Como
hemos visto en las entradas anteriores, en la segunda mitad del siglo XIX se
producen grandes avances en el conocimiento de los seres vivos, ya liberado de
creadores y de fuerzas misteriosas; y con estos nuevos conocimientos se asienta
la biología experimental –inicialmente en ramas como la anatomía, la
fisiología, la citología, la microbiología, la evolución, la genética, la
bioquímica y la inmunología- al lograr deslindar las unidades propias de los
niveles de integración, que actúan como agentes en los procesos biológicos –individuos
pluricelulares, células y biomoléculas, principalmente- así como sus relaciones
evolutivas. Respecto a esto último, queremos adelantar aquí que las principales
teorías evolucionistas mantienen diferentes posiciones frente al papel relativo
que desempeña el medio ambiente en las relaciones evolutivas entre los agentes
biológicos. Sensu lato, veremos que el planteamiento de este problema está
indisolublemente asociado a otros: como el de la prioridad entre estructura y
función, y el de las relaciones entre el azar, la necesidad y la contingencia.
En este
recorrido histórico vamos a prestar particular atención al necesario
equilibrio, en el avance del conocimiento científico, entre lo que llamamos las
ideas -de carácter inicialmente más filosófico- y los conceptos,
más pegados a la experiencia conseguida mediante el análisis de los objetos. No
se trata de unir, sin más, filosofía y ciencia, sino de entender el estado
actual de la ciencia por su historia. Así,
a lo largo de la historia de la ciencia, mediante este equilibrio dinámico
entre ideas y conceptos, se han ido construyendo hechos y teorías, a medida que
el conocimiento empírico y el experimental consolidaban los conceptos. En este
sentido, debemos tener en cuenta que para que un objeto pueda ser analizado, no
es suficiente con descubrirlo; hace falta una nueva mirada que lo explique, una
teoría que lo interprete, como se ilustra perfectamente con los descubrimientos
que el microscopio y el telescopio ponen delante de nuestros ojos; ambos
instrumentos nos ayudan a ver, pero es la teoría -como la Teoría Heliocéntrica-
la que nos permite observar e interpretar. Las observaciones llevadas a cabo
por A. Leeuwenhoek y por R. Hooke, carentes de explicación teórica, sólo pusieron
de manifiesto un mundo desconocido que frecuentemente descentraba a los
naturalistas, ya abrumados con sus problemas de clasificación de seres
macroscópicos; el pensamiento de la época no sabe que hacer con esta explosión
de diversidad microbiana, y a lo más que llega es a reavivar la discusión entre
partidarios y detractores de la idea de generación espontánea.
Así
pues, algún tipo de teoría enmarca siempre los hechos, los enunciados
observacionales: las preguntas y las respuestas. A este respecto, como ya hemos
visto en alguna entrada anterior, E. Schrödinger resaltaba la importancia de la
teoría en la ciencia con una expresiva frase: “Se trata no tanto de ver lo que
aún nadie ha visto, como de pensar lo que todavía nadie ha pensado sobre
aquello que todos ven”. Esta frase es parecida a otra previa de J. W. von Goethe:
“Todo ha sido ya pensado. El problema es pensarlo de nuevo.” No encuentro mejor
resumen, para ilustrar la relación entre hechos y teoría, que el de estos dos
grandes genios.
Para
abordar convenientemente esta cuestión, hemos de recordar que, hasta llegar al
momento glorioso del comienzo de la biología experimental, el estudio de los
fenómenos vitales realizó una larga travesía, partiendo de la concepción
fijista y creacionista de la naturaleza en su conjunto, propia del pensamiento escolástico.
Así, desde el siglo XVI hasta el XX se produce un cambio profundo en el
conocimiento de los seres vivos y de su entorno natural. A este respecto, Jacob
(2014) ofrece una visión panorámica bastante detallada de este proceso de cambio,
que yo utilizo como hilo conductor para mi interpretación crítica de la
historia y filosofía de la biología. Así pues, a partir de aquí nos limitaremos
a hacer una revisión de las principales ideas tratadas en entradas anteriores,
pero desmenuzando los elementos principales de la historia del conocimiento
biológico –ideas, hechos y conceptos en la mente de los principales autores de
estos siglos- para ver cómo aparecen mezclados de formas distintas; auténtico
caleidoscopio de la realidad en cada época, y en cada autor: materialismo,
vitalismo, continuidad, discontinuidad, uniformismo, gradualismo,
saltacionismo, teleología, azar, necesidad, contingencia, estabilidad,
variación, estructura, función, etc.; en distintas combinaciones y
proporciones. Llegados a este punto, no podemos eludir la cuestión: ¿cuál es el
caleidoscopio, o caleidoscopios, de nuestra época? ¿Cuáles son las principales ideas,
hechos y conceptos que debemos colocar en la actualidad, para obtener una
imagen, lo más precisa posible, de la realidad? En las sucesivas entradas
intentaremos dar respuesta a estas preguntas, y formarnos la imagen más
adecuada que, actualmente, nos ofrece el conocimiento de los seres vivos.
