EL SISTEMA INMUNITARIO ADAPTATIVO MANTIENE LA HOMEOSTASIS MOLECULAR Y CELULAR DEL ORGANISMO
El sistema inmunitario nos defiende del exterior y equilibra nuestro interior
El
sistema inmunitario de los vertebrados es enormemente complejo e integra componentes
moleculares y celulares diversos tanto en su origen como en su naturaleza y
evolución. Su mera descripción con algún grado de detalle excede del propósito
de este post. Aquí solo quiero ofrecer una visión panorámica de este, en
relación con el modelo proteocéntrico expuesto en los post precedentes, sobre
la base de la enorme plasticidad adaptativa de las proteínas que actúan como receptores
antigénicos en su rama específica.
El
concepto de inmunidad procede del mundo latino clásico, donde hacía referencia
a personas o instituciones que estaban libres o exentos de ciertos oficios,
cargos, impuestos o penas. Su uso se extendió al estado de inmunidad
frente a una infección que exhibían los supervivientes de algunas epidemias. Estas
personas eran muy valoradas ya que al estar “libres de aprensión” podían ayudar
a los afectados por esa patología. Así pues, el concepto de inmunidad suponía
la adquisición de una memoria protectora frente a la enfermedad pasada. Ya en
el siglo XX, la naciente inmunología estableció que esta memoria solo la posee
el denominado sistema inmunitario adaptativo o específico –por dirigir una
respuesta singular frente a cada agente patógeno–, que además es tolerante con
las moléculas y células propias. En sentido estricto, solo podríamos hablar de
sistema inmunitario adaptativo en los vertebrados. Los invertebrados –y en
mayor o menor medida todos los seres vivos– poseen determinados sistemas
defensivos frente a los agentes externos, pero la mayoría son innatos. Los
vertebrados también poseen un sistema de protección de este tipo frente a los
patógenos. Dado que este sistema está integrado con el de inmunidad adquirida
específica, solo se considera un sistema inmunitario con dos ramas, aunque respecto
a sus componentes no podemos dejar de preguntarnos: ¿surgen de las mismas
familias celulares y moleculares, o proceden de grupos distintos y se unen, previa
selección, mediante integración funcional? En una primera aproximación al
problema, se puede hacer un seguimiento del desdoblamiento de funciones
previas. Igualmente, podemos seguir la ontogenia de las líneas celulares
implicadas.
Empezando por esto último, vemos que a partir
de la célula madre hematopoyética pluripotencial se diferencian las líneas
linfoide y mieloide a partir de sus respectivos progenitores. La primera da
lugar principalmente a los linfocitos del sistema inmunitario adaptativo,
mientras que la segunda abarca a casi todas las células del sistema defensivo
innato. En cuanto a la función primordial, las células linfoides estarían
implicadas en mantener la homeostasis intercelular, esto es el equilibrio
dinámico entre las distintas poblaciones celulares de un animal vertebrado,
mediante la discriminación entre lo propio y lo ajeno. Así, los linfocitos del
sistema inmunitario adaptativo reconocen con sus receptores específicos las
moléculas que caracterizan las células del organismo que forman un auténtico
ecosistema en él: las propias (del orden de algunas decenas de billones), las
foráneas (algún orden de magnitud mayor) y las propias alteradas por una
infección intracelular o su transformación tumoral.
Con la
adquisición de la membrana plasmática –junto a los sistemas implicados en el
metabolismo y la replicación– surge la célula como unidad de vida, y con su
individualidad se diferencian dos medios: el externo, que rodea al organismo, y
el interno definidor de lo propio. Todos los seres vivos tienen un medio
interno, diferenciado del entorno, cuyas características y componentes deben
mantener mediante un equilibrio dinámico con el exterior. Desde el origen de la
vida, y a lo largo de una evolución sin propósito, se han seleccionado muchos procesos
y estructuras que han resultado convenientes para el mantenimiento de los seres
vivos frente a los cambios ambientales, entre otros, podemos considerar los
defensivos y los homeostáticos. En general, los primeros se agrupan en torno a
mecanismos inespecíficos establecidos hacia el exterior del organismo: bien de
tipo físico (barreras), químico (secreciones) o incluso biológico (microbiota
propia de los epitelios). Por otra parte, denominamos homeostáticos a los
procesos fisiológicos encaminados al mantenimiento de la constancia del medio
interno frente al estrés ambiental mediante un equilibrio dinámico con el
entorno. Así, tanto en las células como en los individuos pluricelulares
existen mecanismos de respuesta frente a estos cambios. En las primeras, por
ejemplo, tenemos las proteínas de estrés o de choque térmico (HSP) que se
ocupan de los desórdenes estructurales del resto de las proteínas ante
determinadas situaciones intentando mantener la identidad molecular propia. En
los animales vertebrados, los linfocitos del sistema inmunitario adaptativo se
enfrentan a los desequilibrios invasivos del medio interno tanto de las células
ajenas como de las propias enajenadas: tumores y células infectadas por
parásitos intracelulares.
La
discriminación entre lo propio y lo ajeno del sistema inmunitario adaptativo
desmenuza la evolución de las proteínas
Durante
una respuesta inmunitaria se adquiere memoria inmunológica a moléculas extrañas
merced a la producción de anticuerpos específicos frente a estas que inducen su
formación y, por ello, se denominan antígenos (literalmente generadoras
de anticuerpos). Los anticuerpos son básicamente proteínas que reconocen
con sus sitios de unión específicos o paratopos determinadas porciones de la
superficie molecular de los antígenos, los denominados determinantes
antigénicos o epítopos. Como una prueba más del carácter no proyectivo, carente
de diseño teleológico de la evolución biológica, conviene resaltar que ni los
anticuerpos ni los antígenos son benéficos o perjudiciales per se y, dependiendo
de las circunstancias, ambos tipos moleculares pueden comportarse de una u otra
forma: así, en las respuestas alérgicas frente a alimentos el sistema
inmunitario nos produce un daño frente a antígenos que nos benefician; igual
ocurre en las transfusiones y trasplantes, e incluso llegamos al extremo en las
enfermedades autoinmunes donde lo propio se toma por ajeno.
En
cuanto a la naturaleza de los antígenos, podemos decir que los anticuerpos
reconocen específicamente los epítopos de cualquier tipo de moléculas, pero el
sistema inmunitario es aparentemente caprichoso y paradójicamente los
linfocitos T no reconocen la superficie de las moléculas antigénicas. Así, mientras
los receptores para el antígeno de los linfocitos o células B (BCR) –que son inmunoglobulinas
o anticuerpos de membrana– pueden reconocer entre otros determinantes las zonas
superficiales de proteínas inmunogénicas, los correspondientes de las células T
(TCR) solo reconocen péptidos de esas moléculas (frecuentemente de su núcleo
interior) presentados por proteínas del complejo principal de histocompatibilidad
propio (MHC en sus siglas en inglés).
Una de
las principales conclusiones que podemos sacar tanto de la respuesta T como de
las características de los antígenos que reconoce, es que la genuina
discriminación entre lo propio y lo ajeno recae en ella, y fundamentalmente en
las proteínas del MHC. Pero quizá sea aún más importante que la naturaleza
singular de lo propio sea proteica. Para obtener una auténtica respuesta
inmunitaria adaptativa con especificidad y memoria, que implique a los
linfocitos B y T, el antígeno tiene que ser al menos parcialmente una proteína.
Estos antígenos se denominan timo-dependientes y son los más completos por
activar a las células T además de a las B. Se les denomina genéricamente
inmunógenos por su capacidad para generar una respuesta completa, y distinguir
así la inmunogenicidad de la antigenicidad o capacidad de unión de cada
determinante o epítopo al correspondiente receptor antigénico. Así, cualquier
molécula –grande, como un ácido nucleico, o pequeña como un grupo NO2–
posee antigenicidad y puede ser reconocida por anticuerpos específicos, pero
por sí sola no es inmunogénica, para ello debe unirse a una proteína. Estas
moléculas con antigenicidad pero sin inmunogenicidad se denominan haptenos.
También es importante el desde hace tiempo conocido efecto portador (carrier),
que subraya la naturaleza proteica de los inmunógenos, esto es, la necesaria
unión del hapteno a la misma proteína portadora tanto en la primera como en la
segunda inmunización con el hapteno para obtener memoria inmunológica frente a
él. Esta peculiaridad se explica actualmente por la necesaria interacción entre
los linfocitos colaboradores Th2 y los B que reconocen el mismo
antígeno.
La
unicidad molecular de los individuos
Lo
visto hasta el momento nos coloca ante un interesante misterio, ¿por qué las
células T, que son el vórtice del sistema inmunitario, solo reconocen
fragmentos de proteínas y además embutidos en una hendidura de las moléculas
del MHC? Para responder a esta cuestión vamos a repasar brevemente algunas
características de este complejo. En primer lugar, este grupo de genes es muy
polimórfico, es decir, presentan muchos alelos diferentes en cualquier
población, llegando a varios cientos para algunos de sus loci. Cualquier
individuo hereda seis genes de cada progenitor: tres de clase I (con hasta seis
alelos posibles) y otros tres de clase II (con seis a ocho alelos posibles
según los casos), por lo que en heterocigosis total puede llegar a presentar doce
(e incluso catorce en algunos casos) moléculas diferentes. Esto hace muy
improbable que incluso dos miembros de la misma especie exhiban el mismo
conjunto de proteínas de histocompatibilidad sobre sus células, lo que les proporciona
una auténtica identidad molecular. De hecho, estas proteínas y sus correspondientes
genes deben su nombre a que su descubrimiento estuvo relacionado con su
implicación en el rechazo de injertos de tejidos, por lo que se les denominó antígenos
de histocompatibilidad ya que generaban la producción de anticuerpos en el
receptor frente a las moléculas extrañas del donante. Pero, naturalmente, la
evolución biológica no es teleológica y no iba a seleccionar unas proteínas tan
complejas “pensando” en la llegada de una especie como la humana con un
posible desarrollo cultural que permitiese el trasplante de tejidos y órganos.
Evidentemente, las funciones del MHC tenían que ser otras. Así, se comprobó que
esta unicidad molecular condiciona principalmente algunas características
singulares de la respuesta inmunitaria individual, entre otras funciones menos
conocidas, y también la propensión a padecer determinadas enfermedades. Estas
proteínas actúan como receptores antigénicos en las denominadas células
presentadoras de antígeno (APC), las cuales digieren proteínas a péptidos que
se unen en el interior celular a las proteínas de histocompatibilidad;
posteriormente, estas los exponen en la membrana plasmática al reconocimiento
de los linfocitos T.
Los
elementos proteicos y genéticos de este complejo se dividen tanto funcional
como estructuralmente en dos grandes grupos denominados MHC de clase I y II. Las
proteínas del MHC de la clase I están en todas las células nucleadas del
organismo (por ejemplo, no aparecen en los eritrocitos humanos que son
anucleados), y presentan péptidos de proteínas de síntesis endógena a los
linfocitos T citotóxicos (caracterizados por el marcador glucoproteico CD8). Estos
reconocerán los péptidos como propios (síntesis proteica normal) o como
extraños (generalmente de proteínas víricas o procedentes de tumores) y
actuarán en consecuencia.
