctica médica, que pretende responder a las preguntas de tipo “cómo”, pero sin distinguir aún funciones vitales generales, sólo órganos que funcionan dentro de la mecánica universal.
Pero ¿qué ocurre con las preguntas del tipo “qué”, relacionadas con el inventario de los seres naturales? De acuerdo con Jacob (2014), estas preguntas, y sus respuestas, se van agrupando en una rama del conocimiento denominada historia natural, basada en el análisis de las estructuras visibles y su clasificación, según su grado de organización y sus capacidades de movimiento y razonamiento: animales, vegetales y minerales, inicialmente sin separaciones netas entre ellas. Antes de entrar más a fondo con la clasificación de los seres vivos, en el siglo XVII, vamos a ver que el elemento común de estos dos campos del conocimiento -la fisiología mecanicista y la historia natural- es el movimiento, y sus leyes. Así, en el primer campo, se aborda el estudio del esqueleto de los animales en relación con su tamaño, al tipo de desplazamiento por su medio físico; a la circulación de la sangre mediante el efecto de bombeo del corazón, etc. Todas las fuerzas de naturaleza divina, del siglo XVI, son sustituidas por fuerzas mecánicas; aunque, pronto, éstas muestran sus limitaciones para explicar la creciente complejidad del mundo vivo. Además, y no menos importante, escapando de las explicaciones teológicas se había llegado a concebir la naturaleza como una máquina, pero una máquina obedece a un diseño y a una inteligencia diseñadora exterior, esto es a un proyecto, a una finalidad; en definitiva, recaemos en un pensamiento teleológico.
Pero llegar a un pensamiento totalmente objetivo es difícil; en el tránsito de la teología al materialismo nos encontramos con toda clase de situaciones intermedias de naturaleza metafísica. Así, por ejemplo, tenemos posiciones de materialismo científico, pero deístas, como la de Descartes: Dios crea el mundo, con sus leyes y su movimiento inicial, pero luego deja de intervenir. Para Descartes, los humanos, con nuestro pensamiento, establecemos una relación singular con la naturaleza: “nosotros, que conocemos, y los objetos que deben ser conocidos”. El conocimiento se desplaza, así, de la mera contemplación de una naturaleza en continua creación divina, al desciframiento de sus leyes para entender su funcionamiento.
También abundan las posiciones animistas y vitalistas, que exaltan supuestas actividades y transformaciones, de carácter mágico, de la materia viva. Hay una tendencia a entender el mundo vivo desde la perfección de una inteligencia infinita, o desde la atribución a muchos seres vivos de cualidades humanas. Un buen ejemplo de esto lo tenemos en las explicaciones que encontramos, en el siglo XVIII, acerca de la perfección y regularidad de las celdillas de los panales de abejas; coincidente con el mejor aprovechamiento posible del espacio: cada celdilla establece un estrecho contacto con otras doce sin dejar intersticio alguno. Como ya hemos señalado, las explicaciones basadas en la tendencia a la perfección de la naturaleza oscilan desde la suposición de una inteligencia infinita, que ordena cómo deben actuar las abejas, al planteamiento de una capacidad de conocimiento matemático de las abejas.
Pero hay otra explicación alejada de la perspectiva perfeccionista, de naturaleza teleológica; se trataría de un enfoque materialista monista basado en la necesidad de los procesos naturales (energético-materiales) y en la contingencia de los sucesos. Así se observa que, en la naturaleza, aparecen objetos diversos de simetría hexagonal siempre que estructuras cilíndricas o esféricas son sometidas a presiones iguales. En el caso de los panales de abejas, cada gota de cera -y la abeja en su interior- tienden a ocupar el mayor volumen posible en el espacio disponible, donde el contacto de unas gotas contra otras las empuja a adoptar, necesariamente, una forma hexagonal. En esta forma de ver las cosas, genuinamente científica, sustituimos la teleología metafísica -no sólo los dioses o los demiurgos sino también una inteligencia infinita externa o la capacidad matemática de las abejas- por las leyes naturales de la física (la necesidad) y sus condiciones de actuación (la contingencia); no hace falta nada más para explicar la maravillosa forma de los panales de abejas, la selección natural explica su perspectiva evolucionista.