En
algunas entradas anteriores hemos visto que nuestra imagen del mundo puede
venir de la mano de la religión, de la filosofía o de la ciencia. De las tres
fuentes, la única que es totalmente ajena a una visión lo más objetiva posible
de la realidad, es la religión, que se mueve en el terreno de las creencias; y,
por tanto, debe estar circunscrita, y respetarse, en el ámbito de la intimidad
de los creyentes.
Las
otras dos fuentes -la filosofía y la ciencia- no sólo no se excluyen, sino que,
como ya hemos visto y ampliaremos aquí, se necesitan mutuamente para sus
respectivos progresos. Recordemos que -en algunas de esas entradas anteriores:
Ciencia, filosofía y religión (10 de mayo de 2018)- distinguíamos entre las
preguntas que se hace la ciencia y las que se hace la filosofía. Así decíamos
que, mientras que la filosofía se plantea el sentido del mundo: ¿por qué las
cosas son?, la ciencia aborda principalmente el modo de ser de la realidad
material: ¿cómo son las cosas? Aunque esta formulación de principios parece
poner algunos límites claros entre estas dos fuentes del conocimiento racional,
pronto veremos que las ideas y los conceptos de ambas se entremezclan
permanentemente. En la misma entrada, también veíamos cómo E. Mayr (2016)
plantea que la biología, como cualquier otra ciencia, debe responder a tres
tipos de preguntas: “¿qué?”, “¿cómo?”, y “¿por qué?”; y que la respuesta a
estas preguntas debe ayudar a delimitar las distintas ramas de la biología y
sus respectivas naturalezas filosóficas. Así pues, el planteamiento filosófico
de ¿por qué las cosas son?, necesariamente tiene en cuenta “el qué”, “el cómo”
y “el por qué” aportados por el conocimiento científico. De esta forma,
paulatinamente, a medida que aumenta el ámbito y la experiencia del análisis
del mundo material, muchas de las ideas filosóficas se van transformando en
conceptos científicos. Por su parte, los científicos siempre van a enmarcar los
nuevos hechos con teorías previas, preñadas de ideas y conceptos.
Las preguntas del tipo “¿qué?” son fundamentales para iniciar cualquier clase
de conocimiento científico. Estas preguntas nos llevan a describir, identificar
y clasificar seres y procesos del ámbito de la realidad material que nos
propongamos conocer, sea cual sea su nivel de integración: bioquímica, biología
molecular, celular, pluricelular (botánica, zoología), etc.
Las preguntas del tipo “¿cómo?” y “¿por qué?” pretenden ir más allá de la necesaria
descripción y clasificación inicial. El “¿cómo?” es más frecuente en las
ciencias físicas que el “¿por qué?”, y esto principalmente por su dominio de
actuación, cuyas entidades materiales se remontan al Big Bang. Más allá de este
dominio las preguntas del tipo “¿por qué”? caen, actualmente, en el ámbito de
la metafísica; aunque es posible que, en un futuro no muy lejano, se amplíe el
ámbito de actuación más allá del Big Bang, y lo que hoy es metafísica se
constituya en física, como ha ido pasando repetidamente con muchas ideas desde
el modelo geocéntrico hasta la actualidad.
Por su
parte, en biología, el “¿cómo”? delimita un enfoque funcional característico de
la fisiología del nivel de complejidad celular o pluricelular. Así, en el siglo
XIX -antes de la formulación de la teoría de la evolución por selección natural
de Charles Darwin- en las ciencias naturales predominaban las preguntas del
tipo “¿cómo?”, tanto en fisiología como en embriología, ambas disciplinas muy
fisicistas. Mayr (2016) comenta al respecto que estas dos disciplinas “también
se planteaban, en esa época, preguntas del tipo ¿por qué?; pero para el
cristianismo dominante en Occidente la respuesta era fácil: Dios el Creador
(creacionismo), Dios el Legislador (fisicismo) o Dios el Diseñador (teología
natural)”.