Las
proteínas del MHC de la clase II solo aparecen en las denominadas APC profesionales
que capturan y procesan antígenos exógenos: células B, macrófagos, células
reticuloepiteliales, células de Langerhans de la epidermis y de la mucosa
bucal, células dendríticas, entre otras. Todas ellas los presentan a los
linfocitos Th (helper), auxiliares o colaboradores, caracterizados por el
marcador glucoproteico CD4.
Las
proteínas de las dos clases del MHC presentan similitudes y diferencias tanto
funcionales como estructurales. Ambos tipos muestran una conspicua hendidura
exterior en la que se alojan los péptidos antigénicos. En el interior de ella
se ubican la mayoría de los residuos variables –que caracterizan tanto el
elevado número de alelos como el polimorfismo de estas moléculas– formando diferentes
cavidades a las que se unen selectivamente determinados residuos de los
péptidos, que así son distintos para un mismo antígeno procesado según sea la
molécula de histocompatibilidad que los presente; es decir, cualquiera de ellas
puede unir péptidos de muchas proteínas antigénicas, pero no todos los de un
mismo antígeno; además, en cada hendidura de la totalidad de moléculas
disponibles solo cabe un péptido de los posibles, por lo que hay cierta
competición por ese espacio. De esta manera, el polimorfismo del MHC se
manifiesta en la singular topografía y polaridad del sitio de unión a péptido
de sus proteínas, y en las consiguientes particularidades de los epítopos
mixtos MHC propio-péptido que presentan a los linfocitos T, donde el mismo
péptido adoptará diferentes conformaciones en función de la molécula que lo
albergue. La necesidad de este doble reconocimiento para la activación de las
células T fue descubierta en 1974 por R. M. Zinkernagel y P. C. Doherty, y
recibió el nombre de restricción por el MHC. Este fenómeno es consecuencia
directa del proceso de aprendizaje o educación tímica durante la
selección en este órgano del repertorio linfocitario T. En relación con esto, también
se vio que, a diferencia de lo que pasa con los anticuerpos y las células B, no
se podía adquirir inmunidad de forma pasiva mediante transfusión de linfocitos T
foráneos específicos para un determinado patógeno, ya que estos no reconocían
el MHC del individuo receptor. Aprovecho este fenómeno diferencial de la
adquisición de inmunidad por transfusión para relacionarlo con las experiencias
de Francis Galton –el primo de Darwin– en el intento de refutación de la teoría
de la pangénesis del padre de la teoría de la evolución por selección natural.
Como es bien sabido, Galton realizó transfusiones sanguíneas entre diferentes
razas de conejos para comprobar la posible transmisión de caracteres por la
sangre. La inmunología ha demostrado, respecto a la transmisión del estado de
inmunidad, que estas experiencias hubiesen dado un resultado positivo con la
respuesta humoral (anticuerpos de los linfocitos B) y otro negativo con la
celular (linfocitos T) debido a la restricción por el MHC. Esto debe hacernos
reflexionar sobre la necesidad de elegir bien el diseño experimental para
comprobar o refutar una hipótesis.
El
número de determinantes antigénicos superficiales en las proteínas globulares
es muy alto y potencialmente puede alcanzar cifras astronómicas con las
posibles combinaciones con haptenos como glúcidos, lípidos y ácidos nucleicos.
Esto hace que el número de anticuerpos diferentes frente a ellos, que puede
producir un ser humano mediante sofisticados mecanismos genéticos, sea del
orden de cien a mil millones. Con algunas particularidades, el número de
receptores para el antígeno de las células T (TCR) también es potencialmente
enorme. Pero el cuello de botella en el reconocimiento antigénico está en las
proteínas del MHC: catorce como máximo por individuo para todo el universo
antigénico. ¿Qué misterio encierra esta paradójica desproporción? Para abordar
esta aparente contradicción vamos a repasar algunas características de la
evolución de las proteínas, intentando diferenciar cuáles de ellas reconoce
cada tipo de receptor: MHC, TCR y BCR.
Características
de la evolución proteica
Desde la
perspectiva proteocéntrica que propongo en este libro, hemos destacado en
varias ocasiones la mayor o menor plasticidad adaptativa pregenética de muchas
proteínas frente a sus medios moleculares –tanto intracelulares como
intercelulares–, presente tanto en la filogenia como en la ontogenia y
fisiología, desde el origen de la vida a lo largo de la evolución biológica. Así,
por ejemplo, en el funcionamiento celular, se pone de manifiesto en procesos de
adaptación a variaciones del entorno que implican la transducción de señales hacia
el interior. En la fisiología animal, se puede observar en los múltiples
sistemas y aparatos que integran el organismo; pero, como ya hemos visto, quizá
el sistema que ilustre mejor la exaltación de la plasticidad proteica adaptativa
es el inmunitario, aun teniendo en cuenta que es el resultado de un alto grado
de especialización.
Así, volviendo
a la paradoja planteada anteriormente en el reconocimiento antigénico diferencial
de los linfocitos B y T, tenemos que intentar resolverla recreando cómo pudo seleccionarse,
en la etapa prebiótica, el juego entre dos tipos de naturaleza molecular pertenecientes
a los polipéptidos proteinoides que se formaron al azar en la sopa primordial,
a saber: las estructuras que son predominantemente hidrofílicas y las que son
hidrofóbicas. Las primeras suelen presentar un mayor grado de desorden estructural
y, por consiguiente, de capacidad de unión por ajuste inducido a diferentes
ligandos moleculares. Por su parte, las segundas son más compactas y, con su
capacidad para empaquetarse con otras estructuras proteicas pueden inducir
cierto grado de orden, llegando incluso en algunos casos hasta poder propagar
sus conformaciones. Así, las estructuras hidrofílicas, más desordenadas y
plásticas, pueden adquirir más o menos orden bajo la acción de otras
hidrofóbicas más compactas, bien de la propia molécula o de otra. En general, como
caso intermedio, una proteína globular tipo presenta la mayoría de los residuos
hidrofílicos en su superficie, mientras que los hidrofóbicos constituyen su
núcleo o “core” interior.
Es
interesante comparar la analogía de estas características de la evolución
proteica con las ideas de Cuvier acerca de los grandes tipos que él distinguía
en el Reino Animal, donde hace una jerarquía entre los órganos más o menos
esenciales y –al igual que ocurre con las proteínas– sitúa la esencia funcional
de los animales en el interior y la variabilidad de la plasticidad somática
adaptativa en el exterior. Como acabamos de comentar, las proteínas también
presentan un núcleo hidrofóbico ordenado (core) que le da estabilidad –característico
del tipo general de proteína como, por ejemplo, el dominio de la superfamilia
de las inmunoglobulinas–, y una variabilidad de interacciones, más o menos
específicas y con distintos grados de afinidad (como ocurre con cada
anticuerpo), en función de su plasticidad conformacional exterior ante
diferentes ligandos. Así, según sea el grado de plasticidad externa, las
uniones de una proteína con su ligando pueden ir del ajuste inducido en las más
plásticas –donde el sitio de unión, más o menos desestructurado, de la proteína
se puede adaptar a un ligando entre varios distintos como una mano a un objeto–,
a las de tipo llave-cerradura en las más estructuradas donde, como indica
expresivamente esta denominación, la especificidad es única. La pregunta es ¿cuándo
aparecen y cómo evolucionan –en la filogenia, en la ontogenia y en la
fisiología– los dos tipos de especificidad de unión de las proteínas? Como ya
hemos visto, en este modelo proteocéntrico se propone que las proteínas
pudieron evolucionar en dos grandes etapas:
1. Una
primera etapa, pregenética, de evolución prebiótica conformacional donde a
partir de secuencias polipeptídicas formadas al azar se produce la selección de
un número corto de conformaciones (módulos estructurales proteicos), que son
los que actualmente encontramos en todas las proteínas.
2. Una
segunda etapa donde la información conformacional sigue siendo prioritaria,
pero permitiendo una dimensión de evolución secuencial coherente. En esta
etapa, a partir de polipéptidos ya codificados genéticamente –y utilizando los
mecanismos de generación de diversidad desplegados en la evolución biológica–,
se va acumulando una enorme variabilidad en las secuencias de las proteínas,
pero siempre condicionada por la continuidad de las conformaciones
seleccionadas durante la etapa anterior.
Hay
indicios para pensar que la continuidad de información conformacional
pregenética se ha mantenido y se mantiene en la filogenia, en la ontogenia y en
la fisiología celular. Debemos recordar la posibilidad de que, antes de pasar a
la etapa biótica con el establecimiento del código genético, las interacciones
conformacionales de las etapas previas pudieran seleccionar tanto polipéptidos
más o menos desordenados como péptidos más pequeños.
Por su
parte, en la etapa genética, la exigencia de mantener la coherencia entre los
cambios en la secuencia de aminoácidos y las restricciones funcionales y
estructurales de las proteínas fijadas a lo largo de su evolución propició
mecanismos de variabilidad genética respetuosos con estas restricciones como,
por ejemplo, la hipermutación somática enzimática durante la formación de
anticuerpos específicos.
El
puzle conformacional de la presentación antigénica
Acabamos
de considerar cómo en el proceso selectivo prebiótico se pudieron organizar los
módulos esenciales –tanto en las secuencias desordenadas largas como en las más
cortas– que interaccionarían entre sí formando complejos puzles proteicos de
miniestructuras cuaternarias. Estas pequeñas piezas, anteriores a cadenas más
extensas formadas genéticamente, podrían estar representadas en la función de
reconocimiento antigénico de los linfocitos T a través de la interacción
específica entre su receptor (TCR) y el complejo formado por la proteína del
complejo principal de histocompatibilidad (MHC) y el péptido antigénico
(Ogayar, A. 1991). En este artículo, propongo
que en el proceso de formación del complejo pudiera ocurrir algo semejante a lo
que pasa durante el plegamiento de las proteínas donde se forma un
intermediario globular compacto, conocido como glóbulo fundido (molten
globule), caracterizado por presentar una considerable proporción de
estructura secundaria y un núcleo hidrofóbico fluctuante expuesto al agua. Así,
se razonaba que de la misma manera que el paso del glóbulo fundido a la
estructura de plegamiento final exige la estabilización de la estructura
globular mediante el empaquetamiento de los residuos hidrofóbicos, un proceso
similar pudiera tener lugar durante la interacción de los péptidos antigénicos
con las proteínas de histocompatibilidad. Así pues, la estructura básica del
sitio de unión de las proteínas del MHC (sin tener en cuenta las variables
polimórficas) podría constituir la pieza maestra del puzle conformacional que
forman las pocas geometrías básicas de empaquetamiento estable de hélices α y
láminas β en el plegamiento de las proteínas. Dentro de la lógica de que la
presentación antigénica actual es una función más sofisticada que deriva de
otra más elemental, el polimorfismo se habría ido seleccionando en relación con
los puntos de anclaje de los péptidos. Es posible que la funcionalidad
primitiva pudiese estar entroncada sensu lato con la homeostasis
intracelular, y más concretamente con algún tipo de control de la producción y
funcionalidad de las proteínas. En esta lógica, el procesamiento del antígeno implicaría
un tipo de examen de este, que pudiera estar relacionado con aspectos más
conformacionales de los módulos estructurales básicos de las proteínas
seleccionados en las etapas prebióticas. La presentación posterior de péptidos por
las proteínas del MHC ya incluye algunas especificidades secuenciales de los
primeros que influyen evolutivamente en el gran polimorfismo de las segundas,
seleccionado este en una proyección ya claramente inmunitaria. Así, en las
moléculas de la clase I, más centradas en la discriminación entre lo propio y
lo ajeno, pero todas son proteínas de síntesis intracelular, se ve la
transición entre cierta selección conformacional general de los péptidos y las
especificidades de la variabilidad secuencial. En las de la clase II, más
abiertas a la presentación de lo externo fagocitado, se nota más la
especialización inmunitaria con una ampliación de la selección secuencial.