Por otro lado, en oposición al mecanicismo -y sus limitaciones para explicar la complejidad de la vida- aparecen en el siglo XVIII diversas corrientes vitalistas, además de marcado carácter teleológico, para dar cuenta de la finalidad de los seres vivos. En estas corrientes, y a diferencia del animismo, la fuerza vital, como propiedad de la materia, se “instala” en cada parte diferenciada del organismo para otorgarle sus características particulares; pero los vitalistas no la “persiguen” para entenderla, sólo utilizan la fuerza vital como interpretación de sus investigaciones. En oposición a la máquina del mundo o a la perfección extrema de lo vivo, los vitalistas pretenden conocer a los seres vivos mediante el estudio de sus estructuras visibles: deslindarlas y liberarlas de adherencias mecanicistas y metafísicas, para intentar interpretarlas científicamente; pero, aunque la interpretación final es vitalista, en el análisis de las partes de los seres vivos se aplica todo el rigor metodológico que la física ha ido consiguiendo a lo largo del siglo XVII.
Así, la naciente historia natural realiza la primera descripción y clasificación de los seres vivos basada en el conocimiento y comparación de sus estructuras visibles y sus relaciones: ¿cuáles son semejantes y cuáles diferentes? Se inicia pues la observación, la descripción y la comparación de los seres vivos, más mediante el análisis de sus partes que por su visión global. Pero hay que elegir qué se compara. Según Linneo, la descripción de las partes debe hacerse “según el Número, la Figura, la Proporción y la Situación”. Así, por ejemplo, no se trata de comparar una planta con otra globalmente, sino de comparar, según los criterios de Linneo, las partes de una y otra: pétalos, sépalos, hojas, estambres, pistilos, etc. El número de elementos a analizar y sus combinaciones posibles es enorme. La tarea es ingente y llena de dificultades, aún más en aquella época. Jacob (2014) plantea algunas de ellas:
·       Primero, por la diversidad del mundo viviente: el número de variedades conocidas, que suman varias decenas de miles a finales del siglo XVII, aumenta sin cesar, y el microscopio ha privado de todo límite al mundo viviente.
·       Segundo, por su continuidad: hasta el siglo XIX no sólo no existe una frontera bien definida entre los seres y las cosas, sino que el mundo vivo forma una trama ininterrumpida. Todo es progresivo, gradual. La naturaleza no da saltos.
·       La tercera dificultad para ordenar el mundo viviente estriba en que, como dice Buffon, “en la naturaleza no existen más que individuos, y los géneros, los órdenes y las clases sólo existen en nuestra imaginación”.
En el límite, para reflejar fielmente la naturaleza, una clasificación de los seres debería ramificarse hasta el infinito. Debería comprender tantas categorías como individuos pueden existir. Pero entonces no sería posible la ciencia.
Se trata de vislumbrar las “líneas de separación” allí donde todo parece continuo, de encontrar vacíos allí donde la naturaleza parece ignorarlos.
Como veremos más adelante, estas dificultades que expone Jacob encuentran respuestas, distintas pero complementarias, en los trabajos de Cuvier y Darwin: la unidad y la unicidad (la diversidad extrema) de los seres vivos sólo pueden explicarse mediante un origen y una evolución común, donde la contingencia sustituye a la generación continua de la cadena de los seres.