Con la
irrupción de Darwin en la biología, las preguntas del tipo “¿por qué?” adquieren
sentido dentro del paradigma evolucionista darwiniano: en este momento, la
biología comienza a plantearse, de forma científica, objetiva, el origen, la
naturaleza y la evolución de los seres vivos. Efectivamente, con la publicación
en 1859 de El origen de las especies por
selección natural (Darwin, 1980)
podemos fechar el nacimiento de la moderna biología, y no sólo por la
importancia incuestionable de la obra de Darwin, sino porque, en la inmediatez
de esta fecha, ven la luz la teoría celular de Schleiden, Schwann y Virchow;
los experimentos de Louis Pasteur que ponen fin a las especulaciones vitalistas
sobre la generación espontánea de vida; y los trabajos de Gregor Mendel sobre
la naturaleza particulada de la herencia. Estos cuatro hitos ponen fin,
formalmente, a cientos de años de prejuicios y oscurantismo alrededor de los
seres vivos; que eran considerados entidades fijas, sin variación alguna, bien
como productos de la creación divina, o bien como resultado de un proceso de
generación espontánea bajo la acción de algún tipo de fuerza vital.
En esta
breve revisión histórica del avance del conocimiento biológico vamos a comenzar
por el siglo XVI en Europa, momento y lugar desde el que surgirán los primeros
brotes de pensamiento científico. La historia que pretendemos abordar aquí es
la historia de la idea de naturaleza, a medida que se va
transformando en concepto científico, desde la concepción de instrumento para
los designios divinos, del siglo XVI, hasta la actualidad, pasando por Darwin,
que marca el punto de inflexión científico con su visión genuinamente
materialista de la evolución por selección natural.
La naturaleza como agente de Dios
A la luz
de los conocimientos actuales, resulta casi inconcebible la idea del siglo XVI
de que los seres vivos eran engendrados por generación divina: por una parte, animales
y plantas, que pueden engendrar semejantes mediante la unión, por la acción de
Dios, de la materia y la forma; aunque, aquí, los padres no sean más que la
sede de las fuerzas (el alma y el calor innato del líquido seminal) que unen la
materia con la forma. Por otra parte, los seres considerados inferiores
(gusanos, moscas, serpientes, ratones, etc.) que no nacen de la simiente, sino
por generación espontánea desde la materia en putrefacción, la suciedad y el
barro, bajo la acción del calor del Sol.
Veremos
que el concepto científico de reproducción no se forma hasta la segunda mitad
del siglo XVIII, a partir de experiencias de regeneración en invertebrados. A
pesar de que es ya evidente que los humanos nos reproducimos sexualmente,
seguimos empleando el término generación para designar cada eslabón de la
concatenación sucesiva de padres e hijos. Pero, aun sin tener la concepción
científica de reproducción sexual, no era menos evidente, para los humanos de
cualquier época, la relación de semejanza entre padres e hijos: los corderos
generaban corderos; los caballos, caballos; las uvas, uvas. Además, todos ellos
con características parecidas. Está claro que la humanidad ha sabido aprovechar
su experiencia práctica, al margen de sus creencias religiosas; como ilustra el
refrán: a Dios rogando y con el mazo dando. Al igual que hemos visto con el
avance del conocimiento científico, las ideas -en este caso religiosas-
acompañan siempre a la experiencia, sea ésta del tipo que sea. Así pues, por un
lado, tenemos las creencias, muchas veces atenazadoras; y, por otro, la
práctica empírica de jardineros, agricultores y ganaderos. Paradójicamente, es
en el terreno del conocimiento filosófico y científico sobre los seres vivos, donde
más ha costado desterrar creencias y supersticiones -quizá porque los
estudiosos de la naturaleza eran mayoritariamente clérigos- como la idea de
generación espontánea, que se mantuvo hasta que Pasteur la refutó
definitivamente en la segunda mitad del siglo XIX.