Tanto
en las proteínas de clase I como en las de clase II, los dos dominios pareados
situados en la proximidad de la membrana son semejantes a los de las
inmunoglobulinas. Por el contrario, los dos dominios distales son los que
forman un conspicuo surco o hendidura alargada que alberga los péptidos
antigénicos. Como ya hemos señalado, el polimorfismo del MHC se sitúa en este
lugar y, por lo tanto, interviene en la selección y presentación del antígeno.
A su vez, el epítopo mixto formado entre MHC y péptido determina la selección
del repertorio específico de receptores antigénicos de las células T (TCR). En
este sentido, es interesante señalar que en la interacción estos se sitúan
sobre su epítopo manteniendo una misma orientación básica: parte de sus regiones
determinantes de la complementariedad (CDR de Vα y Vβ) 1 y 2 reconocen las
crestas de la hendidura del MHC –que es la zona hidrofílica donde se concentra mayoritariamente
su potencial electrostático– y los extremos amino (en Vα) y carboxilo del péptido (en Vβ), mientras que
las CDR 3 de los dominios Vα y Vβ contactan directamente con el centro del
mismo. En consonancia, estas regiones hipervariables (CDR 3) acumulan la diversidad
principal del TCR.
En la
unión del receptor de células T a su epítopo mixto se produce un cierto cambio
conformacional o ajuste inducido, fundamentalmente en el lazo CDR3 de Vα.
Gracias a esta flexibilidad, los TCR pueden reconocer ligandos que presenten
pequeñas diferencias mediante cambios en sus conformaciones.
Las
moléculas del MHC presentan un sitio de unión con afinidad alta, pero con
capacidad para unirse específicamente a una amplia variedad de péptidos
diferentes. La incorporación de cualquiera de los idóneos a la hendidura de una
proteína de histocompatibilidad es absolutamente necesaria para la estabilidad
del complejo. Así, el péptido es un integrante fundamental de su estructura, y
en las de clase I presenta una conformación alargada que se une estrechamente
por sus extremos a los bordes de la ranura. Por el contrario, esta no está
cerrada en las moléculas de clase II, y los péptidos, también en conformación
alargada, sobresalen de ella; esto hace que muestren mayor heterogeneidad en
sus extremos amino y carboxilo terminales, aunque también son fundamentales
para la estabilidad de estas proteínas.
Los
péptidos presentados por el MHC I tienen de 8 a 10 aminoácidos y se anclan
principalmente por sus terminales carboxilo y amino a sitios invariables de los
extremos de la hendidura, determinando así tanto la longitud como la
estabilidad de la unión. Las variaciones en el número de residuos parecen
resolverse mediante acodamientos del esqueleto peptídico. Todo esto, junto con
otros anclajes secundarios en diferentes posiciones de la ranura que
caracterizan las versiones polimórficas del MHC, contribuye a la variabilidad
conformacional del epítopo mixto que se presenta a los TCR. Así, el
polimorfismo del MHC se refleja en la unión preferente de cada tipo de sus
proteínas a un conjunto de péptidos caracterizados por tener los mismos, o muy
similares, residuos en dos o tres posiciones determinadas de sus secuencias;
las cadenas laterales de estos se anclan en las diferentes oquedades formadas
por los aminoácidos polimórficos de la hendidura. En muchos casos, los residuos
de anclaje del péptido son aromáticos, como la fenilalanina y la tirosina; y
también hidrófobos, como la valina, la leucina y la isoleucina. En cuanto a la
naturaleza de las interacciones de anclaje principales, un grupo de tirosinas
(Tyr) común en todas las moléculas de clase I forma puentes de hidrógeno con el
grupo amino terminal del péptido, mientras que otra agrupación de residuos
forma el mismo tipo de enlace e interacciones iónicas con el esqueleto del
extremo carboxilo y con este grupo.
La
longitud de los péptidos presentados por las moléculas de clase II no está
limitada por el cierre de la hendidura, con trece o más residuos en
conformación extendida que suelen sobresalir por sus bordes terminales; esto
también es debido a la ausencia de agrupaciones de residuos conservados en el
sitio de unión de estas proteínas donde se anclen los extremos amino y
carboxilo del antígeno procesado. Solo los aminoácidos polimórficos de la
ranura originan cavidades donde se introducen algunas cadenas laterales del
péptido. También son importantes las interacciones del esqueleto de este con
residuos conservados en la hendidura de todas las moléculas de clase II.
Los
péptidos que se unen a las proteínas MHC de clase I proceden de proteínas
sintetizadas y digeridas en el citosol, como las de los virus; por su parte,
los presentados por las moléculas de clase II proceden de proteínas de
patógenos exógenos degradadas en vesículas producidas por la fagocitosis de
estos. Algunos de estos péptidos de origen exógeno pueden unirse a las MHC I
–en lo que se conoce como presentación cruzada– cuando, tras la fagocitosis de
antígenos víricos por las células dendríticas, los productos de degradación son
llevados al citosol. Así se produce la activación inicial de los CTL por estas.
Las
proteínas implicadas en el procesamiento y presentación antigénica –la
degradación de proteínas a péptidos, la unión de estos a las moléculas del MHC
y la movilización de estos complejos hacia la membrana plasmática– están
codificados por genes situados en el complejo principal de histocompatibilidad
junto a los de las proteínas presentadoras de las clases I y II. Estos hechos
pueden hacernos considerar la posibilidad de que todas estas moléculas estén
relacionadas evolutivamente, derivando las polimórficas inmunitarias de otras
relacionadas con funciones más generales. Hemos visto que la enorme
variabilidad secuencial de los distintos alelos se concentra en la hendidura de
unión a péptido y en regiones superficiales de esta expuestas al contacto con
el receptor de la célula T (TCR). Esta gran generación de diversidad se
consigue mediante mecanismos genéticos que implicaron la duplicación de un gen
ancestral y su posterior divergencia por medio de mutaciones puntuales, como
las sustituciones, y sobre todo por conversión génica. Así, el polimorfismo de
las moléculas del MHC influye en: la interacción directa entre MHC y TCR, y su
implicación en la selección tímica del repertorio de células T tolerantes con
lo propio; la selección de péptidos que une y la conformación final del epítopo
mixto MHC-péptido. Esta especialización extrema parece el indudable resultado
de la selección natural en la respuesta inmunitaria a los patógenos, pero
también puede inscribirse en una función más general de carácter homeostático:
el mantenimiento de la individualidad, de la unicidad, la definición de lo propio.
En este sentido, igualmente podemos plantearnos, ¿cuál es la función ancestral
de la que derivan estas otras más evolucionadas? Para intentar responder a esta
pregunta debemos mirar a las proteínas implicadas en el procesamiento del
antígeno.
Los
péptidos presentados por las moléculas MHC de clase I proceden de proteínas
degradadas en el citosol, en un proceso que podríamos considerar de control
homeostático de calidad de la producción proteica. Del total de esta, alrededor
de un 30% presentan algún defecto de plegamiento, son los denominados productos
ribosomales defectuosos (DRiP). Estos son reconocidos y marcados por ubiquitina
para su posterior degradación en el proteasoma. Los productos de esta proteasa
multicatalítica se transportan al retículo endoplásmico mediante una proteína
de unión al ATP denominada TAP y posteriormente se unen a las moléculas de
clase I. La unión de los péptidos –al parecer, mediante un mecanismo de ajuste
conformacional– es fundamental para el correcto plegamiento de estas proteínas
presentadoras de antígenos, de forma que estos constituyen una parte integral
de ellas.
Además
de proteínas citosólicas normales, el proteasoma degrada otros productos de
síntesis intracelular como los virus, que así serán detectados y eliminados por
linfocitos T citolíticos. También puede degradar proteínas que le llegan mediante
vesículas endocíticas, por transporte retrógrado, en células como las
dendríticas cuando fagocitan células muertas como resultado de una infección
vírica. Este proceso favorece el fenómeno de presentación cruzada,
anteriormente comentado, que es muy importante para la activación eficaz de los
linfocitos T citolíticos.
El
proteasoma es un complejo proteasa multicatalítico que forma un gran cilindro
hueco de 28 subunidades distribuidas por igual en cuatro anillos apilados. Las
proteínas sometidas al proceso de degradación enzimática entran previamente desnaturalizadas
en su interior. En el caso del procesamiento y presentación antigénica, algunos
de sus componentes, constitutivos en todas las células, son sustituidos por
otros que se expresan por el estímulo de interferones producidos como respuesta
a una infección vírica. Se forma así el inmunoproteasoma, donde algunas
subunidades inducibles, como LMP2 y LMP7, están codificadas en el MHC cerca de
las proteínas transportadoras TAP1 y TAP2, y de las moléculas de clase I. Así
pues, parece que el MHC agrupa moléculas que han coevolucionado en la
degradación, transporte y presentación de péptidos que proceden de proteínas
citosólicas. El proteasoma inmunitario manifiesta cambios en su especificidad
enzimática: se producen péptidos con residuos carboxilo terminales hidrófobos
(leucina, isoleucina, valina, tirosina o metionina) o básicos (lisina o
arginina); en el extremo amino terminal, el inmunoproteasoma es menos exigente (aunque
evita la presencia de prolina en sus primeros tres residuos) y los péptidos más
largos son recortados por aminopeptidasas hasta alcanzar 8 o 9 aminoácidos y
con los residuos de anclaje apropiados. En resumen, las subunidades inducibles
por interferones aumentan la expresión en la membrana plasmática de proteínas
de la clase I y una presentación antigénica eficaz mediante el suministro de
mayores cantidades de péptidos adecuados –fundamentalmente en su extremo
C-terminal y otros residuos de anclaje– y la consiguiente producción de
epítopos inmunodominantes.
Las
proteínas TAP 1 y 2 (transportadores asociados al procesamiento antigénico) son
específicas en el proceso de presentación antigénica y actúan llevando los
péptidos producidos por el proteasoma desde el citosol a la luz de retículo
endoplásmico para su unión con las moléculas MHC I. Estos transportadores
presentan alguna especificidad por los péptidos que acarrean, de hecho
prefieren los que exhiben las mismas características secuenciales que las
coseleccionadas por la producción del proteasoma y por la presentación
antigénica del MHC I. No obstante, los genes LMP y TAP son muy polimórficos,
dando como resultado que presenten diferentes epítopos del mismo antígeno en
individuos diferentes. Pero también, el polimorfismo del MHC juega, como ya
hemos visto, un importante papel en la selección de péptidos presentados a las
células T, llegando a rechazar muchos de los péptidos transportados por TAP.