Jacob subraya la dificultad para clasificar los seres vivos, con palabras de Buffon: “Éste es el punto más delicado de la historia de las ciencias: saber distinguir bien lo que hay de real en un sujeto de lo que nosotros introducimos de arbitrario al considerarlo”. Este problema tiene que ver con las limitaciones humanas a la hora de enfrentarse con el conocimiento de la realidad. La imagen que obtenemos de ella puede tener mejor o peor perspectiva -en unos casos veremos los bueyes delante del carro, y en otros detrás- dependiendo de las ideas filosóficas que guíen nuestra interpretación; pero también podemos ver la realidad con más o menos píxeles, pero bien enfocada, dependiendo de los medios analíticos que empleemos. Todo es cuestión de información: el big data complementa y sustituye a las estadísticas sociológicas, mientras que en física se recurre a la mecánica estadística y a la mecánica cuántica para operar desde nuestras limitaciones observacionales. Sin duda la mejor clasificación de los seres vivos sería la individual, la que siguiera las ramas y ramitas de la evolución hasta cada ser vivo. Pero, obviamente, esto es imposible y, además, poco práctico: sería como intentar conocer la trayectoria singular de cada molécula de un gas. A pesar de todas estas dificultades, el genio de Linneo, aun desde una perspectiva creacionista, consiguió una clasificación tan ajustada al orden natural que dejó preparado el camino para las teorías evolucionistas venideras.
Para Linneo, la mejor clasificación posible de las plantas implica: la observación atenta, la descripción completa y rigurosa de todas las partes visibles y la extracción del carácter propio de cada una de ellas; algo así como la caricatura de cada planta, sus rasgos más característicos. Con esta simplificación, se trata ahora de comparar el carácter de unas plantas con el de otras, buscar sus similitudes y diferencias; y, así, ir estableciendo jerarquías de clasificación o taxones, es decir una taxonomía. Linneo distingue, así, cinco taxones: Reino, Clase, Orden, Género y Especie. Las especies presentan variedades, que Linneo explica por “una causa accidental, debida al Clima, al Terreno, al Calor, a los Vientos, etc.”. Conviene reflexionar aquí sobre la explicación de Linneo a la existencia de variedades en relación con la consideración de Buffon sobre la única existencia de individuos en la naturaleza y no de categorías taxonómicas. Aquí hace falta ahondar en la relación entre las especies y sus medios, para ver que las variedades suponen realmente la contingencia última y particular de poblaciones de individuos -de una determinada especie- adaptados a las condiciones singulares de sus respectivos medios; y esto no es un dato anecdótico.
De todas las clasificaciones de los seres vivos que se proponen en el siglo XVII, se van eligiendo las que reducen la arbitrariedad e intentan encontrar el orden natural; entre ellas destaca el sistema natural de Linneo, con su nomenclatura binomial, que designa a las especies con dos nombres: el primero, en mayúscula, hace referencia al género; y el segundo, en minúscula, indica la especie; así, por ejemplo, el nombre específico del lobo es Canis lupus. Hemos dicho que el sistema natural de Linneo preparó el camino a las teorías evolucionistas posteriores, y esto a pesar de su concepción creacionista. La explicación de esta paradoja viene de su celo por entender y ajustarse al orden natural. Para Jacob (2014), Linneo aplicó las ideas de Aristóteles -tintadas por la escolástica de la época- de identificar a los seres vivos por su esencia, entendida ésta como una combinación de género y diferencia; y, junto con su concepción creacionista, buscó lo esencial de las plantas en lo relativo a “la generación ininterrumpida de las especies”; esto es, a la continuidad estructural de la cadena de los seres, donde generación tras generación -desde la creación- lo semejante genera siempre lo semejante. Y este planteamiento, a pesar de sus problemas de enfoque, da un punto de objetividad a los sistemas naturales de clasificación: el parentesco entre los individuos, esto es, las relaciones de filiación en las especies. Esta búsqueda de la esencia de los seres vivos llevó a Linneo a centrar su búsqueda de orden natural no tanto en su estructura visible como en la continuidad generacional de la misma a través de las especies. En palabras de Linneo: “Contamos con tantas especies como formas creadas hubo en el principio”. Así pues, el concepto de especie es, desde el siglo XVII, la piedra angular de todos los sistemas naturales de clasificación biológica; aunque, en su nacimiento, es utilizado para poner orden en la continuidad, gradual y fijista, de la cadena de los seres desde su creación. Habrá que esperar hasta el siglo XIX, con Darwin, para concebir una filiación evolutiva de las especies.