Para
Jacob (2014), el siglo XVI es un siglo sin leyes de la naturaleza: “No se
distingue entre la necesidad de los fenómenos y la contingencia de los
sucesos”. Las leyes de la naturaleza empezarán a asomar en la mente de los
científicos en el siglo XVII, pero inicialmente sólo en la física; poco después
en la química; y mucho más tarde en la biología. Esto es consecuencia del aumento
de la contingencia en la evolución de los seres vivos, respecto a los niveles
de integración inferiores (molecular, atómico, y subatómico): menos complejos y
mucho más regulares y predecibles. Por eso, la biología tiene algunas
particularidades respecto a las otras ciencias naturales: tiene menos leyes, es
histórica, y resulta más difícil de matematizar. Los sucesos contingentes en
biología son hechos históricos irrepetibles, que no pueden enunciarse como
leyes, pero que dejan su huella evolutiva en la estructura y en la función de
los seres vivos. Sólo la necesidad de los fenómenos (lo que no puede dejar de
ser) puede elevarse a ley, también en los fenómenos en los que estén implicados
los seres vivos y sus procesos. Como ya vimos en algunas entradas anteriores (El
azar, la necesidad y la contingencia, principalmente) cada contingencia, en
la evolución biológica, encadena necesidades previas con nuevas necesidades, propias
de las estructuras resultantes en la última contingencia.
Pero volviendo
al siglo XVI, en él todo parece embrollado, caprichoso, resultado del designio
divino; como hemos visto, todo ser se explica mediante la unión singular de
materia y forma. Aquí reaparecen las ideas aristotélicas, pero teñidas de las
creencias de la escolástica. No hay leyes naturales que permitan entender a los
seres y sus procesos; la naturaleza aparece ligada a la voluntad de
Dios, pero no como el resultado acabado de su obra, sino como su agente
ejecutor: el que da forma a la materia generando permanentemente los
seres -ríos, montañas, planetas, animales, plantas- manteniendo y dirigiendo su
creación. Resultado de esta creación divina, cada ser vivo es un eslabón de la
cadena secreta que une todos los objetos de este mundo, la cadena continua de
los seres. Veremos que esta idea está presente en el siglo XVII para
explicar la formación de los individuos de una misma especie, como resultado de
creaciones simultáneas realizadas sobre el modelo de la creación divina
inicial. Aquí vemos como la relación entre materia y forma (podríamos decir la
estructura) tiene carácter divino: la materia es como el barro con el que Dios
modela los seres. En palabras de Jacob (2014): “La generación no es más que una
de las recetas utilizadas cotidianamente por Dios para la conservación de un
mundo creado por Él”.
Pasará
algún tiempo hasta que la estructura, se explique científicamente como
resultado de las continuas interacciones de las unidades energético-materiales;
y esta cuestión tiene mucho que ver con la forma de entender las funciones y las
estructuras de los seres vivos, siempre estrechamente relacionadas en su evolución.
Pero
¿cómo salimos de este pensamiento teológico, cuyas causas primeras y fines
últimos son de naturaleza divina? Como ya hemos apuntado, la biología fue la
última ciencia natural en abandonar el pensamiento subjetivo; primero le costó
abandonar todo vestigio de teología; pero, aún hoy, tiene constantes
tentaciones de recaer en planteamientos vitalistas y teleológicos.
Disposición de las estructuras visibles
En el
siglo XVII los naturalistas comienzan con el análisis de las estructuras
visibles y la clasificación de los seres vivos. Como hemos comentado más
arriba, la generación ya no es una creación única, sino el medio regular que
asegura la perpetuidad de las especies; pero entendidas, éstas, aún en
la lógica de la cadena continua de los seres. En esta época, el foco de
atención, en las ciencias naturales, pasa de la creación de la naturaleza a su
funcionamiento físico. Galileo, Descartes, Leibniz, Newton, entre otros, se
plantean descifrar la ciencia de la naturaleza: hay que descubrir la clave, el
orden, el código, las causas de los fenómenos, y unirlos entre sí mediante
leyes. Estos grandes genios sustituyen el sistema de signos divino, dejado por
el Creador en los seres, por el sistema de signos de las matemáticas, que
permite descomponer, analizar y recomponer las cosas, por lo que resulta muy
objetivo y eficaz; pero limita el ámbito de la ciencia de la naturaleza a la
física, la única que puede expresarse en lenguaje matemático. Se pasa, así, de
la oscuridad de la interpretación de la naturaleza a través de los textos
sagrados, a la claridad y coherencia del cálculo matemático. Sólo así se puede
elevar a ciencia la interpretación de fuerzas aún misteriosas como la gravedad.