Durante todo el proceso de formación, transporte y unión final de los péptidos
a sus receptores MHC, intervienen numerosas proteínas con función de proteínas
acompañantes o chaperones celulares, como la que protege a los péptidos
formados en el proteasoma de la degradación completa antes de ser transportados
al interior del retículo endoplásmico. En este lugar, las moléculas MHC de
clase I esperan a ser cargadas con ellos. Para el correcto plegamiento y
ensamblaje de estas, previamente se deben dar varios pasos mediados por la
interacción con chaperones: en el primero, la cadena α forma un complejo con la
microglobulina β2; y en el segundo, este recibe el péptido. En
humanos, las cadenas α recién sintetizadas se unen al chaperón calnexina, que
también participa en el ensamblaje de otros receptores antigénicos. Este las
mantiene parcialmente plegadas en el interior del retículo hasta que la
microglobulina β2 se une a ellas. En este momento, la calnexina se
libera y las moléculas de clase I α-β2, todavía parcialmente
plegadas, se unen a un grupo de proteínas denominado complejo de carga de MHC
de clase I. Entre estas figuran chaperones como Erp 57 y la calreticulina, y
una proteína relacionada con TAP que forma parte del MHC, la tapasina. Esta,
junta el transportador de péptidos TAP con las moléculas de clase I de forma
que se unan a los adecuados, completen su plegamiento y puedan migrar con ellos
a la membrana celular para su presentación. Estos tres chaperones se unen a varias
glucoproteínas durante su ensamblaje en el retículo endoplásmico, por lo que se
considera que su función puede estar relacionada con el control de calidad
general de la célula.
Algunos
virus producen proteínas denominadas inmunoevasinas –por facilitar el escape de
la acción del sistema inmunitario– que evitan la expresión de las moléculas del
MHC de clase I en la membrana celular, interfiriendo en alguno de los pasos del
procesamiento y presentación antigénica. Debo insistir en que no hay inteligencia
ni en la acción de los virus ni en la del sistema inmunitario. La coherencia
entre ambas –que presenta una apariencia de estrategias enfrentadas– la
proporciona la selección natural.
Por su
parte, los péptidos presentados por las moléculas del MHC de clase II pertenecen
a proteínas que proceden de diversas fuentes exógenas: antígenos internados por
células dendríticas o por los linfocitos B a través de sus receptores inmunoglobulínicos,
o de patógenos fagocitados por macrófagos. Una vez sintetizadas en el retículo
endoplásmico, las moléculas de clase II se unen por su hendidura de unión a
péptidos a la cadena invariable (Ii), bloqueando así cualquier otra posible
unión. Esta proteína invariable las acompaña hasta una vesícula endosómica
ácida con proteasas donde se digieren las proteínas antigénicas. Allí, con el
concurso de HLA-DM –una molécula parecida a las del MHC-II, que cataliza la
carga de los péptidos resultantes de la digestión– se cambia la Ii por estos.
Las células que presentan antígenos (APC) a través del MHC de clase II son
reconocidas por linfocitos T auxiliares o colaboradores (Th), portadores de la
glucoproteína CD4. Como ya hemos visto, algunos subtipos colaboran en la
activación de células B, linfocitos T citolíticos o macrófagos con dificultades
para acabar con las bacterias intracelulares que han fagocitado.
Como
vimos con el fenómeno de presentación cruzada de péptidos de proteínas exógenas
por moléculas MHC de clase I, también las de clase II presentan algunas
proteínas citosólicas como la actina y la ubiquitina, seguramente mediante el
proceso de recambio proteico general conocido como autofagia. En alguna de las
vías por las que proteínas y orgánulos del citosol se transportan a los
lisosomas para su degradación intervienen proteínas de choque térmico.
Inmediatamente
después de su biosíntesis, las moléculas MHC de la clase II pasan a la luz del
retículo endoplásmico, y conviene evitar la interacción de su hendidura con otras
moléculas como péptidos y polipéptidos parcialmente plegados que abundan allí. Esto
se logra mediante la formación de un complejo ensamblaje entre varias moléculas
de clase II con una proteína trimérica conocida como cadena invariable (Ii).
Cada subunidad de Ii se une de forma no covalente a una molécula MHC de clase
II, de manera que parte de su cadena polipeptídica descansa en el surco de
esta, evitando cualquier otra posible interacción. En este proceso de
ensamblaje interviene el chaperón calnexina. La misma cadena invariable actúa también
como un chaperón que, además de evitar interacciones indeseadas de las
moléculas de clase II, las dirige hacia un compartimento endosómico de pH ácido
donde se produce la carga de péptidos. Allí, la cadena Ii se digiere de forma
seriada por la acción de proteasas ácidas como la catepsina S. Después de
varias divisiones, solo queda un pequeño fragmento de la Ii unido a la hendidura
del MHC, el denominado CLIP (péptido de cadena invariable asociado a clase II),
que sigue evitando la interacción de estas proteínas de histocompatibilidad con
otros péptidos. Posteriormente, CLIP se disocia tras la intervención de la
molécula HLA-DM, y estos pueden unirse al surco ya libre en un compartimento
endosómico especializado denominado MIIC (compartimento del MHC de clase II);
esto permite que las proteínas del MHC puedan presentar el antígeno en la
membrana celular. Los genes de HLA-DM (H-2M en ratones) se encuentran en la
región del MHC de clase II próximos a los de TAP y LMP. Pero, aunque sus cadenas α y β son muy
semejantes a las de las moléculas de clase II, su surco está cerrado y no presenta
péptidos; tampoco se expresa en la superficie de la célula y se ubica
preferentemente en el compartimento MIIC actuando como un chaperón molecular.
Allí, tras facilitar la liberación de CLIP, se une a las proteínas de clase II
vacías logrando así tanto su estabilidad como que no se agreguen entre ellas.
Además de la salida de CLIP de la hendidura, también cataliza la unión de otros
péptidos antigénicos a esta, garantizando la estabilidad del complejo: HLA-DM
se une permanentemente a él y elimina los péptidos mal engarzados al surco
cambiándolos por otros.
Aunque
aquí no se han mostrado en toda su complejidad, estas rutas de interacciones
proteicas, relacionadas con el procesamiento y presentación de los antígenos,
nos permiten adelantar algunas reflexiones sobre la evolución biológica en
general y la de las proteínas en particular.
El
sistema inmunitario como modelo de evolución adaptativa
En primer
lugar, como marco general de la teoría de la evolución por selección natural,
conviene recalcar el planteamiento contingente de esta, tal como la concibió
Charles Darwin, en contraposición a la visión teleológica de otros planteamientos
evolutivos: no puede haber proyecto ni propósito alguno en la evolución. Sin
embargo, en los procesos inmunológicos analizados, frecuentemente tenemos
delante el problema de cómo surgen estas complejas funciones, y se plantea la
cuestión: ¿diseño ideal o chapuza? Si, de acuerdo con J. Monod, abordamos este
problema desde un punto de vista riguroso –ateniéndonos al postulado de
objetividad, que constituye la base del método científico: “la Naturaleza es objetiva
y no proyectiva”–, entonces debemos descartar cualquier tipo de diseñador y de
diseño ideal: no hay inteligencia en las acciones de los virus ni en las
del sistema inmunitario, la coherencia entre ellas –que presenta una apariencia
de estrategias enfrentadas– la proporciona la selección natural. El padre de la
teoría de la evolución por selección natural vio claramente que los seres vivos
eran capaces de adaptarse frente a los cambios ambientales, esto es, de
modificar sus funciones y estructuras previas para desarrollar otras nuevas. Este
razonamiento de Darwin se ha hecho relativamente popular con los términos
utilizados por F. Jacob de chapuza o bricolaje evolutivo.
En la
naturaleza, como en un naufragio, es suficiente con un tablón para mantenerse a
flote, no interviene ningún ingeniero que diseñe en ese momento cualquier tipo
de sofisticada embarcación. Así, en la evolución biológica se van salvando las
contingencias –sean estas un mero chaparrón o un terrible naufragio–
utilizando lo que los seres vivos tienen más a mano, esto es con chapuzas mejor
o peor ajustadas a la resolución del problema; cualquiera de ellas valdrá si
estos consiguen reproducirse. Podemos decir que la evolución es la historia de
la concatenación de chapuzas sin propósito, y estas permanecen encadenadas
tanto en la filogenia y como en la ontogenia, aunque ya no se utilicen y sean
vestigios del pasado: alas de aves no voladoras, el coxis humano como vestigio
de la cola de los primates, arcos branquiales durante el desarrollo embrionario
de los cordados, entre otros.
Respecto
al origen y la evolución de las proteínas, en el sistema inmunitario específico
de los vertebrados hemos visto una amplia exhibición de plasticidad proteica
adaptativa como la que se postula en este libro para el despliegue de los
procesos vitales y su posterior evolución. La paradoja del reconocimiento
deferencial de los antígenos proteicos por los linfocitos B y T parece recoger
la selección prebiótica de estructuras hidrofílicas, más o menos desordenadas
–implicadas en la interacción con el medio molecular–; e hidrofóbicas,
implicadas en los estados de plegamiento y empaquetamiento de las proteínas.
Así, las células T –que a través de sus TCR reconocen el epítopo mixto
MHC-péptido antigénico– atenderían preferentemente a las estructuras
hidrofóbicas de los módulos estructurales seleccionados principalmente por sus
conformaciones. Por su parte, los linfocitos B –que a través de sus BCR
reconocen las superficies hidrofílicas de las proteínas globulares– controlarían
las variantes de diversidad genética secuencial generadas sobre los módulos
estructurales básicos.
En
esta lógica, podemos decir, como resumen, que la presentación antigénica a los
linfocitos T enlazaría con características moleculares propias del origen
prebiótico y la evolución posterior de las proteínas. Como ya hemos señalado, en
las etapas pregenéticas la selección funcional de péptidos y polipéptidos se
efectuaría mediante la formación de complejos puzles proteicos de
miniestructuras cuaternarias, que pudieran estar actualmente representados en
la unión MHC-péptido del sistema inmunitario, de forma semejante al proceso de
plegamiento de las proteínas donde se forma un intermediario globular compacto (glóbulo
fundido) caracterizado por presentar una considerable proporción de estructura
secundaria y un núcleo hidrofóbico fluctuante expuesto al agua. Esta,
contribuye al empaquetamiento de los residuos hidrofóbicos y a la
estabilización de la estructura globular. Como expuse anteriormente, la estructura
básica del sitio de unión de las proteínas del MHC podría constituir la pieza
maestra del puzle conformacional que forman las pocas geometrías básicas de
empaquetamiento estable de hélices α y láminas β en el plegamiento de las
proteínas. En este sentido, ya hemos visto que el correcto encaje del péptido
es fundamental para la estabilidad estructural de los complejos proteicos tanto
en las moléculas del MHC como con las implicadas en la dinámica conformacional
del proceso de digestión y transporte antigénico.
Además,
esta hipótesis se ve reforzada por la acumulación de nuevos datos relacionados
con la naturaleza dinámica de las proteínas parcial o totalmente desordenadas.