En el avance del conocimiento de las ciencias naturales, desde siglo XVII, vamos a ver cómo nace la química -en distintas etapas- mediante la confluencia del conocimiento empírico, con connotaciones mágicas, de la alquimia con el más científico de la física, de la mano de Newton, que mostró gran interés y dedicó mucho tiempo al estudio y práctica de la primera, pero, inevitablemente, sin perder la perspectiva de sus gigantescos logros en la segunda. Para Jacob (2014), Newton va descubriendo el mundo de la alquimia, con sus sustancias, pero desde la atalaya conquistada en el mundo de la física: a las leyes del movimiento de la mecánica añade, ahora, la noción de una materia constituida por partículas y de un espacio vacío por el que se desplazan. Aparece también el concepto de atracción entre las partículas, que da coherencia al universo material; pero también proporciona una explicación científica a la unión preferente de unas sustancias con otras, que la alquimia relacionaba con la astrología. A partir del concepto de atracción se desarrolla el de afinidad, como la fuerza que une sustancias diferentes, en mayor o menor grado. Se observa que en una mezcla de sustancias unas son desplazadas por otras en función de sus afinidades relativas; que pueden medirse, así, determinando el grado de desplazamiento de unas sustancias por otras. La afinidad de las sustancias es, como el carácter de las plantas, la marca que sirve para poner orden en la naciente química. Responde a las preguntas de tipo “qué”, pero respondiendo al “cómo”.
De esta manera, Lavoisier utiliza un método similar al de Linneo para clasificar las sustancias químicas, agrupándolas por sus propiedades comunes, por su “carácter”, y por la forma de reaccionar los miembros de un grupo con los de otro. Al igual que ocurría con la botánica, es muy importante la nomenclatura de las sustancias químicas en función de sus propiedades generales y específicas; por ejemplo, carácter general de ácido y específico de tipo de ácido: ácido clorhídrico, ácido sulfúrico.
Esta transición del mecanicismo de la física, impulsada por Newton -que sirve de partera a la naciente química- tiene su correlato en las ciencias de la vida. Si hasta entonces las preguntas del tipo “cómo”, que se hacía la fisiología, no pasaban del análisis mecánico de la circulación de la sangre impulsada por el bombeo del corazón; en el siglo XVIII este tipo de preguntas encuentra apoyo en los conceptos y métodos de la química. Se inicia así el estudio químico de la respiración y de la digestión. Lavoisier compara la respiración de un animal con la combustión de una vela, aplica los mismos métodos de estudio y extrae los mismos conceptos. Se abre una nueva época para el estudio funcional de cualquier órgano desde la química; y, a diferencia del anterior estudio estructural de las partes visibles, la perspectiva funcional permite vislumbrar el organismo como un todo integrado de órganos, aparatos y sistemas en las denominadas funciones vitales. Esta visión orgánica funcional de los seres vivos va a permitir, al fin, salir del circulo vicioso de la generación -divina o mágica- de la cadena continua de los seres, caracterizados por sus estructuras visibles.


BIBLIOGRAFÍA

·       Jacob, F. (2014). La lógica de lo viviente. Metatemas. Tusquets Editores. Barcelona.
·       Mayr, E. (2016). Así es la biología. Ed. Debate. Barcelona.
·       Bernal, J. D. (1979). La ciencia en la historia. Editorial Nueva Imagen. México.
·       Ordoñez, J.; Navarro, V.; Sánchez Ron, J. M. (2015). Historia de la ciencia. Espasa. Barcelona.
·       Solís, C. y Sellés, M. (2015). Historia de la ciencia. Espasa. Barcelona.





































































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