Pero
¿qué pasa con el estudio de los seres vivos? Para empezar, hasta finales del
siglo XVIII no existe una frontera clara entre las cosas y los seres vivos, que
hasta entonces forman un todo continuo en la cadena de los seres. Así, según
Buffon: se puede “ir bajando gradualmente de la criatura más perfecta hasta la
materia más informe, del animal mejor organizado al mineral más tosco”, (Jacob,
2014).
Antes de
continuar con los avances en el conocimiento de los seres vivos, quiero hacer
una llamada de atención sobre la controversia entre la perspectiva gradualista
y la saltacionista en las teorías evolucionistas. Frecuentemente se asocian -y
se desacreditan- las posiciones saltacionistas con las catástrofes
creacionistas; sin embargo, aquí vemos claramente asociado el gradualismo con
la idea creacionista de la cadena continua de los seres. Más adelante retomaremos
esta polémica.
Pero volviendo
al siglo XVII, tenemos que destacar la influencia de la física, y más
concretamente de la mecánica, en el avance del conocimiento científico de los
seres vivos. En este momento no hay alternativa, o se continua con la imagen
confusa de una naturaleza teológica, o se busca una imagen coherente y unitaria
del mundo natural; y esta unidad y coherencia sólo podía venir de la revolución
científica naciente en las ciencias físicas de la época: la mecánica. Así pues,
todo en la naturaleza funciona como una máquina, es más, toda la naturaleza es
una máquina. Esta concepción mecanicista afecta fundamentalmente a la naciente
fisiología, derivada de la práctica médica, que pretende responder a las
preguntas de tipo “cómo”, pero sin distinguir aún funciones vitales generales,
sólo órganos que funcionan dentro de la mecánica universal.
Pero
¿qué ocurre con las preguntas del tipo “qué”, relacionadas con el inventario de
los seres naturales? De acuerdo con Jacob (2014), estas preguntas, y sus
respuestas, se van agrupando en una rama del conocimiento denominada historia
natural, basada en el análisis de las estructuras visibles y su clasificación,
según su grado de organización y sus capacidades de movimiento y razonamiento:
animales, vegetales y minerales, inicialmente sin separaciones netas entre
ellas. Antes de entrar más a fondo con la clasificación de los seres vivos, en
el siglo XVII, vamos a ver que el elemento común de estos dos campos del
conocimiento -la fisiología mecanicista y la historia natural- es el movimiento,
y sus leyes. Así, en el primer campo, se aborda el estudio del esqueleto de los
animales en relación con su tamaño, al tipo de desplazamiento por su medio
físico; a la circulación de la sangre mediante el efecto de bombeo del corazón,
etc. Todas las fuerzas de naturaleza divina, del siglo XVI, son sustituidas por
fuerzas mecánicas; aunque, pronto, éstas muestran sus limitaciones para
explicar la creciente complejidad del mundo vivo. Además, y no menos
importante, escapando de las explicaciones teológicas se había llegado a
concebir la naturaleza como una máquina, pero una máquina obedece a un diseño y
a una inteligencia diseñadora exterior, esto es a un proyecto, a una finalidad;
en definitiva, recaemos en un pensamiento teleológico.
Pero
llegar a un pensamiento totalmente objetivo es difícil; en el tránsito de la
teología al materialismo nos encontramos con toda clase de situaciones
intermedias de naturaleza metafísica. Así, por ejemplo, tenemos posiciones de
materialismo científico, pero deístas, como la de Descartes: Dios crea el
mundo, con sus leyes y su movimiento inicial, pero luego deja de intervenir. Para
Descartes, los humanos, con nuestro pensamiento, establecemos una relación
singular con la naturaleza: “nosotros, que conocemos, y los objetos que deben
ser conocidos”. El conocimiento se desplaza, así, de la mera contemplación de
una naturaleza en continua creación divina, al desciframiento de sus leyes para
entender su funcionamiento.
También
abundan las posiciones animistas y vitalistas, que exaltan supuestas
actividades y transformaciones, de carácter mágico, de la materia viva. Hay una
tendencia a entender el mundo vivo desde la perfección de una inteligencia
infinita, o desde la atribución a muchos seres vivos de cualidades humanas. Un
buen ejemplo de esto lo tenemos en las explicaciones que encontramos, en el
siglo XVIII, acerca de la perfección y regularidad de las celdillas de los
panales de abejas; coincidente con el mejor aprovechamiento posible del
espacio: cada celdilla establece un estrecho contacto con otras doce sin dejar
intersticio alguno. Como ya hemos señalado, las explicaciones basadas en la
tendencia a la perfección de la naturaleza oscilan desde la suposición de una
inteligencia infinita, que ordena cómo deben actuar las abejas, al
planteamiento de una capacidad de conocimiento matemático de las abejas.