Así, las proteínas intrínsecamente desordenadas (IDP) reconocen a su ligando en
un proceso de coplegamiento o plegamiento sinérgico, que presentaría una
analogía estructural con los intermediarios de plegamiento de las proteínas
globulares, que van desde el estado desplegado de ovillo al azar al plegamiento
globular, pasando por el glóbulo prefundido y fundido (molten globule).
Por
otra parte, este reconocimiento y discriminación intercelular de lo propio y lo
ajeno, característica del sistema inmunitario, es una función más moderna y sofisticada
que deriva de otra más elemental quizá entroncada sensu lato con la
homeostasis intracelular, y más concretamente con algún tipo de control de la
producción y funcionalidad de las proteínas como, por ejemplo, la llevada a
cabo por las proteínas de estrés o de choque térmico. En este sentido, en 1991
propuse también que estas proteínas pudieran ser los ancestros evolutivos de
los receptores antigénicos, y más directamente de las moléculas del MHC. La
gran especialización del sistema inmunitario parece el indudable resultado de
la selección natural en la respuesta a los patógenos, pero también puede
inscribirse en una función más general de carácter homeostático: el
mantenimiento de la individualidad, es decir, de la unicidad y la definición de
lo propio.
Acabamos
de ver que el sistema inmunitario parece estar relacionado con la evolución de
las proteínas; no en vano, la rama específica de este se denomina adaptativa,
por lo que puede ser considerado un modelo de adaptación rápida capaz de
producir, en tiempo real, anticuerpos específicos frente a todo el universo
antigénico, incluso frente a moléculas de síntesis que nunca se han dado en la
naturaleza. Así, utilizando los procesos generadores de diversidad en las inmunoglobulinas
características de los linfocitos B, podemos llegar a producir los denominados
anticuerpos catalíticos, donde –inmunizando con un análogo estable del estado
de transición de un determinado sustrato– un anticuerpo monoclonal se puede
convertir en una enzima específica.
El
sistema inmunitario produce una gran diversidad –mediante mecanismos somáticos
de recombinación genética (descubiertos por el grupo de S. Tonegawa en 1976) e
hipermutación dirigida– que le permite reconocer específicamente todo el
universo molecular merced a la generación de un repertorio de alrededor de mil
millones de anticuerpos distintos. Existen cuatro mecanismos básicos de
generación de diversidad para los anticuerpos en los linfocitos B. Los tres
primeros, se producen en el contexto de la recombinación somática, y sirven
para construir las regiones variables de las inmunoglobulinas, aumentando la
diversidad fundamentalmente de la CDR3, que es la región hipervariable del
sitio de unión al antígeno que más contacto presenta con este. El cuarto, la
hipermutación somática, actúa posteriormente durante la respuesta secundaria,
solo sobre el ADN ya reordenado, introduciendo mutaciones puntuales (en
determinados “puntos calientes”) que afectan a las tres CDR, modificando
así la afinidad de las inmunoglobulinas. La generación de diversidad en los TCR
excluye este mecanismo, al parecer porque la selección del repertorio de
linfocitos T está dirigida al péptido antigénico, que interacciona
preferentemente con los lazos de las regiones CDR3. Las modificaciones
posteriores de CDR 1 y 2 podrían aumentar la afinidad por el MHC propio,
independientemente de que el péptido fuese propio o ajeno, y producir una
reacción autoinmune.
Tanto
en los linfocitos B como en los T se produce la reordenación somática al azar de
unos cientos de fragmentos génicos o minigenes, denominados V, D y J, que son
parecidos en todos los loci de sus receptores antigénicos. Estos codifican la
formación de las tres regiones hipervariables de los dominios V de los BCR y
TCR. Este proceso de recombinación V(D)J está dirigido por las proteínas recombinasas
específicas de linfocitos RAG-1 y RAG-2, junto con otras enzimas como las
modificadoras de ADN ubicuas y la desoxinucleotidiltransferasa terminal (TdT). Además,
los genes de las inmunoglobulinas, reordenados por recombinación somática de
sus minigenes, pueden aumentar su diversidad merced a mecanismos dependientes
de procesos de recombinación y reparación del ADN impulsados por la enzima
desaminasa de citidina inducida por activación (AID) como la hipermutación
somática, la conversión génica y el cambio de clase.
En
resumen, y centrándonos en los BCR y en los anticuerpos solubles relacionados
con cada linfocito B, la recombinación somática comprende tres mecanismos de
generación de diversidad: el reordenamiento de los fragmentos génicos V, D y J;
el emparejamiento al azar de las cadenas pesada y ligera; y, también, la
imprecisión en la unión de los minigenes. Por otra parte, el mecanismo de
hipermutación somática actúa sobre las regiones VL y VH
del ADN ya reordenado introduciendo mutaciones puntuales que modifican la
afinidad y en algunos casos la especificidad de los anticuerpos. Este proceso
es adaptativo y ocurre principalmente durante la respuesta secundaria de forma
paralela al cambio de IgM a IgG u otros isotipos. El antígeno selecciona al
modo darwiniano los clones de células B que, tras este proceso, presenten Igs
con mayor afinidad hacia él. Este proceso de maduración de la afinidad, que
implica al isotipo IgG, constituye un genuino proceso adaptativo durante la
respuesta secundaria al antígeno.
Tanto
las enzimas como los anticuerpos realizan su función de forma similar: se unen
de forma específica a sus ligandos mediante el mismo tipo de interacciones
débiles, y a través de cavidades que presentan una complementariedad, espacial
y de cargas, que propicia la interacción. La intensidad de la unión, o
afinidad, depende de esta complementariedad. Así pues, en el caso de los
anticuerpos catalíticos, la hipermutación somática producida durante la segunda
inmunización mejora notablemente la eficacia de estos ya que la molécula madura
resultante presenta una afinidad de unión por el antígeno 30.000 veces mayor
que la inmadura. Además, mientras que el anticuerpo inmaduro sufre un notable
cambio conformacional al unirse al antígeno –ajustándose al mecanismo de encaje
inducido–, por el contrario, el maduro no experimenta cambio apreciable alguno,
realizando un mecanismo del tipo llave-cerradura.
En el
análisis estructural de los anticuerpos catalíticos obtenidos durante las
respuestas inmunitarias primaria y secundaria, se pone de manifiesto la
existencia de mecanismos pregenéticos de generación de diversidad basados en la
dinámica y plasticidad conformacional de las proteínas frente a sus ligandos.
Estos hechos darían en parte la razón al modelo del “molde antigénico” de Linus
Pauling (1940), actualmente reforzado por la existencia de proteínas
intrínsecamente desordenadas o desestructuradas (IDP) que pueden adquirir una
estructura terciaria estable cuando se unen de forma poco específica a diversos
ligandos, supeditando esta a las funciones previas, como la posible interacción
con uno o varios ligandos debido a su carácter predominantemente hidrofílico que
facilita la unión en entornos acuosos mediante ajuste inducido.
La
plasticidad conformacional de los anticuerpos obtenidos durante la respuesta
primaria les permite superar la relativa imperfección de su estructura para
unirse al antígeno. La recombinación somática, que se produce en esta
respuesta, aporta los aminoácidos que más interaccionan con el antígeno y la
geometría grosera del sitio de unión que se adapta al antígeno mediante ajuste
inducido. Por su parte, con la hipermutación somática se consigue una
conformación estable, con la máxima complementariedad frente al antígeno,
cambiando solo alrededor de diez aminoácidos del anticuerpo inmaduro al maduro.
Estos cambios afectan fundamentalmente a la geometría completa del sitio de
unión, refinando la cavidad que reconocerá específicamente al antígeno,
logrando así un encaje del tipo llave cerradura.
Además
del evidente interés práctico de esta técnica, se abre una interesante
reflexión teórica acerca de la evolución de las proteínas en general, y de las
enzimas en particular, según el siguiente modelo: estructuras enzimáticas poco
específicas –cuya plasticidad conformacional podría facultarles la unión, con
mayor o menor afinidad, por varios sustratos–, paulatinamente irían adquiriendo
mayor afinidad por algunos de ellos (se adaptarían y especializarían) a medida
que algunos mecanismos genéticos primitivos, que implicasen recombinación y
mutación más o menos dirigida, perfeccionaran y estabilizaran estas estructuras.
(para una información más detallada ver Los anticuerpos catalíticos, en
el capítulo 10 del libro de Ed. Síntesis,1998. Inmunología aplicada y
técnicas inmunológicas).
Vacunas:
de la viruela al coronavirus
La
inmunidad adaptativa se puede adquirir activa o pasivamente dependiendo,
respectivamente, de si los anticuerpos los produce el propio individuo o si son
transferidos desde otro individuo que los genere. En este último caso, se
pueden conseguir las inmunoglobulinas de forma natural a través de la placenta
o de la leche materna, o de forma artificial procedentes del suero de otros
organismos; en ambos procedimientos la inmunidad tiene un efecto temporal sin
memoria inmunológica. Esta solo se genera mediante una inmunización activa que
puede realizarse naturalmente al superar una infección no provocada, o
artificialmente mediante la administración de vacunas mediante las cuales se
introducen intencionadamente antígenos de agentes patógenos en el organismo
para intentar obtener una inmunidad específica protectora frente a estos. Una
vacuna eficaz debe ser segura (no producir enfermedad) y provocar una respuesta
inmunitaria que proporcione una memoria inmunológica lo más duradera posible.
Como
acabamos de ver, la vacunación se basa en dos características esenciales de la
inmunidad adaptativa: la especificidad y la memoria; pero también debemos tener
en cuenta algunos aspectos diferenciales del sistema relativos a las proteínas
que actúan como receptores específicos en el reconocimiento antigénico: las del
MHC y los TCRs, implicados en la respuesta inmunitaria celular del reconocimiento
T, y las inmunoglobulinas, BCRs y sus correspondientes anticuerpos solubles, en
la respuesta humoral del reconocimiento B. En mayor o menor medida, estos
aspectos relacionados con la adquisición activa del estado de inmunidad se
conocían empíricamente desde antiguo, como vimos en algunos de los fenómenos
tratados anteriormente: el efecto portador (carrier) y la restricción por el
MHC en la respuesta T.
Desde
Pasteur, estas modificaciones experimentales de la respuesta inmunitaria
conocidas como vacunas –en honor a los trabajos pioneros de Jenner, que
consiguió inmunizar frente a la viruela humana con material obtenido en personas
que estaban en contacto con la viruela bovina o vacuna– ponían de manifiesto
que los agentes infecciosos estaban adaptados a su huésped específico. Así, por
ejemplo, el virus vaccinia, causante de la viruela bovina, solo causa
algunos ligeros trastornos en las personas, pero su analogía con el virus humano
es suficiente para inmunizarnos frente a este, ya que el primero contiene
antígenos que generan anticuerpos reconocedores de los semejantes en ambos patógenos.
Este fenómeno también planteaba la posibilidad de atenuación de la virulencia
de un patógeno de humanos, mediante el paso repetido por otros organismos y la
consiguiente adaptación a ellos, pero sin pérdida de inmunogenicidad. También
se fueron probando otras estrategias de vacunación como las basadas en
patógenos muertos o en subunidades de estos, entre otras. Pronto se comprobó
que en estas opciones había que equilibrar la capacidad de inmunización con suficiente
memoria y la seguridad frente a efectos secundarios: los patógenos vivos
atenuados son los más inmunógenos, pero con mayor riesgo a posibles infecciones
en personas inmunodeficientes o inmunosuprimidas.
Por
otra parte, tanto las características singulares de la respuesta inmunitaria de
los individuos como la adaptación específica de los patógenos en general, y de
los virus en particular, nos lleva al polimorfismo del MHC y a su papel en la
selección y presentación antigénica: la unicidad de cada ser vivo se manifiesta
en muchos aspectos de la respuesta inmunitaria. Atendiendo únicamente a la inmunidad
adaptativa, tenemos, por ejemplo, que en la respuesta humoral a un patógeno se
producen anticuerpos frente a una gran diversidad de epítopos superficiales de
las proteínas de este, pero solo unos pocos proporcionan una auténtica protección.
Tanto
en la respuesta B como en la T aparecen diferencias entre los individuos que
deben subsanarse a la hora de hacer una vacuna eficaz: esta debe ser segura;
capaz de generar protección con una inmunidad lo más duradera posible; para
ello, debe inducir una respuesta tanto humoral (con anticuerpos neutralizantes)
como celular (con linfocitos T protectores); y, además, otras consideraciones
relativas al coste, estabilidad y fácil administración. De todos estos
requisitos, es fundamental el conseguir una correcta respuesta tanto humoral
(B) como celular (T), que no siempre está garantizada en algunos abordajes
modernos de vacunas subunidad mínimas con solo uno o unos pocos epítopos, más
seguras pero mucho menos inmunogénicas.
Virus
y sistema inmunitario, una pasión ciega
La
pérdida de inmunogenicidad de muchas vacunas que eliminan más o menos
componentes de los virus vivos frente a las que los utilizan atenuados, pero
completos, parece centrarse más en los epítopos T que en los B. Recordemos que
los primeros están formados por un péptido, de las múltiples proteínas
antigénicas que constituyen el virión, presentado por una de las moléculas del
MHC del individuo. Estas son muy pocas en cada individuo, pero con un alto
polimorfismo en la especie, por lo que las diferencias de epítopos mixtos
MHC-péptido en una población serán muy grandes e influirán en las
características de cada respuesta inmunitaria individual: una determinada
combinación de moléculas MHC presentará mejor que otra algunos péptidos de un
patógeno. Así pues, cuanto más elementos proteicos eliminemos de este, al
elaborar una vacuna contra él, más restringiremos la respuesta celular de
muchos individuos con unos alelos MHC poco competitivos para presentar los
péptidos disponibles. Debemos recordar también que estas restricciones se deben
a que la hendidura polimórfica –donde se une el péptido que se presenta a los
TCR– no es apta para todos ellos y, en el grupo de los que sí, algunos presentarán
más afinidad que otros por ella. Por lo tanto, se produce una competición y una
selección antigénica por unos pocos sitios de unión, tanto de las proteínas de
histocompatibilidad de la clase I como las de la clase II. Las singularidades
en el polimorfismo de ambas influyen en la respuesta inmunitaria de cada
individuo, y por lo tanto deben tenerse en cuenta a la hora de diseñar una
vacuna eficaz. Esta debe tener como objetivo el conseguir una potente inmunidad
humoral y celular, y en ambos casos es imprescindible una correcta presentación
antigénica a los linfocitos T, tanto los citotóxicos o citolíticos (CTL) como
los colaboradores o auxiliares (Th), para lo que es preciso disponer de un buen
repertorio de péptidos del patógeno.
En la
respuesta humoral, las células plasmáticas producen grandes cantidades de
anticuerpos con la misma especificidad antigénica que tenían los linfocitos B
de donde proceden. Para la activación de estos se necesita la colaboración de
los linfocitos Th1 y Th2. Estos se activan, además de otras señales, mediante
el reconocimiento específico (TCR) del antígeno en forma de péptidos
presentados por APC profesionales –como las células dendríticas y los
macrófagos– en sus moléculas MHC de clase II. Por su parte, los linfocitos B
también precisan de una doble señal para su activación: la primera procede de
la unión de sus BCR con el antígeno, que tiene que ser, al menos en parte, proteico;
la segunda de la colaboración específica con los linfocitos Th1 o Th2, según
los casos, previamente activados por el mismo antígeno. Las células B, tras
captar el antígeno con sus receptores inmunoglobulínicos lo endocitan y
procesan. Luego, actuando como APC profesionales, sus proteínas MHC-II lo
presentan en forma de péptidos a los linfocitos Th; con esta interacción, y con
otras señales, se activan y diferencian los linfocitos B específicos del
antígeno. En este proceso se transforman en células plasmáticas (productoras
masivas de anticuerpos) y células B de memoria, ambos tipos con la misma
especificidad que los linfocitos originales.
Por su
parte, los linfocitos T citolíticos (CTL) son fundamentales en la respuesta
adaptativa frente a virus en fase intracelular –especialmente en los que se propagan
directamente de una célula a otra, ya que nunca están al alcance de los
anticuerpos–, debido a que su acción destruye tanto el lugar de replicación
como el material genético del virus. Los CTL reconocen, mediante sus TCR
específicos, péptidos de virus presentados por moléculas MHC de clase I de las
células infectadas por estos. De hecho, algunos virus logran evitar la
expresión de estas moléculas en la membrana plasmática y así escapan de la
actividad citotóxica. Entonces, esta acción corre a cargo de las denominadas
células asesinas naturales (NK, en sus siglas en inglés) con una intensidad
inversamente proporcional a la presencia de las moléculas de clase I sobre la
superficie de la célula infectada. Para la activación de los CTL es preciso en
muchos casos la colaboración de linfocitos Th1 previamente activados. Para
ello, estos últimos deben reconocer mediante sus TCR y moléculas CD4 los
complejos MHC II-péptido sobre la superficie de las células presentadoras de
antígeno. Los linfocitos Th1 y los citolíticos reconocen antígenos relacionados
sobre la misma APC (células dendríticas principalmente), presentados por
moléculas de clase II y I, respectivamente.
Así
pues, tanto en la respuesta humoral como en la celular, la singularidad de cada
individuo inmunocompetente recae en buena parte sobre las moléculas del MHC de
clase I y de clase II y su elevado polimorfismo. Como ya hemos visto, este se
concentra en la hendidura de unión a los péptidos antigénicos, y sobre él recae
la selección de estos y la conformación final del epítopo mixto MHC-péptido que
reconozcan los receptores de las células T. El mil millonario número de estos
TCR se encontraría con el evidente cuello de botella de como mucho 14 alelos
MHC diferentes en cada individuo, si no fuera por el efecto de amplificación
conformacional producido en la acomodación de distintos péptidos en la
hendidura polimórfica de cada proteína de histocompatibilidad.
La
consecuencia práctica de estas consideraciones para la producción de una vacuna
eficaz es que son precisas todas las proteínas del patógeno y no solo una o
unas pocas que se consideren diana preferente de los anticuerpos. Para ello,
aunque estuviese correctamente elegido el blanco de estos se precisarían todos
los péptidos que se pudiesen generar durante una infección, de forma que todos
los individuos –cada uno con unos alelos MHC distintos– pudiesen realizar una
respuesta T (Th1, Th2 y CTL) eficaz. Se trataría de aplicar las antiguas experiencias
de inmunizaciones con un hapteno, donde siempre es necesaria una misma proteína
portadora o carrier: aquí, la proteína portadora serían todas las del
patógeno completo, debidamente atenuado.
En
este sentido, desde Pasteur, toda la experiencia acumulada apunta a que las
vacunas de virus atenuados son las más potentes, ya que al disponer de las
proteínas víricas al completo desarrollan todos los mecanismos efectores de la
inmunidad celular y humoral. Para corregir esa deficiencia, otras estrategias
de vacunación incorporan proteínas o péptidos, como carrier, para
conseguir una mayor inmunogenicidad T, como ocurre con algunas vacunas de polisacáridos
y subunidad. Igualmente, se podrían identificar los péptidos del virus con los
que se consiguen los epítopos T más eficaces para cada variante MHC, y hacer
vacunas “a la carta” para determinados haplotipos HLA (MHC de humanos).
Actualmente,
el proceso de atenuación se basa –mejorando el tradicional iniciado por Pasteur–
en el crecimiento selectivo en células no humanas. Así, se van aislando cepas
adaptadas a otra especie que ya no prosperan adecuadamente en la nuestra, pero
que mantienen su poder inmunógeno para producir una respuesta específica con
memoria inmunitaria. Estas vacunas pueden resultar problemáticas en individuos
inmunodeficientes o inmunosuprimidos, pero las técnicas de ADN recombinante
pueden eliminar algunos genes relacionados con la virulencia, y hacerlas más
seguras.
La
adaptación del virus se produce tras sucesivas mutaciones, pero estas no son el
motor del proceso sino la selección natural en la relación con el medio: las
células que infectan, y el organismo completo en su caso. En contra de la
creencia popular y la manera de expresarse de algunos medios y políticos, los
virus no tienen ningún propósito ni quieren acabar con nosotros… de hecho, si eso
ocurriera –como puede ocurrir con una población pequeña infectada por una cepa
muy virulenta– esta desaparecería con el aniquilamiento de los humanos. Así
pues, si los virus tuvieran inteligencia su estrategia sería mantener
vivos a los individuos sobre los que se multiplican, pero el problema no es la inteligencia
de los virus, sino la nuestra y nuestro comportamiento. No obstante, en
general, la selección natural tiende al equilibrio entre la virulencia de las
cepas y la supervivencia de sus huéspedes.
¿Son los
virus nuestros enemigos?
Antes
de conocerse sus dimensiones y naturaleza se asociaron a agentes patógenos más
sencillos y pequeños que las bacterias. Durante prácticamente la mayor parte
del siglo XIX no se pudieron aislar (pasaban por los filtros más pequeños
conocidos) y recibieron el nombre de virus (en latín, veneno) por su letalidad.
El primero en aislarse fue el del mosaico del tabaco a finales del XIX por D.
Ivanovski y M. W. Beijerinck. Este carácter de agente infeccioso asociado a
enfermedad y muerte ha acompañado a los virus desde que se tiene noticia de
ellos. El hecho de que se les considere parásitos celulares obligados con la
única función de replicarse afianza esa fama, aunque hay que tener otras cosas
en cuenta. Una de las principales es la especificidad de los virus por un
determinado tipo celular y, en su caso, también por la especie pluricelular.