Pero hay
otra explicación alejada de la perspectiva perfeccionista, de naturaleza
teleológica; se trataría de un enfoque materialista monista basado en la
necesidad de los procesos naturales (energético-materiales) y en la
contingencia de los sucesos. Así se observa que, en la naturaleza, aparecen
objetos diversos de simetría hexagonal siempre que estructuras cilíndricas o
esféricas son sometidas a presiones iguales. En el caso de los panales de
abejas, cada gota de cera -y la abeja en su interior- tienden a ocupar el mayor
volumen posible en el espacio disponible, donde el contacto de unas gotas
contra otras las empuja a adoptar, necesariamente, una forma hexagonal. En esta
forma de ver las cosas, genuinamente científica, sustituimos la teleología
metafísica -no sólo los dioses o los demiurgos sino también una inteligencia
infinita externa o la capacidad matemática de las abejas-
por las leyes naturales de la física (la necesidad) y sus condiciones de
actuación (la contingencia); no hace falta nada más para explicar la maravillosa
forma de los panales de abejas, la selección natural explica su perspectiva
evolucionista.
Por otro
lado, en oposición al mecanicismo -y sus limitaciones para explicar la
complejidad de la vida- aparecen en el siglo XVIII diversas corrientes
vitalistas, además de marcado carácter teleológico, para dar cuenta de la
finalidad de los seres vivos. En estas corrientes, y a diferencia del animismo,
la fuerza vital, como propiedad de la materia, se “instala” en
cada parte diferenciada del organismo para otorgarle sus características
particulares; pero los vitalistas no la “persiguen” para entenderla, sólo
utilizan la fuerza vital como interpretación de sus investigaciones. En
oposición a la máquina del mundo o a la perfección extrema de lo
vivo, los vitalistas pretenden conocer a los seres vivos mediante el estudio de
sus estructuras visibles: deslindarlas y liberarlas de adherencias mecanicistas
y metafísicas, para intentar interpretarlas científicamente; pero, aunque la
interpretación final es vitalista, en el análisis de las partes de los seres
vivos se aplica todo el rigor metodológico que la física ha ido consiguiendo a
lo largo del siglo XVII.
Así, la naciente
historia natural realiza la primera descripción y clasificación de los seres
vivos basada en el conocimiento y comparación de sus estructuras visibles y sus
relaciones: ¿cuáles son semejantes y cuáles diferentes? Se inicia pues la
observación, la descripción y la comparación de los seres vivos, más mediante
el análisis de sus partes que por su visión global. Pero hay que elegir qué se
compara. Según Linneo, la descripción de las partes debe hacerse “según el
Número, la Figura, la Proporción y la Situación”. Así, por ejemplo, no se trata
de comparar una planta con otra globalmente, sino de comparar, según los
criterios de Linneo, las partes de una y otra: pétalos, sépalos, hojas,
estambres, pistilos, etc. El número de elementos a analizar y sus combinaciones
posibles es enorme. La tarea es ingente y llena de dificultades, aún más en
aquella época. Jacob (2014) plantea algunas de ellas:
·
Primero, por la diversidad del mundo viviente:
el número de variedades conocidas, que suman varias decenas de miles a finales
del siglo XVII, aumenta sin cesar, y el microscopio ha privado de todo límite
al mundo viviente.
·
Segundo, por su continuidad: hasta el siglo XIX
no sólo no existe una frontera bien definida entre los seres y las cosas, sino
que el mundo vivo forma una trama ininterrumpida. Todo es progresivo, gradual.
La naturaleza no da saltos.
·
La tercera dificultad para ordenar el mundo
viviente estriba en que, como dice Buffon, “en la naturaleza no existen más que
individuos, y los géneros, los órdenes y las clases sólo existen en nuestra
imaginación”.
En el límite, para reflejar fielmente la
naturaleza, una clasificación de los seres debería ramificarse hasta el
infinito. Debería comprender tantas categorías como individuos pueden existir.
Pero entonces no sería posible la ciencia.
Se trata de vislumbrar las “líneas de
separación” allí donde todo parece continuo, de encontrar vacíos allí donde la
naturaleza parece ignorarlos.