Por lo tanto, deben existir tantos virus como tipos celulares, definidos estos
por los marcadores específicos –generalmente, proteínas o glucoproteínas de
membrana que varían en mayor o menor medida de unas especies a otras– que son
su puerta de entrada en la célula. Así, hay virus en todos los reinos
eucariotas, pero también en bacterias y arqueas. Por otra parte, los virus en
conjunto no manifiestan el carácter asesino y liquidador que se les achaca; por
el contrario, suelen coevolucionar con sus huéspedes celulares, como
consecuencia necesaria de su propia existencia basada en una replicación
parásita. De hecho, los virus más virulentos suelen ser los que pasan de una
especie a otra nueva, en la que comienzan un periodo de adaptación. Durante ese
tiempo se producen las cepas más virulentas, que posteriormente se van
atenuando. Fuera de esos desequilibrios naturales, a los que nuestra especie
contribuye cada vez más, los virus han alcanzado un importante papel en la
transferencia genética horizontal que, como otras fuentes de variabilidad en la
evolución, se produce de forma ciega sin propósito alguno. En sus huéspedes
naturales, las enfermedades son menos graves y frecuentemente los individuos
infectados son asintomáticos o sufren síntomas leves. Sin embargo, en la nueva
especie infectada aparecen por mutación nuevas cepas muy virulentas que tienden
a desaparecer con los individuos que matan, y se va alcanzando un equilibrio
por selección natural entre el virus y su nuevo huésped. Entre estos virus
nuevos o reemergentes abundan los que tienen un genoma de ARN, por la mayor
tendencia a sufrir mutaciones durante su replicación debido a una enzima
polimerasa de ARN más imprecisa al no corregir errores. De nuevo, debemos
insistir en que, sin importarnos su origen, cualquier variabilidad es
dependiente del entorno y debe quedar fijada mediante selección natural; esto
es, por las circunstancias pertinentes que concurran alrededor de la variante
mutada: tanto la capacidad adaptativa del virus como factores ecológicos y
humanos que propician su expansión. Esto hace que, aun sin propósito ni
dirección, la velocidad de evolución adaptativa de estos virus sea muy grande.
De hecho, cualquier población de virus en general, y de los de ARN en
particular, está formada por un gran número de partículas víricas o viriones
con genomas semejantes, pero que presentan diferentes mutaciones, más o menos
virulentas, sometidas a fluctuaciones numéricas debidas a la selección natural.
Estas poblaciones se denominan cuasiespecies víricas y su dinámica y estructura
vienen determinadas por su relación con el entorno en general y con su huésped
en particular, de manera que la consideración de variante o cepa debe tener una
proyección fenotípica sobre la mera variación genotípica.
Como
ya hemos señalado, las mutaciones al azar no tienen ningún propósito y pueden
formar cepas con mayor o menor virulencia. Así, en un virus bien adaptado al
huésped humano, las cepas menos virulentas ocasionan patologías leves con adquisición
de inmunidad y una mayor propagación vírica. La aparición súbita de variantes
muy virulentas en estos casos ocasiona algunos fallecimientos y generalmente la
desaparición de estas cepas con ellos. Si, por el contrario, el virus es un
recién llegado que ha pasado masivamente a los humanos desde otra especie
animal, entonces las cosas cambian drásticamente y las cepas virulentas no
tienen ningún impedimento para su propagación. Las transmisiones de diversos
agentes patógenos a nuestra especie desde animales vertebrados, que denominamos
zoonosis, y también el gran número de infecciones que sufrimos desde vectores
invertebrados, como los mosquitos entre otros, tienen mucho que ver con lo que
en general llamamos globalización y que influye cada vez más en nuestra forma
de vivir: aglomeraciones en grandes urbes y desplazamientos frecuentes por todo
el mundo que favorecen las enfermedades sexuales, respiratorias y
gastrointestinales; alteración del equilibrio medio ambiental por el cambio
climático, desplazamiento de especies de sus hábitats naturales por obras
públicas y comercio mundial; etc.
Aquí
hemos visto como la selección natural siempre es conjunta: entre el ser que se
selecciona, sea este vivo o no, y el entorno. Los virus necesitan a las células
que infectan para existir, no compiten contra ellas; pueden evolucionar
muy rápido por mutación, como lo entiende la teoría sintética por meros cambios
en sus secuencias génicas, pero en realidad su auténtica evolución es por
coselección junto a sus huéspedes a los que infectan, pero a su vez necesitan,
ambas cosas ciegamente como parásitos intracelulares obligados que son.
Volvemos a encontrarnos con la cara y la cruz
del término necesidad: la imperativa material y la funcional. Recordemos que en
la primera, los fenómenos materiales suceden porque no pueden dejar de hacerlo de
acuerdo con las leyes de la física y la química. En la segunda, más propia de
los niveles biológicos, la necesidad imperativa de los fenómenos da paso a la
funcional de los procesos fisiológicos orgánicos; por eso, la selección natural
darwiniana los tiene en cuenta en la supervivencia de los organismos mejor
adaptados al medio. Pero, en el caso de los virus, que son unas complejas entidades
moleculares entre lo inorgánico y lo vivo, se aprecia más nítidamente el
tránsito entre los dos tipos de necesidad, y que la selección natural es la que
pone coherencia y orden a las contingencias ciegas que relacionan virus y
sistema inmunitario.
¿Son los virus agentes genéticos móviles?
El origen
de los virus es un problema complejo dada la gran variabilidad de elementos
genéticos que tenemos que considerar en este campo. Generalmente, una buena
guía para encontrar el origen de algo es definir bien su naturaleza esencial,
para situarlo así en la realidad material y su evolución. Teniendo en cuenta que
son parásitos celulares obligados, lo primero que debemos plantearnos es si
surgieron antes o después de las células. En este sentido, no debe confundirnos
la mayor o menor complejidad de los distintos tipos de virus, ya que los caminos
de la evolución son enrevesados y no siempre lo más simple es lo anterior. También
debemos tener en cuenta la especificidad de tipo celular de los virus,
abarcando todo el universo celular de la biosfera. Así, a pesar de la
existencia de virus sin cápside como los narnavirus, todos parasitan el proceso
celular de la traducción, con la consiguiente producción de proteínas víricas.
Algunos parasitan también la transcripción, como hacen todos los viroides
multiplicando su ARN. Independientemente de muchas singularidades de este tipo,
lo general en la replicación vírica es la producción de proteínas que forman su
cápside y que les permiten las interacciones específicas con sus respectivos
huéspedes celulares. Todo esto es más compatible con un origen de los virus
posterior a la aparición de la célula y, probablemente, dependiente de los
procesos celulares relacionados con su replicación. Incluso elementos
replicativos tan sencillos como los narnavirus –ribonucleoproteínas formadas
por ARN y la polimerasa que codifica– necesitan la compleja maquinaria celular
para su multiplicación. La existencia de estos elementos víricos sencillos y de
otros como los viroides, puede producir interferencia con procesos y
estructuras vivas más complejas de forma no buscada, sin propósito alguno, por
necesidad imperativa de interacción entre sus respectivas moléculas
constituyentes; el resultado final se ajusta por selección natural.
Pero
estos fenómenos no deben distraernos de la esencia del proceso principal.
Estamos acostumbrados a una forma de pensar dicotómica, de realidades
enfrentadas y a veces hasta con planteamientos maniqueos, cuando frecuentemente
nos encontramos con procesos complejos y entrelazados con múltiples conexiones.
Los planteamientos dicotómicos ayudan a sistematizar, a buscar, a matematizar,
etc. Pero, ¿es dicotómica la realidad material? Creo que no, y la propia lógica
de la naturaleza puede permitir la interacción de diferentes elementos
genéticos. Cada vez se conocen más hechos que pueden hacernos pensar en la
coexistencia de fenómenos relacionados con la vida que tienen distinto origen.
Entre ellos debemos esforzarnos en distinguir los seres y procesos que están en
la corriente principal del origen y evolución de la vida de otros elementos que
interfieren con ella influyendo más o menos en la información biológica global.
En este sentido, no parece que las células procedan de los virus; podría ser
que tuvieran un origen paralelo, aunque es difícil tanto su origen como su
evolución sin interaccionar con las células. Más plausible sería que tuvieran
un origen celular, sin propósito alguno, solo por necesidad imperativa de las
funciones y estructuras celulares previas y posterior fijación funcional de las
interacciones mutuas por selección natural (ver post de 2017 de este blog).
La
hipótesis principal que se expone allí es compatible con los siguientes datos:
· Los
virus –desde su posible origen, no finalista, como semillas de evolucionabilidad de la célula protocariota, y su
posterior papel como agentes genéticos móviles– tienen tendencia a ser
específicos del tipo celular que los produce, y a coevolucionar con él; pero, también
sin propósito alguno, pueden interaccionar de forma cruzada con otros tipos
celulares.
· El
hecho de que los virus sean polifiléticos –con un origen diferente para cada
familia, y sin compartir genes entre ellas– apoyaría la hipótesis del
protocarionte formador de semillas:
cada virus coevolucionaría con su tipo de célula.
· Las
familias de virus de ARN son mayoritarias en huéspedes eucariotas y las de ADN
en procariotas; y ninguna de las dos comparten genes entre sus miembros. Estos
hechos no casan bien con la suposición de que los virus de ARN son los más
primitivos, por una parte, y con la de que los eucariotas proceden de los
procariotas, por otra.
· Es muy
probable que la selección natural fuese estableciendo sistemas de
coevolucionabilidad celular basados en las interacciones proteicas específicas
y en el consiguiente intercambio de material genético. Al menos con cierta
frecuencia, estos sistemas cooperativos sin propósito alguno podrían incluir
algún eucariota, algún acariota celular y los virus correspondientes de todos
ellos. En este sentido, parece que la evolución podría exaltar la interacción
entre virus y eucariotas en algunos ambientes extremos.
· Con
estas premisas, es probable que primero apareciera el sistema protocariota-virus
ARN (primer ácido nucleico y primera célula, que derivarían directamente de la
relación inicial entre proteínas y ARN, heredada del primitivo proceso de
splicing). Con la conquista del ADN, probablemente le seguirían los sistemas:
protocariota-virus ADN-arqueas, y protocariota-virus ADN-bacterias.
· Existen relaciones evolutivas entre los virus
y otros elementos genéticos móviles: viroides, transposones, ARN satélites y
plásmidos; pero, seguramente por su mayor simplicidad, todos estos agentes sean
posteriores a la aparición de las células protocariotas entorno al splicing y
el resto de la factoría del núcleo: gobierno del ARN por las proteínas –con la
selección de módulos proteicos– y los mecanismos de replicación, transcripción
y traducción (con ARNt, ribosomas y aminoacil-ARNt sintetasas).
· En
coherencia con lo expuesto hasta ahora, las similitudes estructurales entre
proteínas con secuencias diferentes procedentes de las cápsides de varias
familias víricas, se pueden deber a procesos de divergencia (más que de
convergencia) evolutiva: se parte de los mismos módulos proteicos básicos, pero
–como ocurre con todas las proteínas– con una deriva secuencial conservadora de
la estructura.