Como
veremos más adelante, estas dificultades que expone Jacob encuentran
respuestas, distintas pero complementarias, en los trabajos de Cuvier y Darwin:
la unidad y la unicidad (la diversidad extrema) de los seres vivos sólo pueden
explicarse mediante un origen y una evolución común, donde la contingencia
sustituye a la generación continua de la cadena de los seres.
Jacob
subraya la dificultad para clasificar los seres vivos, con palabras de Buffon: “Éste es
el punto más delicado de la historia de las ciencias: saber distinguir bien lo
que hay de real en un sujeto de lo que nosotros introducimos de arbitrario al
considerarlo”. Este
problema tiene que ver con las limitaciones humanas a la hora de enfrentarse
con el conocimiento de la realidad. La imagen que obtenemos de ella puede tener
mejor o peor perspectiva -en unos casos veremos los bueyes delante del carro, y
en otros detrás- dependiendo de las ideas filosóficas que guíen nuestra
interpretación; pero también podemos ver la realidad con más o menos píxeles, pero
bien enfocada, dependiendo de los medios analíticos que empleemos. Todo es
cuestión de información: el big data complementa y sustituye a las estadísticas
sociológicas, mientras que en física se recurre a la mecánica estadística y a
la mecánica cuántica para operar desde nuestras limitaciones observacionales. Sin
duda la mejor clasificación de los seres vivos sería la individual, la que
siguiera las ramas y ramitas de la evolución hasta cada ser vivo. Pero,
obviamente, esto es imposible y, además, poco práctico: sería como intentar
conocer la trayectoria singular de cada molécula de un gas. A pesar de todas
estas dificultades, el genio de Linneo, aun desde una perspectiva creacionista,
consiguió una clasificación tan ajustada al orden natural que dejó preparado el
camino para las teorías evolucionistas venideras.
Para
Linneo, la mejor clasificación posible de las plantas implica: la observación
atenta, la descripción completa y rigurosa de todas las partes visibles y la
extracción del carácter propio de cada una de ellas; algo así como la
caricatura de cada planta, sus rasgos más característicos. Con esta
simplificación, se trata ahora de comparar el carácter de unas plantas con el
de otras, buscar sus similitudes y diferencias; y, así, ir estableciendo jerarquías
de clasificación o taxones, es decir una taxonomía. Linneo distingue, así,
cinco taxones: Reino, Clase, Orden, Género y Especie. Las especies presentan
variedades, que Linneo explica por “una causa accidental, debida
al Clima, al Terreno, al Calor, a los Vientos, etc.”. Conviene reflexionar aquí sobre la
explicación de Linneo a la existencia de variedades en relación con la
consideración de Buffon sobre la única existencia de individuos en la
naturaleza y no de categorías taxonómicas. Aquí hace falta ahondar en la relación
entre las especies y sus medios, para ver que las variedades suponen realmente
la contingencia última y particular de poblaciones de individuos -de una
determinada especie- adaptados a las condiciones singulares de sus respectivos
medios; y esto no es un dato anecdótico.
De todas
las clasificaciones de los seres vivos que se proponen en el siglo XVII, se van
eligiendo las que reducen la arbitrariedad e intentan encontrar el orden
natural; entre ellas destaca el sistema natural de Linneo, con su nomenclatura
binomial, que designa a las especies con dos nombres: el primero, en mayúscula,
hace referencia al género; y el segundo, en minúscula, indica la especie; así,
por ejemplo, el nombre específico del lobo es Canis lupus. Hemos dicho que el
sistema natural de Linneo preparó el camino a las teorías evolucionistas
posteriores, y esto a pesar de su concepción creacionista. La explicación de
esta paradoja viene de su celo por entender y ajustarse al orden natural. Para
Jacob (2014), Linneo aplicó las ideas de Aristóteles -tintadas por la
escolástica de la época- de identificar a los seres vivos por su esencia,
entendida ésta como una combinación de género y diferencia; y,
junto con su concepción creacionista, buscó lo esencial de las plantas en lo
relativo a “la generación ininterrumpida de las especies”; esto es, a la continuidad estructural de la
cadena de los seres, donde generación tras generación -desde la creación- lo
semejante genera siempre lo semejante. Y este planteamiento, a pesar de sus problemas
de enfoque, da un punto de objetividad a los sistemas naturales de
clasificación: el parentesco entre los individuos, esto es, las relaciones de
filiación en las especies. Esta búsqueda de la esencia de los seres vivos llevó
a Linneo a centrar su búsqueda de orden natural no tanto en su estructura
visible como en la continuidad generacional de la misma a través de las
especies. En palabras de Linneo: “Contamos con tantas especies
como formas creadas hubo en el principio”. Así pues, el concepto de especie es, desde
el siglo XVII, la piedra angular de todos los sistemas naturales de
clasificación biológica; aunque, en su nacimiento, es utilizado para poner
orden en la continuidad, gradual y fijista, de la cadena de los seres desde su
creación. Habrá que esperar hasta el siglo XIX, con Darwin, para concebir una
filiación evolutiva de las especies.