Las
funciones no las “diseña” la variabilidad sino que las modela la
selección natural: el sistema inmunitario en bacterias
Al
comienzo del post, hemos visto que los seres vivos se han originado desde un
complejo medio material en incesante interacción adquiriendo individualidad,
pero sin aislarse completamente de él: manteniendo un flujo continuo y regulado
de materia y energía. Todos los organismos presentan un medio interno,
diferenciado activamente del entorno, cuyas características y componentes deben
mantener en equilibrio dinámico con el exterior. Desde el origen de la vida, y
a lo largo de una evolución carente de programa previo, se han seleccionado
muchas funciones y estructuras –como las que hemos visto integradas en el
sistema inmunitario– que han resultado útiles para el mantenimiento de los
organismos frente a los cambios ambientales. En el paradigma evolutivo
genocéntrico de la teoría sintética, el peso de la adaptación al medio recae
sobre mecanismos genéticos productores de una diversidad estructural al azar
que permite el despliegue y selección de nuevas funciones. En este modelo de
herencia dura, la variabilidad genética es el inicio y el fin del proceso
adaptativo, y el medio no juega ningún papel relevante, con la selección
natural ejerciendo el papel de portero de discoteca que dicta quien puede pasar
o no. Por el contrario, en el modelo proteocéntrico la función es prioritaria a
la estructura y el proceso adaptativo arranca de la plasticidad proteica
pregenética frente al medio que, posteriormente, señala el camino a los
mecanismos genéticos y epigenéticos. Aquí el medio juega un cierto papel
moldeador además de selector en los tres niveles informativos.
Como
ya se ha expuesto en varias ocasiones en las páginas de este blog, el modelo
proteocéntrico que propongo se ajusta mejor a un origen y evolución de la vida
de naturaleza eucariota. Los acariotas –arqueas, bacterias y virus– derivarían
de los primeros y tendrían una naturaleza más centrada en mecanismos genéticos.
De estos tres grupos, los virus serían los más especializados en este sentido
genético; podríamos decir que los más automatizados, hasta el punto de no tener
la autonomía propia de los seres vivos.
Aunque
resulte muy épico, no podemos recrearnos en relatos de lucha a muerte entre
virus y cualquiera de los tipos celulares que infectan, y menos en el caso de
organismos unicelulares. Desde una perspectiva evolutiva, los virus necesitan a
las células para existir y, aunque por azar se produzcan virus letales que
matan y otros menos virulentos que no, los primeros tienden a desaparecer en la
dinámica poblacional con sus huéspedes. Por su parte, las células también matan
virus, pero la selección natural favorece el equilibrio con estos por sus
papeles benéficos, entre otros el de impulsar la transferencia genética
horizontal, especialmente importante en las bacterias y arqueas.
Hemos
visto que los virus coevolucionan por selección natural con sus huéspedes
celulares, y de la misma manera que la generación ciega de diversidad eucariota
y acariota ha dado lugar tanto al complejo sistema inmunitario proteocéntrico
de los vertebrados como a los sofisticados mecanismos de evasión vírica,
siempre en continuo equilibrio dinámico, no debe sorprendernos que las células
acariotas hayan desarrollado un sistema inmunitario de naturaleza genocéntrica
frente a virus bacteriófagos, como el descubierto en la Universidad de Alicante
en 1993 por Francis J. Mojica estudiando la arquea halófila extrema Haloferax
mediterranei, en cuyo ADN encontró unas secuencias cortas y repetitivas
semejantes a las de ciertos virus. Lo sorprendente no fue tanto este hallazgo,
ni que comprobase que eran frecuentes en otros acariotas, sino que estas secuencias
–a las que denominó CRISPR, por las siglas en inglés de repeticiones
palindrómicas cortas interespaciadas agrupadas regularmente– podían formar
parte de un auténtico sistema inmunitario de arqueas y bacterias frente a las
infecciones víricas. Al igual que hace el sistema inmunitario de vertebrados,
el de acariotas también discrimina lo propio de lo ajeno y guarda memoria. La
diferencia está en que mientras el primero identifica proteínas, este detecta
el ADN ajeno y lo destruye. Tras la infección, una pequeña porción de ADN del
virus se integra en el genoma bacteriano y queda almacenado en él y en su
progenie, sirviendo de memoria para el reconocimiento de las secuencias víricas
tras posteriores infecciones. El sistema CRISPR degrada el ADN del virus
mediante la actividad del complejo proteico de la endonucleasa CAS.
Se
puede llegar a razonar que la esencia funcional de los eucariotas está más
centrada en la plasticidad proteica y que, por eso, sus sistemas inmunitarios
–sobre todo el sistema inmunitario de los vertebrados– reconocen lo ajeno sobre
la base de la diversidad de las proteínas; no se conoce ningún sistema
semejante al CRISPR-CAS en eucariotas, aunque en principio podrían haber
llegado a recibir algo de él mediante transferencia genética horizontal. No
obstante, la selección natural –que media y da coherencia a las interacciones
ciegas entre ambos tipos de organismos celulares, eucariotas y acariotas, y los
virus– ha ocasionado mecanismos de escape de estos últimos de todos los
sistemas inmunitarios. Esta coevolución entre los virus y sus huéspedes se
produce mediante un equilibrio dinámico, que nos conviene conocer para evitar
los desequilibrios ecológicos que frecuentemente ocasiona nuestra forma de vida
y nos traen pandemias.
¿Lucha
por la existencia o cooperación en la evolución?
Con
cierta frecuencia nos encontramos en varios dominios de la biología con
asociaciones de ideas que siempre me han parecido faltas de rigor científico.
Una de las más frecuentes tiene que ver con la utilización de Darwin y del
darwinismo para apoyar ideologías políticas y económicas como el nazismo y el
liberalismo. Este uso espurio –y obviamente peligroso– de la teoría darwiniana
ha calado también entre algunos científicos en mayor o menor medida llegando,
por una parte, a presentar al darwinismo –sobre todo al neodarwinismo de la
teoría sintética– como producto y sustento del liberalismo; y, por otra, al neolamarckismo
como estandarte del socialismo. Pero, en realidad, los que así piensan tratan
con poco rigor las obras de Lamarck y de Darwin.
Para
empezar, aunque solo sea de pasada, la teoría sintética neodarwinista tiene
fuertes desencuentros con la esencia de la teoría de Darwin. Por otra parte, en
El origen de las especies por medio de la selección natural, Darwin
subraya qué entiende por lucha por la existencia: “utilizo
el término lucha por la existencia en el sentido general y metafórico, lo cual
implica las relaciones mutuas de dependencia de los seres orgánicos y, lo que
es todavía más importante, no sólo la vida del individuo, sino su aptitud y
éxito en dejar descendencia”. Además, para Darwin la evolución es el
resultado, sin propósito ni dirección, del encuentro casual de necesidades
ciegas. Así, la selección natural no es un mecanismo, es el resultado sumario,
la acumulación, en cada momento de las variantes afortunadas con la
supervivencia; independientemente de cómo se hayan producido esas manifestaciones
variables de la materia viva.
Por
otro lado, los humanos somos los únicos animales con capacidad para pensar,
para hacer un proyecto, para plantearse una meta. Sin embargo, en estos tiempos
aciagos, con la pandemia del coronavirus que ha originado la enfermedad
conocida como Covid-19, y con otras muchas amenazas pendiendo sobre nuestras
cabezas, nos encontramos a científicos y políticos hablando del virus como si
fuera una mente maligna que decide estrategias de propagación, enfermedad y
muerte; estrategias malvadas, a las que tenemos que responder militarmente
porque estamos en guerra contra el virus. Se puede justificar este
tratamiento con explicaciones del tipo: “es una manera de hablar”, “así la
gente lo entiende mejor”; pero yo creo que siempre es mejor explicar las cosas
como son en realidad, ya que, si se explican bien, la gente lo entenderá;
porque quizá sean algunos de los científicos y políticos que así hablan quienes
no lo entienden bien. El hecho cierto es que “la guerra” debíamos declararla
contra nuestra organización –o mejor desorganización– social y económica;
realmente, la pandemia ha sido fruto de ella. No es este el lugar de entrar en
el tema y, además, mucha gente lo ha tratado ya.
Volviendo
al discurso de partida: la naturaleza humana y su organización social,
económica y política no pueden servir para explicar el resto de la naturaleza y
viceversa. La diferencia fundamental es que nosotros tenemos, para bien o para
mal, propósitos, finalidades, y capacidad para corregirlos; el resto de la
naturaleza no, aunque eso sí mantenga una gran coherencia –que los científicos
deben intentar desentrañar– entre la necesidad reglada de los fenómenos y la
contingencia histórica de los sucesos.
¿Destrucción
mutua asegurada o coevolución entre virus y células?
Con
estas tres primeras palabras (MAD en sus siglas en inglés) se conocía la
terrible doctrina estratégica imperante en el mundo durante la denominada
guerra fría entre los dos grandes bloques militares (USA y URSS) a lo largo de
la segunda mitad del siglo XX. En aquellos años se oía mucho esta idea junto a
otras no menos alarmantes como el “equilibrio del terror”. Las siglas MAD (que
coinciden con la palabra loco en inglés) son suficientemente expresivas; haría
falta perder la cordura para iniciar un ataque nuclear con la idea de poder
destruir al otro bloque y salir indemne, en un mundo donde ambos enemigos
poseen capacidad nuclear suficiente para destruir varias veces el planeta.
Aunque el tema fue y sigue siendo muy inquietante, solo lo he utilizado para
compararlo con otra confrontación no menos importante: la de los virus con las
células en general, y especialmente con individuos pluricelulares como nuestra
especie. Efectivamente, aunque durante aquellos años de gélida confrontación la
MAD fue más que posible en varias ocasiones, afortunadamente el terror a la
destrucción total impuso un peligroso equilibrio. Si los humanos –que somos una
especie supuestamente inteligente y con capacidad de decisión– hemos estado al
borde de la extinción, ¿qué podría pasar en el enfrentamiento entre dos mundos
tan distintos, y que evolucionan sin propósito alguno, como son los virus y las
células? Aunque la respuesta es arriesgada, podemos tener en cuenta algunas
consideraciones. Por un lado, nuestras particulares características de animal
“racional”, que además ha escapado de la selección natural, no nos favorecen mucho.
En muy poco tiempo hemos acumulado un poder destructivo inmenso, quizá mayor
que nuestro “raciocinio”; en manifiesto contraste con los aproximadamente 3.800
millones de años de coevolución entre virus y células. Aquí estamos de nuevo
ante una paradoja en biología: podríamos decir que la “ceguera”, la falta de
conciencia, de proyecto, de voluntad de los organismos y sus sistemas favorecen
el equilibrio de forma natural; aparentemente, vemos dos “estrategias”
enfrentadas: por un lado, la eucariota –con la plasticidad informativa pregenética
de las proteínas, en vanguardia de la genética y epigenética– y, por otro, la
acariota –más centrada en la información genética, sobre todo en los virus–,
pero en los dos casos totalmente “ciegas”, por lo que no hay proyecto alguno de
enfrentamiento, tan solo colisión de trayectorias históricas de necesidades y
contingencias, como cuando chocan dos cuerpos celestes. A lo largo de la
evolución de estas interacciones, individuos de cada mundo resultan dañados en
mayor o menor medida, pero la información funcional y estructural resultante en
cada acto de selección natural se mantiene junto a la interacción. Desde el
origen de la vida, la evolución se muestra como la sucesión de estados
dinámicos de información biológica en la ecósfera.
BIBLIOGRAFÍA
1. Ogayar,
A. Presentación antigénica y puzle conformacional. Una hipótesis (I y II).
Inmunología (1991) Vol. 10, nº 1, 19-23; y nº 3, 97-103.
2. Murphy,
K. Travers, P. Walport, M. Inmunobiología de Janeway (7ª ed.) Mc Graw Hill,
2009.