En el
avance del conocimiento de las ciencias naturales, desde siglo XVII, vamos a
ver cómo nace la química -en distintas etapas- mediante la confluencia del
conocimiento empírico, con connotaciones mágicas, de la alquimia con el más
científico de la física, de la mano de Newton, que mostró gran interés y dedicó
mucho tiempo al estudio y práctica de la primera, pero, inevitablemente, sin
perder la perspectiva de sus gigantescos logros en la segunda. Para Jacob
(2014), Newton va descubriendo el mundo de la alquimia, con sus sustancias,
pero desde la atalaya conquistada en el mundo de la física: a las leyes del
movimiento de la mecánica añade, ahora, la noción de una materia constituida
por partículas y de un espacio vacío por el que se desplazan. Aparece también
el concepto de atracción entre las partículas, que da coherencia al universo
material; pero también proporciona una explicación científica a la unión
preferente de unas sustancias con otras, que la alquimia relacionaba con la
astrología. A partir del concepto de atracción se desarrolla el de afinidad,
como la fuerza que une sustancias diferentes, en mayor o menor grado. Se
observa que en una mezcla de sustancias unas son desplazadas por otras en
función de sus afinidades relativas; que pueden medirse, así, determinando el
grado de desplazamiento de unas sustancias por otras. La afinidad de las
sustancias es, como el carácter de las plantas, la marca que sirve para poner
orden en la naciente química. Responde a las preguntas de tipo “qué”, pero
respondiendo al “cómo”.
De esta
manera, Lavoisier utiliza un método similar al de Linneo para clasificar las
sustancias químicas, agrupándolas por sus propiedades comunes, por su
“carácter”, y por la forma de reaccionar los miembros de un grupo con los de
otro. Al igual que ocurría con la botánica, es muy importante la nomenclatura
de las sustancias químicas en función de sus propiedades generales y
específicas; por ejemplo, carácter general de ácido y específico de tipo de
ácido: ácido clorhídrico, ácido sulfúrico.
Esta
transición del mecanicismo de la física, impulsada por Newton -que sirve de
partera a la naciente química- tiene su correlato en las ciencias de la vida.
Si hasta entonces las preguntas del tipo “cómo”, que se hacía la fisiología, no
pasaban del análisis mecánico de la circulación de la sangre impulsada por el
bombeo del corazón; en el siglo XVIII este tipo de preguntas encuentra apoyo en
los conceptos y métodos de la química. Se inicia así el estudio químico de la
respiración y de la digestión. Lavoisier compara la respiración de un animal
con la combustión de una vela, aplica los mismos métodos de estudio y extrae
los mismos conceptos. Se abre una nueva época para el estudio funcional de
cualquier órgano desde la química; y, a diferencia del anterior estudio
estructural de las partes visibles, la perspectiva funcional permite vislumbrar
el organismo como un todo integrado de órganos, aparatos y sistemas en las
denominadas funciones vitales. Esta visión orgánica funcional de los seres
vivos va a permitir, al fin, salir del circulo vicioso de la generación -divina
o mágica- de la cadena continua de los seres, caracterizados por sus
estructuras visibles.
BIBLIOGRAFÍA
· Jacob, F. (2014). La lógica de lo viviente.
Metatemas. Tusquets Editores. Barcelona.
· Mayr, E. (2016). Así es la biología. Ed. Debate. Barcelona.
· Bernal, J. D. (1979). La ciencia en la
historia. Editorial Nueva Imagen. México.
· Ordoñez, J.; Navarro, V.; Sánchez Ron, J. M. (2015).
Historia de la ciencia. Espasa. Barcelona.
· Solís, C. y Sellés, M. (2015). Historia de la
ciencia. Espasa. Barcelona.
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